Signos
Por Salvador Montenegro
Cuando la indolencia, la incompetencia, el conformismo y la corrupción hacen un modo de ser y una cultura, no hay mejor mundo posible para que las violencias de todo orden (las del clima, en este caso, y en este tiempo de incendios y tempestades apuradas también por la irracionalidad civilizatoria) impongan sus fueros devastadores.
No hay conciencia, ni de servicio público ni de responsabilidad ciudadana, frente a esas crisis progresivas de degradación humana y de su hábitat.
No hay planeación ninguna de la colonización inmigrante y la distribución poblacional, del crecimiento urbano, de la obra pública necesaria y de los peligros del desinterés gobernante en territorios de tan alto riesgo como los del Caribe mexicano, cuya vulnerabilidad geológica, biótica y ambiental precisa cuidados del mayor rigor, y lo que recibe, en cambio, son disposiciones institucionales de las más absurdas, improvisadas y depredadoras del mundo entero.
Las consecuencias son obvias: quebranto e insolvencia fiscales perpetuos pese a las mayores inversiones turísticas, servicios básicos insuficientes e inservibles, precarismo expansivo, urbanización caótica, contaminación e insalubridad vertiginosas e irreversibles, abatimiento irremediable del medio natural, indefensión absoluta de las comunidades pobres frente a las crisis climáticas, y todo lo demás que supone deterioro social y de los estándares mínimos de bienestar que debe garantizar un Estado democrático.
Todo se ha hecho al revés de lo vital, lo recomendable y lo civilizado. Y todos somos culpables de la barbarie. No hay poder político ni ciudadano ni de opinión pública que sirva. Y en casi todo el espectro político se sigue llamando, a ese crimen, ‘progreso’.
En el principio fue el triunfalismo fundacional por el éxito económico ‘integralmente planificado’ del norte empresarial, sofisticado y grandilocuente. Y en el ocaso no queda sino la resignación o la maldición contra el desastre y el fracaso en tiempo récord. En Cancún o en Chetumal, cuando llueve mucho, todo se ahoga y se detiene.
Claro que hay modos de sobrevivir. A todo se acostumbra uno. Todo se acepta y se da por hecho como un destino absoluto. Cambiar el curso de las cosas es imposible. No se puede ir contra la inercia generacional sin liderazgos convincentes ni mayorías conscientes.
De modo que hay que ver qué se pesca o cómo se respira tras las inundaciones provocadas por la saturación de los equívocos usos de suelo y de las urbanizaciones incontables patrocinadas por la rapacidad de unos y otros gestores del desarrollo, y que son los mismos que han anegado y siguen forjando los caudales de la violencia y de la sangre que corre por muchas de las ciudades de la entidad caribe y del país.
SM