Signos
Por Salvador Montenegro
Lo cierto es que el escultor Sebastián es uno de los muy pocos valores estéticos y culturales mexicanos vivos de clase mundial, y que, por fraudulento que haya sido, como no podía ser de otra manera, el negocio operado con él por los Gobiernos locales con la llamada ‘Megaescultura’, en la bahía chetumaleña (o “Monumento al mestizaje mexicano”, nombre con el que no la conoce nadie, aunque medio mundo sabe que se han traficado con ella más de cuatrocientos veinte millones de pesos), levantó una gran obra de arte en la capital del Estado caribe que, a la postre y por los malabares presupuestarios y las desavenencias relativas a los cientos de millones involucrados en el megafraude, dejó sin terminar.
Y lo cierto es que, tras veinte años de ‘tejes y manejes’, de millonarios ‘remozamientos’ y ‘reconfiguraciones’, y de toda suerte de ‘nuevas ideas’ para hacer del proyecto originario uno más prominente y fastuoso como atractivo turístico y cultural (además, claro, como negocio complementario de los funcionarios y contratistas reemplazantes justificados en la gran causa de la gran obra ampliada), el primero en decir que el mamotreto resultante -que iba quedando con cada nueva inversión restauradora hasta su última versión- nada tenía que ver (ni tiene que ver, por tanto) con el concepto de su creación.
De modo que el costosísimo megacacharro anónimo iluminado como un cerro multicolor en la bahía y convertido en cualquier cosa jamás pensada en su origen como tal, será eso, cualquier cosa, menos el “Monumento al mestizaje mexicano” concebido por un gran -y tramposo- escultor.
Y acaso habría que llamarlo el ‘Monumento a los ejemplares políticos más deleznables del mestizaje mexicano’.
SM