El Bestiario
Brasil parece situarse en el ojo del huracán, aunque con Perú, Chile y México escalando de forma muy preocupante. El Coronavirus ha cambiado profundamente la situación latinoamericana en el terreno socioeconómico, en el político y también en el sanitario. El factor tiempo -el ejemplo de lo que pasaba en otras zonas del mundo- favoreció la adopción de medidas de prevención. Esa anticipación sirvió para evitar la crisis y el colapso de los sistemas sanitarios regionales, pero no eludió que se llegara a un pico de la pandemia que está golpeando con gran virulencia a la mayor parte de los países latinoamericanos, a la vez que provoca un profundo estrés en los sistemas médicos, tensiones económicas y una creciente conflictividad política y social. En estos tres meses de contagios, América Latina ha pasado por tres fases claramente diferenciadas: una primera (marzo-abril) de anticipación, para evitar el colapso de los sistemas sanitarios; una segunda (abril-mayo) en la que prevaleció la sensación de que se había controlado la propagación del virus; y una tercera (mayo-junio), en la que ha llegado o está por llegar el pico de la pandemia y que coincide con las primeras manifestaciones de la recesión económica, escalando de forma muy preocupante tanto en el número de contagios como de víctimas mortales.
La decisión estratégica de la mayoría de países de América Latina cuando el Covid-19 se convirtió en pandemia fue apostar por aprovechar en su favor el factor tiempo. Casi todos los países –salvo Brasil, Nicaragua y México– fueron conscientes de que sus frágiles y fragmentados sistemas sanitarios no aguantarían una crisis de la magnitud de la que vivían en Europa países como Italia y España. Por eso, con pocos casos confirmados y muchas menos defunciones, empezaron a aplicar de manera acelerada y con carácter preventivo diferentes y heterogéneas medidas de confinamiento, toque de queda o cuarentenas. En realidad hubo tres tipos de reacciones: los países que declararon cuarentenas, los que sólo impulsaron medidas de confinamiento relativo y aquellos que se resistieron a establecer cualquier tipo de medidas que tuviera como consecuencia paralizar la economía (Brasil, México y Nicaragua). En esta reacción rápida destacó Paraguay, cuyo presidente, Mario Abdo Benítez, anunció el 10 de marzo “medidas drásticas” para contener el número de positivos de coronavirus. Cuando el país sólo contaba con dos casos, el Gobierno ordenó una cuarentena de 15 días que establecía la suspensión de las actividades académicas en todos los niveles, así como de cualquier acontecimiento masivo. Argentina fue otro país que tomó medidas drásticas desde que saltaron las primeras alarmas y el 20 de marzo, cuando rondaba los 100 casos, decretó la cuarentena total. España lo hizo sólo tres días antes, con 4,200 infectados.
La mayoría de los países trató de anticiparse con respuestas heterogéneas. Uruguay no decretó cuarentena sino otras medidas de alejamiento social que resultaron exitosas y lo convirtieron en un modelo por su capacidad de anticipación (detectó sus primeros cuatro casos el 13 de marzo y el mismo día se declaró la emergencia sanitaria, con suspensión de clases y cierre de fronteras) y por su cultura cívica. El Gobierno de Lavalle Pou llamó al confinamiento voluntario, que fue acatado de forma masiva y ordenada. La actividad en los lugares de recreación se redujo entre un 75% y un 79%, según un informe de Google Mobility. El otro ejemplo regional exitoso fue Costa Rica, gracias a su sólido sistema de salud, su agilidad en la respuesta y su apuesta por la innovación. El Gobierno impulsó soluciones no convencionales, como el desarrollo de equipos de protección mediante impresoras 3D hasta el establecimiento de un hospital especializado en casos de Covid-19 en sólo 11 días.
