Signos
La defensa de la mujer como movimiento político y causa ideológica es, cuando menos, una bandera sin valor. Se cifra en la sentencia del ‘macho’ como verdugo de su contraparte, la ‘hembra’, sólo por no ser distinta sino eso: hembra.
Pero quienes más descalifican ese veredicto reduccionista y dogmático y lo acusan de propaganda farisea y oportunista, no son machos defensores de prerrogativas machistas, sino, sobre todo, mujeres defensoras de la justicia, la imparcialidad y la verdad.
La guerra y el poder han definido la evolución civilizatoria o las transformaciones históricas. (Es un principio tan natural, como que el sapiens es homo, y no un invento deliberado.) Y la fuerza de la virilidad y de las armas determinó la condición milenaria del predominio hormonal masculino en la división del trabajo. Pero la deriva del poder a las competencias intelectuales, no ha precisado de vanguardias y activismos sexistas para establecer la equidad progresiva –y cada vez más vertiginosa en la era digital según los recursos y las habilidades comunes para la informatización, el acceso a las fuentes del conocimiento y los oficios especializados- en los afanes civilizatorios.
Y más allá de la estigmatización extremista de vocaciones y competencias diferenciadas por la naturaleza femenina o masculina y en que la militancia suele exigir también la igualdad absoluta e incondicional –por más que ser padre o madre, por ejemplo, suponga condiciones biológicas compartidas en todo el reino animal-, las mujeres escalan las posiciones de competencia según su presencia y su dinamismo simbióticos en los procesos de transformación de sus respectivos ámbitos culturales, donde, en armonía con los sectores masculinos sensibles e inteligentes, van transformando juntos las estructuras del atraso y la dominación, no de las mujeres, sino de la desigualdad en general, empezando por la genética educativa y la institucionalidad de los valores familiares, sociales, políticos y culturales.
Los defensores públicos más vociferantes del feminismo suelen ser líderes varones más bien farsantes, oportunistas y defensores eventuales de un protagonismo de apariencia vanguardista y promotor, en realidad, de los peores intereses: los de la simulación y la demagogia que procuran adhesiones iguales, máscaras representativas y, sobre todo, posiciones para el negocio escalafonario.
En el entorno biológico de los seres vivos no pensantes de la flora y de la fauna, las especies desempeñan sin altercados sus funciones naturales de hembras y machos. En el reino de la cultura y el poder político, en cambio, lo peor que le puede pasar a la igualdad y a la justicia es la perversión dolosa de los valores de la evolución humana.
Es la emergencia intelectual y espiritual de la especie como tal, contra las resistentes estructuras residuales de la barbarie, la que conseguirá la modernización real de la democracia y la justicia.
En los pueblos del prejuicio y la miseria escolar –los sometidos por la fe y la ruina educativa-, de nada sirven las proclamas feministas si los valores idiosincráticos y culturales son presas de la ignorancia prehistórica y los poderes patriarcales, y por tanto los derechos humanos fundamentales.
No son los hombres, abanderando causas de género y de la mano de élites políticas femeninas -o estas de la mano de aquellos-, los que conseguirán ahí que la mujer se libere, porque el albedrío y la soberanía de los individuos están prohibidos en sus expresiones públicas críticas y disidentes.
Son los ciudadanos inteligentes, con liderazgos de cualquier sexo y sin más causa que la justicia popular integral, los que harán posible la transformación educativa y de las instituciones familiares, sociales y políticas, en favor del mayor abatimiento progresivo de todo tipo de desigualdad.
Porque no hay peor lucha que la que se despliega particularizando, con motivaciones militantes, los deberes y los derechos. Las leyes son peores y más injustas mientras más segmentan a sus destinatarios. La institucionalidad que sirve lo hace en favor de todos, y, la que no, lo hace en contra de unos o de otros.
La desigualdad humana en general, es el problema. Y la defensa sectaria -por géneros, razas o grupos sociales o fiscales o gremiales o culturales- es sólo la de una facción política que en realidad encubre la protección de sus conveniencias.
Jamás acabará la segregación de la mujer si no se abate la causa de la desigualdad social cifrada en la pobreza educativa, política y cultural.
Desde el prejuicio, el partidismo y el analfabetismo funcional no puede proceder el debate sobre las posibilidades y los beneficios del aborto y la eutanasia, por ejemplo. Desde la injusticia y la desigualdad estructurales no puede hablarse de libertades esenciales para decidir en torno de ese tipo de derechos.
Sin esas consideraciones, el feminismo es una causa errada o una consigna barata. Si los hombres atacaran a las mujeres sólo por su condición de tales, ¿por qué no lo harían, asimismo, los machos contra las hembras en el reino de las especies vegetales y animales del entorno biótico?
En contra de la vanguardia, el feminismo en realidad es un retroceso ideológico. En ese contexto espiritual y conceptual, lo más simple se torna confuso, conflictivo y, por tanto, carne fácil de cualquier oportunismo militante.
Y mientras la blasfemia sea cada vez más una causa, más complejo y difícil será defender las más simples y elementales verdades.
SM