Signos
De acuerdo con información de la Fiscalía General del Estado, en lo que va del año se han registrado casi un centenar de reportes de cuerpos sin vida “encontrados” en terracerías y lotes baldíos.
El dato en sí mismo es escalofriante. Porque se refiere sólo a despojos humanos a la intemperie. Casi todos sometidos en la víspera a las peores crueldades de una barbarie que anda suelta y sin temor a Dios ni a poder público alguno sobre la tierra; una comunidad de sádicos victimarios –de iguales a sí mismos y de inocentes útiles a sus negocios- amparados en las ruindades de un poder político y una ley a su merced y al servicio de su imperio carnicero.
El 80 por ciento de los ‘descubrimientos’ (las fosas clandestinas no encontradas harían una contabilidad fúnebre inconcebible) han tenido lugar en la ciudad de Cancún, y, de acuerdo con las investigaciones periciales, 7 de cada 10, o el 70 por ciento, fueron producto de la industria del terror (drogas, extorsión, secuestro, trata y otros giros de la especie).
De los cuerpos encontrados, una treintena es de mujeres que fueron torturadas hasta la agonía.
Sin embargo, sólo en tres ocasiones se declaró oficialmente que fue feminicidio (o violencia letal de un macho contra una hembra por el sólo hecho de serlo, como se clasifican en la jerga judicial y por determinaciones políticas ‘de género’ algunos asesinatos de mujeres, más allá de que en la realidad eso sea posible y dictaminable de manera objetiva o no, y de que sirva de algo hacerlo, en la lógica elemental de que si no hay justicia para unos no hay justicia para nadie). Y lo cierto es que, ‘feminicidios’ o no y clasificaciones penales de inducción política aparte, el asesinato de personas, sean machos o sean hembras o de otra pertenencia sexual oficialmente identificable y agrupable, no topa en eficiencia institucional ninguna y la violencia sigue su curso de la mano de la impunidad que estimula la reincidencia, multiplica el delito e incrementa el hedor de la sordidez.
De modo que más que la cantidad de cuerpos encontrados y de la politiquería clasificatoria de los asesinatos, pasma la incompetencia –complementada, a menudo, y tal es el peor de los escenarios, con el nexo entre mafias y estratos policiales, judiciales y políticos- de las autoridades para resolverlos: la Fiscalía General del Estado sólo logró encontrar en cuatro ocasiones a los culpables, dejando impunes al casi cien por ciento de los homicidas. Es decir: casi todos los matones siguen sueltos y, por tanto, siguen torturando, matando y elevando los niveles de violencia y de injusticia, en una entidad donde las instituciones del Estado que deben garantizar el derecho fundamental a la seguridad están, más bien -por ineficacia o franca complicidad-, al servicio del hampa y de la criminalidad dolosa.
El grado de inoperancia es tan aberrante y absoluto que, por ejemplo, en tres asesinatos, los elementos judiciales capturaron a los presuntos sospechosos sólo para, días después de presentarlos como los culpables de tan atroces actos homicidas, dejarlos libres porque fueron declarados inocentes.
Tales son los niveles de inseguridad y de impunidad que se activan como factores entre sí para perfilar un paisaje sangriento e irremediable, donde los matones ponen los cadáveres y las autoridades los recursos de la inercia institucional para que lo sigan haciendo con todo éxito y en las mejores condiciones posibles.
Es cierto que la violencia y la inseguridad no dependen sólo de las instituciones que procuran o imparten justicia. Pero tampoco, que se sepa, hay otras comprometidas en atender los factores estructurales vinculados con ellas (inmigración, marginalidad, lumpenaje, miseria educativa, desempleo, ingobernabilidad, etcétera). Porque si ni siquiera la institucionalidad policial y coercitiva sirve, menos ha de esperarse de Gobiernos y representaciones políticas que sólo entienden los cargos públicos como negocios personales o escalafones de poder.
¿Hay, acaso, un debate político o convocatorias a la discusión plural en torno a los problemas crecientes del ámbito delictivo, de la inseguridad y de las variables asociadas a ellos y más allá de lo que dan en llamar violencia machista, o de la violencia sexual indiscriminada, o del narcoterror, o de todo tipo de violencia y de amenazas que atentan contra las aspiraciones comunitarias a una convivencia pacífica y a un Estado de derecho verdaderamente legítimo, responsable y defensor del interés público y las garantías individuales y sociales?
¿Se conocen, entre los buscadores de candidaturas, por ejemplo, agendas relativas al tratamiento y la solución de esas tragedias estructurales que se acumulan a la vera de un desinterés que cunde en los foros de opinión pública donde todo no va más allá del anecdotario escandaloso del día a día?
Por supuesto que no existe tal debate ni iniciativa alguna que lo procure y proponga remedios eficaces contra la debacle. Y por supuesto que tampoco puede haber una evidencia más cabal que esa en el sentido de que el activismo político no es más que electorero, mercenario y cómplice de la degradación general.
Tal es el fundamento inamovible de la tragedia. El oportunismo y la trivialidad la fortalecen y la tornan invencible.
SM