Santiago J. Santamaría Gurtubay
En Chile, a diferencia de otros países con menos casos como Argentina o Colombia, el Gobierno de Sebastián Piñera rechazó inicialmente decretar el confinamiento nacional y cerrar totalmente la economía. Optó por “cuarentenas selectivas y estratégicas”, con restricciones que se imponían y levantaban en cada comuna o ciudad en función de los nuevos contagios. En un primer momento esto dio resultados esperanzadores y se colocaba al país andino como ejemplo de “buena gestión de la crisis” por capacidad de testeo (3,000 pruebas diarias), infraestructura sanitaria (49 laboratorios capaces de hacer diagnósticos) y celeridad para tomar medidas de distanciamiento social. Entre los casos más heterodoxos destacó Brasil, donde no hubo medidas de alcance nacional. Fueron los Estados los que iban poniendo en marcha cuarentenas (São Paulo desde el 24 de marzo y Rio de Janeiro desde finales del mismo mes, con cuarentenas parciales) mientras que el Gobierno federal minimizaba el alcance de la epidemia (calificó al Covid-19 con su ya famosa expresión de gripezinha) y se resistía a paralizar la economía. Las posturas negacionistas fueron mucho más marcadas en Nicaragua. El régimen del líder sandinista Daniel Ortega no sólo obvió la pandemia, sino que también siguió animando a la población a acudir a actos masivos.
El México de Andrés Manuel López Obrador pasó de resistirse a medidas de confinamiento a exhortar a la población a quedarse en casa
México fue un caso aparte: el presidente Andrés Manuel López Obrador no mantuvo una postura uniforme sino que fue evolucionando. Pasó de resistirse en marzo a tomar medidas de confinamiento y animar a “abrazarse, nada va a pasar” a posteriormente (abril y mayo) clausurar las actividades económicas no esenciales y exhortar a la población a quedarse en casa, aunque la cuarentena nunca fue obligatoria para no afectar a los millones de trabajadores informales. El Gobierno federal siempre fue a remolque: la primera medida integral y de verdadero alcance nacional fue la Jornada Nacional de Sana Distancia que se declaró el 30 de marzo, cuando los restantes países de América Latina se encontraban ya en pleno régimen de cuarentenas. Entonces se suspendieron todos los servicios no esenciales y se declaró la auto-cuarentena para los mayores de 60 años. Sin embargo, en momentos en que la llegada del pico estaba próxima seguía insistiendo en que estaba todo controlado y que el impacto iba a ser manejable.
Argentina era señalada internacionalmente como ejemplo en su lucha frente al Covid-19, lo mismo que Paraguay, Uruguay y Costa Rica, así como Chile con sus cuarentenas parciales. Mientras, los regímenes de Venezuela y Nicaragua, con cifras poco claras, escasos testeos y nula transparencia, también se presentaban a sí mismos ante el mundo como modelos exitosos. Junto a estas experiencias, había otros países que presentaban ya graves problemas, sobre todo Ecuador, donde el número de contagiados creció aceleradamente con las tasas de mortalidad más altas de la región. La situación era especialmente dramática en Guayaquil, convertida en el epicentro de la crisis: el 16 de abril había 8,225 personas contagiadas en todo el país, de las que 5,754 correspondían a la provincia de Guayas. Este aparente y precoz éxito tuvo un efecto directo sobre los diferentes mandatarios: la popularidad de Piñera, hundida desde las protestas de 2019, saltó del 5% al 20% mientras que el peruano Martín Vizcarra veía incrementarse el apoyo a su gestión hasta el 83% cuando en enero apenas superaba el 50%. De forma similar, la opinión pública mostraba su apoyo a dirigentes tan disímiles como Alberto Fernández en Argentina e Iván Duque en Colombia, quienes por sus medidas contundentes y su gestión parecían estar levantando un muro de contención frente al virus. A finales de abril la mayoría de los países estaban por debajo de los 7,000 casos, la misma cifra que tenía España el 14 de marzo cuando el Gobierno de Pedro Sánchez decretó el primer estado de alarma.
Más de la mitad de las muertes de la región en el Brasil de Jair Bolsonaro, que era en números absolutos el más afectado de la región
De todas formas, América Latina comenzó mayo con una situación heterogénea y diferente en cada país en relación a la extensión del Covid-19. El número total de infectados superó los 200,000 entre finales de abril e inicios de mayo. El total regional todavía era relativamente pequeño y equivalía al de algunas naciones europeas en solitario. Los datos mostraban que había tres grupos de países en cuanto a la incidencia del SARS-CoV-2: Un grupo con impacto bajo, que incluía a Uruguay y Paraguay y la mayoría de los países centroamericanos, destacando Costa Rica, con la mortalidad más baja de América Latina –el 0.83%– (México tenía un 9.5% y Argentina un 5%). Otro grupo de incidencia moderada. Entre otros, Argentina y Colombia, más Panamá y República Dominicana. Pese a que empezaba a detectarse un repunte en Chile, la idea generalizada era que se debía a su capacidad para detectar casos. Finalmente, hay un grupo de países con mayor número de contagios (Brasil, México, Ecuador y Perú). Más de la mitad de las muertes de la región las registraba Brasil, que era en números absolutos el más afectado de la región. Entonces ocupaba el décimo puesto mundial en casos confirmados. Esa sensación predominante de que el contagio estaba controlado –salvo excepciones– provocó que a comienzos de mayo la mayoría de los países se plantearan aligerar las restricciones y pensar posibles desescaladas. Era una urgente apertura económica impulsada por la presión social de los cuantiosos sectores informales que se habían quedado sin ingresos, sumados al reclamo de unos Estados con graves limitaciones fiscales.
Los ejemplos se fueron multiplicando. Paraguay puso en marcha un plan de cuarentena inteligente que contemplaba liberar determinados sectores laborales. Ecuador comenzó el 4 de mayo el paso de la fase de aislamiento a la de distanciamiento social. Bolivia pasó de una cuarentena rígida a una fase dinámica desde el 11 de mayo, Panamá a la reapertura gradual de algunos sectores de la economía y en Perú se establecieron cuatro fases de un mes de duración para la reactivación económica. En Argentina el gobierno de Alberto Fernández optó, desde el 11, por una mayor apertura en buena parte del país, con la excepción de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA) y la provincia de Buenos Aires. Desde la segunda mitad de mayo la región afronta dos crisis simultáneas y paralelas: la sanitaria y la económica. Se ha producido, a la vez, el pico de la pandemia y ha arrancado la recesión económica. En estas semanas, América Latina sobrepasó a EE UU y a Europa en número de nuevas infecciones diarias de Covid-19. La OMS (Organización Mundial de la Salud) confirmó que, de los nuevos casos de la infección, la mayor cifra diaria desde el inicio del brote se da en varios países latinoamericanos tras iniciarse en China (diciembre-enero) y pasar a Europa (febrero-abril). Alcanzó su etapa crítica con cifras récord de muertes y contagios en Brasil: el 19 de mayo ya era el tercer país con más casos en el mundo y superaba, por primera vez, la barrera de las 1,000 muertes diarias por coronavirus. La tendencia se fue agudizando y el 22 de mayo era el segundo país con más contagios tras superar a Rusia, con más de 330,000 casos y 20,000 muertes confirmadas. Además, había que sumar un alto número de contagios en Perú y un agudo aumento de los mismos en Chile. México superó el 21 de mayo a Canadá en el número de muertes por coronavirus y entró en la lista de los 10 países con más decesos.
Desde la segunda mitad de mayo, las cifras empezaron a mostrar que el pico de la pandemia estaba llegando y, salvo en Costa Rica, Paraguay y Uruguay, la desescalada proyectada podía ser precipitada, salvo para zonas muy concretas de cada país. De hecho, como aseguraba la OMS, la región se dirigía hacia el pico de contagios por lo que los países latinoamericanos debían “ser cautelosos” con la desescalada y advertía que la trasmisión “es aún muy alta” en EEUU, Canadá, Brasil, Ecuador, Perú, Chile y México. A finales de mayo (del 26 al 30) Brasil acumuló más de 1,000 muertos al día. Este fuerte crecimiento en el número de casos y muertes también se dio en Perú y Chile. En Santiago, la capital de este último, entre el 3 de marzo y el 15 de mayo se produjeron cerca de 30,000 contagios, pero a partir del 16 de mayo pasado y en sólo dos semanas la cantidad creció con otros 45,000 casos.
La realidad es que, pese a la urgencia para reactivar la economía, en la mayoría de los países las cifras no avalaban posibles desescaladas. Como afirmó el presidente del Conselho Nacional de Secretários Estaduais da Saúde (Conass) de Brasil, Alberto Beltrame, “es inoportuno hablar de flexibilización cuando vemos aumentar a cada día o número de muertos y de casos. Estamos subiendo aún la montaña de la epidemia”. Al final, más que desescalada se ha ido optando por prorrogar las cuarentenas o, como mucho, ir abriendo los países de forma paulatina y por zonas.
La escalada en los contagios a mediados de mayo fue un golpe a la ‘victoria’ de algunos Gobiernos, como el de Sebastián Piñera en Chile
En la segunda quincena de mayo, Brasil empezó a ser visto como no sólo como el país con más contagios y fallecidos sino también como epicentro de la pandemia y exportador de la misma a países limítrofes (Paraguay cerró los pasos fluviales con su vecino y en Uruguay preocupó el ascenso de contagios en el departamento fronterizo de Rivera). El país pagó las consecuencias de la postura errática de su presidente, que no logró mantener cohesionado al gabinete (perdió a dos ministros de Salud en medio de polémicas sobre cómo combatir el Covid-19). Bolsonaro se enredó en pugnas, estimuló movilizaciones masivas rompiendo el distanciamiento social y lanzó ataques contra otras instituciones mientras mantuvo una postura negacionista sobre la pandemia (se opuso a decretar cuarentenas estrictas para no paralizar la economía). Finalmente, fue incapaz de establecer una coordinación a escala nacional y cada uno de los 27 Estados ha diseñado sus propias medidas. Todo ello tuvo un alto coste político: la desaprobación a Bolsonaro alcanzó el 55% –frente a un 39% que continúa respaldándole– y aumentaron las especulaciones sobre un posible (y por el momento poco probable) impeachment.
La escalada en los contagios a mediados de mayo fue un golpe al “exitismo” que habían exhibido algunos gobiernos, como el de Piñera. En Chile se habían empezado a manejar conceptos como retorno seguro, nueva normalidad y meseta, que buscaban transmitir a la ciudadanía la idea de que se acercaba el momento al retorno al trabajo presencial, el regreso a las clases y la reapertura del comercio. Sin embargo, el número de contagiados se disparó un 45% entre el 15 y el 18 de mayo. Hasta la primera semana de mayo se registraban entre 350 y 500 nuevos contagios diarios, pero desde el 9 los balances superaban los 1,000 y 2,000 casos por día. Esto obligó al Ministerio de Salud a extender el confinamiento y anunciar un aumento de las medidas restrictivas para contener la propagación de la pandemia. Santiago, con 7 millones de habitantes, pasó de cuarentena parcial a completa. En mayo, la epidemia empezó a propagarse en zonas más pobladas y hacinadas: ocho de cada 10 infectados estaban en la Región Metropolitana.
El número de muertos por coronavirus en México subió un 51% entre principios y mediados de mayo y los infectados aumentaron por doquier
La situación fue preocupante también en Perú, el país que más medidas tomó y con mayor anticipación. En mayo se llegó a los 104,000 infectados y 3,000 muertos y ocupó el lugar 12 en el mundo en número de diagnósticos confirmados, por encima de China continental. También se aceleraron las cifras en Bolivia, que entre el 13 y el 17 de mayo pasó de 3,000 a los 4,000 confirmados, concentrando Santa Cruz más de la mitad de los casos. El número de muertos por coronavirus en México subió un 51% entre principios y mediados de mayo. En Argentina, cuyas medidas tempranas fueron vistas como modélicas, la posibilidad de abrir la economía a partir de mayo se hundió cuando en un solo día se alcanzaron 316 contagiados, con el 90% de los casos concentrados en el Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA). Si bien en 19 provincias no hubo casos de coronavirus y en 10 no existían desde hacía una semana, la Ciudad de Buenos Aires y la provincia del mismo nombre se sumergían en el pico de la pandemia (el 23 de mayo se superaron los 700 contagios). En Colombia, a fines de mayo se superó el millar de nuevos contagios diarios, hasta alcanzar más de 25,000, con la costa Atlántica (Cartagena, Barranquilla y Soledad) como epicentro de la pandemia.
Las alarmas también sonaron en Nicaragua y Venezuela. El régimen de Daniel Ortega había vivido de espaldas a la pandemia, negando su incidencia (en mayo sólo declaraba 16 casos). Finalmente, en la segunda quincena del mes, el Ministerio de Salud (Minsa) informó de un aumento exponencial de contagios, cuando en sólo una semana los casos positivos pasaron de 25 a 254 confirmados o probables. En medio de este deterioro siguió habiendo casos exitosos: Paraguay, con 740 infectados, lograba controlar el brote con dos meses de cuarentena estricta hasta el 3 de mayo, para luego pasar a una cuarentena inteligente, divididas en varias fases, con la apertura de ciertos sectores económicos bajo estrictas medidas. En la primera fase, que comenzó el 4 de mayo, se permitió la vuelta a la actividad de las fábricas. En Ecuador, Guayaquil, que afrontó entre marzo y abril uno de los peores brotes de coronavirus de la región, con el colapso del sistema de salud pública, en mayo se había estabilizado la curva de contagios y se había bajado el número de muertes.
Cuba combinó el cierre de fronteras desde el 2 de abril, sin una cuarentena obligatoria nacional, acumulando semanas sin muertos
Otro caso de éxito fue Cuba. Desde mediados de mayo consiguió acumular hasta siete días consecutivos sin muertos, mientras los contagios decrecían (entre seis y 13 casos diarios, lejos del promedio de 50 casos de abril y ningún muerto). La estrategia de las autoridades combinó el cierre de fronteras (desde el 2 de abril), la supresión del transporte público y la clausura de centros de ocio, así como el incremento de la acción policial en las calles para evitar violaciones de las disposiciones. Todo ello sin adoptar una cuarentena obligatoria de alcance nacional. Las cifras mostraban que la región, en su inmensa mayoría, estaba lejos de aplanar ni abatir la curva. Esto provocó un cambio de escenario y se pasó de hablar de meseta de contagios y reapertura gradual de las actividades productivas, a nuevas medidas de confinamiento y cuarentenas obligatorias. En Colombia, Iván Duque expidió el Decreto 636 para extender el aislamiento preventivo obligatorio desde el 11 hasta el 25 de mayo. En Perú, Martín Vizcarra reconoció que los esfuerzos no estaban dando los resultados esperados y prorrogó la cuarentena por quinta vez consecutiva. En, Ecuador, Lenín Moreno amplió el estado de excepción 30 días desde el 16 de mayo. México aplazó la desescalada prevista para el 13 de mayo al 1 de junio en minería, construcción y equipos de transporte (consideradas esenciales).
Los problemas estructurales de la región se convirtieron en los principales obstáculos que restaron eficacia a las políticas anticipatorias de prevención. La informalidad se alzó como el gran lastre que trabó las políticas estatales de combate a la pandemia. Por eso, la precariedad y la falta de recursos de amplios sectores sociales llevaron a incumplir el confinamiento y a incrementar el contacto social y, de ahí, al aumento de los contagios. El peso de la economía informal provocó un doble reto, complejo de resolver: las medidas de confinamiento, claves para contener la expansión, no eran seguidas por los sectores informales, porque no trabajar es sinónimo de no tener los ingresos diarios. Como señala Fernando Henrique Cardoso: “Cuando una persona vive en la periferia de São Paulo, en la miseria, en una favela, con mucha gente en casa, sin comodidades. Las personas tienen que salir a la calle… Por más que haya recomendaciones de la OMS para que los más pobres se queden en casa, es un castigo, porque es imposible”. Ejemplo paradigmático de cómo se retroalimentan la ausencia del Estado y la informalidad son las favelas de Río de Janeiro. No sólo sufren problemas de hacinamiento y falta de infraestructuras para combatir el virus (acceso al agua) sino que el vacío dejado por la administración y unas fuerzas de seguridad volcadas en combatir la pandemia ha sido ocupado por las bandas de narcotraficantes que han reforzado su control e impuesto su propio toque de queda nocturno en sus barriadas.
La Organización Mundial del Turismo (OMT) cree que en 2020 la caída de turistas en el mundo estará entre un 60% y un 80%
En Perú, las aglomeraciones de personas, el comercio informal, el abandono del aislamiento obligatorio, la congestión vehicular y el desorden en los mercados llevaron a Vizcarra, a mediados de mayo, a culpar del aumento de más de 30,000 contagios en 10 días a quienes continuaban saliendo a las calles, pese a las restricciones de movimiento decretadas. En Bolivia, el inicio de la cuarentena flexible estuvo marcado por la relajación en aquellas ciudades donde el riesgo de contagio era alto, pese a que debían mantener al menos por otros siete días medidas rígidas como las restricciones para circular a pie o en vehículos. Marcos Rojas, médico y ex director de un hospital en Beni, declaró que “la gente no colabora. Los vecinos salen a las calles todos los días, van a los mercados donde –pienso– están los principales focos de infección”. En Chile las cuarentenas selectivas no fueron seguidas por los sectores más vulnerables de las comunas más pobres, transformadas en los lugares con más contagios como las favelas en Brasil. En ellas es difícil el distanciamiento social y se convirtieron en el epicentro regional de la pandemia. Su alta densidad, con varias personas compartiendo una misma vivienda, dificulta tanto la distancia social como el aislamiento de los contagiados. En CABA unas 230,000 personas viven en villas de emergencia, barrios vulnerables con grandes carencias de infraestructura. Sin capacidad de ahorro ni infraestructuras, tras semanas sin ingresos han acabado rompiendo el aislamiento ante el espectro del hambre. El resultado: el 22 de mayo de los 718 nuevos casos, 670 (el 93%) correspondían a CABA y a la provincia de Buenos Aires. Mientras América Latina se adentra en el pico de contagios, paralelamente se acentúa la crisis económica, que llega por varios frentes simultáneos. En el sanitario, en un mes la región ha pasado de 108,000 infectados y 5,300 muertos a rondar los 800,000 contagiados y más de 30,000 muertos. En lo relativo a las remesas, durante marzo y abril los envíos a América Latina y el Caribe se redujeron un 18%, una caída muy cercana al 19.3% anticipado por el Banco Mundial. Para una región que en 2019 recibió más de 103,000 millones de dólares, una caída del 20% de las remesas equivaldría a una pérdida de 20,000 millones.
Por el lado de las materias primas, el Banco Mundial anticipa que la reducción de su precio durante 2020 será “la mayor de la historia reciente”. La caída de la demanda y el aumento de los inventarios han ocasionado un abrupto descenso en el precio de las commodities, en especial el petróleo, que ha llegado a perder el 70% de su valor. La soja ha caído un 13% y el cobre un 20%. Excluyendo a México, el 70% de las exportaciones de América Latina son bienes primarios, destacando los casos de Ecuador, Perú y Chile. Para el turismo, la Organización Mundial del Turismo (OMT) cree que en 2020 la caída de turistas en el mundo estará entre un 60% y un 80%. Esto aboca a uno de los sectores más afectados por la pandemia a una crisis sin precedentes. Según la OMT, el sector dejará de percibir este año entre 300,000 millones de dólares y 435,000 millones respecto a 2019. Las economías de República Dominicana, Cuba, Panamá y México dependen, en mayor o menor medida, de los ingresos del turismo, que también se verán mermados.
El resultado es que la economía de América Latina en 2020 experimentará la peor caída desde la Gran Depresión de 1930
Para el comercio internacional, la UNCTAD prevé que el valor de los intercambios globales podría desplomarse un 27% en el segundo trimestre de 2020 en relación con el primer trimestre. Por su parte, la medición para el primer semestre del Barómetro del Comercio Mundial, que elabora la Organización Mundial de Comercio (OMC), cayó 87.6 puntos, lo que equivale a un rango de contracción de entre el 13% y el 30% para el presente ejercicio. Desde la perspectiva de las inversiones extranjeras y del capital, la onda expansiva del Covid-19 provocó una salida de capitales de más de 16,000 millones de dólares sólo en Brasil, México, Chile y Colombia. Desde marzo a abril hubo una fuerte salida de capitales equivalente al 4% del PIB que, si bien ha remitido, podría tener nuevos picos. La vulnerabilidad de la región por su dependencia a los precios de las commodities, del ingreso de remesas, del turismo y de la financiación externa provoca que la economía latinoamericana se vea expuesta a situaciones de crisis como las presentes. El resultado es que la economía de América Latina en 2020 experimentará la peor caída desde la Gran Depresión de 1930. Las cifras oscilan entre un -5% (-5.2% según el FMI y la CEPAL y -5.5% según el BID) a un 7%-8% (Goldman Sachs rebajó el panorama económico a un 7.6%). Esta abrupta caída podría ser seguida de una recuperación más lenta de lo previsto: no en forma de “V” sino un repunte más largo en forma de “U”, o lo que se ha venido en llamar el símbolo de Nike. La recuperación se podría concretar a mediados de 2021, gracias a una serie de puntos fuertes que posee la región. Como apunta Germán Ríos, América Latina tiene “una población relativamente joven, [está] menos conectada internacionalmente que la UE y EEUU, [ha] tomado medidas de contención relativamente rápidas y estrictas, [ha] aprendido como gestionar choques económicos externos y sanitarios a lo largo de las últimas décadas, [ha tomado] medidas para proteger a familias y pymes utilizando los programas sociales ya existentes, y la recuperación de China, que impulsará la demanda de materias primas y sus precios, hacen prever una recuperación económica relativamente más acelerada en América Latina que en otras partes del mundo”.
¿Qué son los Commodities? Este tipo de bienes son de tipo genéricos, es decir, no se tienen una diferenciación entre sí. Normalmente cuando se habla de commodities, se habla de materias primas o bienes primarios, destacando por ejemplo el trigo, que se siembra en cualquier parte del mundo y que tendrá el mismo precio y la misma calidad. Una de las características principales de un mercado de commodities es que los márgenes de ganancias son más exiguos o escasos. Asimismo, no sólo estamos hablando de materias primas o bienes primarios. Sucede que, cuando determinada industria evoluciona de modo tal que muchos proveedores pueden realizar algo que antes era realizado por una compañía, se habla de “commoditización” de un producto o industria, como por ejemplo la industria farmacéutica donde se puede acceder a la droga genérica de un modo más barato. Así puede tomarse como el significado que suele entenderse como bienes de consumo son las materias primas a granel, una serie de productos en el que su valor proviene del derecho del propietario a poder comerciarlos, no así por el derecho a usarlos. El trigo es uno de los bienes de consumo al basarse en una calidad mínima estándar, no existe la sustancial diferencia entre un trigo que se produce en una granja u otra granja. También sirven de ejemplos bienes como la electricidad o el petróleo o algún otro; para dicho caso aunque puede incluirse a los productos semielaborados, estos son de suma utilidad para llevar adelante toda una serie de procesos industriales que suelen ser más complejos. Tomamos dos países de ejemplos uno de ellos es Chile cuyos bienes de consumo que más exporta son el cobre y la celulosa. El otro ejemplo la exportación de Argentina, que principalmente dentro de su amplia cartera de exportación se destaca por la soja y la carne vacuna. Por lo que dichos productos de consumo no se diferencian por su marca, debido a que la mayoría de los productos no le llegan a generar un valor extra o valor agregado al cliente. Durante la última década ha venido creciendo las bolsas de materias primas a nivel mundial, lo que trajo aparejado nuevos conceptos sobre el término “mercancía”.
Brasil, Perú, Chile y México, se sitúan en junio de 2020 como los que marcan el mayor número de contagios y muertos del mundo
Carlos Malamud, investigador principal, del Real Instituto Elcano de Madrid, España, y Rogelio Núñez, también investigador del think tank español y profesor colaborador del IELAT, Universidad de Alcalá de Henares recalcan que los problemas estructurales (pobreza y desigualdad), sociales (alta informalidad), sanitarios y económicos (escaso margen fiscal), explican por qué América Latina, y en especial países como Brasil, Perú, Chile y México, se sitúan en estos momentos (junio de 2020) como los que marcan el mayor número de contagios y muertos del mundo. Con más de 800,000 casos confirmados la región además acumula más del 40% del total de contagios a nivel global. Un think tank (cuya traducción literal del inglés es ‘tanque de pensamiento’, laboratorio de ideas, instituto de investigación, gabinete estratégico, centro de pensamiento o centro de reflexión es una institución o grupo de expertos de naturaleza investigadora, cuya función es la reflexión intelectual sobre asuntos de política social, estrategia política, economía, militar, tecnología o cultura. Pueden estar vinculados o no a partidos políticos, grupos de presión o lobbies, pero se caracterizan por tener algún tipo de orientación ideológica marcada de forma más o menos evidente ante la opinión pública. De ellos resultan consejos o directrices que posteriormente los partidos políticos u otras organizaciones pueden o no utilizar para su actuación en sus propios ámbitos. A los factores anteriores habría que agregar, en algunos países de la región, una elevada indisciplina social a la hora de atender la solicitud o la orden de quedarse en casa. Imágenes de tumultos y aglomeraciones en las calles, plazas o mercados de la ciudad o colas frente a los bancos para cobrar subsidios, ayudas o pensiones, se repiten por doquier. Es evidente que la pobreza y la necesidad de salir a buscar el sustento ayudan a entender más esa sensación de un cierto jolgorio imperante por doquier.
América Latina intentó aprovechar el factor tiempo y el ejemplo europeo para tomar medidas preventivas con mucha anticipación. Esto retrasó la aceleración de la curva de contagios en marzo-abril, pero no impidió su propagación posterior, salvo en Paraguay, Uruguay, Costa Rica y Cuba. Lo que sí parece cierto, al menos hasta ahora, es que la mayoría de los países –más allá de cierta subnotificación de cifras por la falta de testeos y de las excepciones señaladas– había logrado eludir las altísimas tasas de contagios y muertes que se veían en otros lados. Sin embargo, los principales países latinoamericanos se enfrentan a junio con fuertes tensiones para sus débiles sistemas de salud, ya que existe peligro de colapso sanitario en Perú (Lima), México (Ciudad de México) y Bolivia (en la ciudad de Trinidad en el Beni). Estas tensiones sanitarias, que otros países están lejos de tener como Colombia, se unen a las económicas, producto del parón productivo y de consumo, y pueden devenir en tensiones políticas, como muestran las protestas ocurridas en Chile y Bolivia. Esos problemas de gobernabilidad pueden verse acrecentados por el deterioro social que sucederá a la fuerte contracción económica: la CEPAL calcula que cerca de 12 millones de personas se sumarán al desempleo en 2020, el número de pobres pasará de 118 millones a 126 millones entre 2019 y 2020 y los de pobreza extrema de 67 millones a 88 millones. La clase media emergente sería la más afectada ya que casi 50 millones caerían bien en la pobreza o quedarían en una situación de extrema vulnerabilidad. Si bien esta crisis ha vuelto a poner en evidencia la falta de capacidad de los países de la región para coordinar sus políticas ante cualquier crisis, la pandemia ha hecho que las respuestas hayan sido similares y coincidentes en el tiempo. Los mecanismos de integración no han jugado un papel relevante en esta coyuntura, pero, al final, casi todos los países trataron de anticiparse a la llegada del virus en marzo imponiendo medidas de alejamiento social, cuarentenas o toques de queda. En mayo todos pensaron en comenzar a desescalar (desde Chile a México pasando por Colombia) abriendo la economía, algo que sólo algunos han podido implementar de forma total (Paraguay) o parcial (Argentina). Finalmente, la mayoría afronta desde la segunda mitad de mayo el pico de contagios que continuará a lo largo de junio y que, en América del Sur, podría prolongarse hasta julio-agosto, coincidiendo con el invierno austral.
‘Falsos profetas en tiempos de coronavirus’ para no dormir: esotéricos, neonacionalistas, antivacunas y dogmáticos de la conspiración
“En estos tiempos de pandemia, el miedo se nos ha deslizado a todos bajo la piel. Miedo a enfermar, a perder a un ser querido, a morir solo o tener que dejar solo a alguien, a perder el trabajo, a la ruina financiera, al aislamiento social, a la soledad y no menos miedo a que las propias fuerzas no basten para superar la crisis. Todos estos temores tienen un motivo. Todos retienen como parámetro de referencia algo que nos es común: la realidad. Se remiten a la realidad objetiva de una pandemia que todo lo abarca. El fundamento de todos ellos es lo que se puede conocer (como siempre, de manera fragmentaria) sobre el virus y la manera en que asola regiones enteras. Toman nota de los informes de las unidades de cuidados intensivos de Madrid o Manaos, Nueva Orleans o Nueva Delhi. También de las cifras de desempleados, de las quiebras, del descenso de las ventas, de los pronósticos de recesión. Todos se pueden cuestionar: reaccionan a lo que vamos aprendiendo, a los conocimientos que se consideran seguros y a los errores que se dan por probados. A veces, la información adicional contribuye a reforzar un temor; otras, a disiparlo…”. Carolin Emcke es periodista, escritora y filósofa, autora del ensayo ‘Contra el odio’ (Taurus). ‘Falsos profetas en tiempos de coronavirus’, es el título de un interesante artículo de opinión de esta intelectual alemana.
“Sin embargo, no hay nada que me asuste más que la entrada en escena de aquellos que lo único que pretenden es hacer pasar por miedo el desvarío, a quienes ya nada importa lo común, que no reconocen otro parámetro de referencia que su propia fantasía, que no explican su rabia, sino que solo quieren exteriorizarla, siempre en vertical, contra “los de arriba”, contra la supuesta “dictadura”, contra “los medios de comunicación”, contra “Bill Gates”, contra no sé qué conspiración que hay que combatir. El miedo que alegan estos movimientos no reacciona a la información, no admite preguntas, no acepta la realidad como corrección. Es un miedo cuya única finalidad es servir de coartada, de escudo retórico detrás del cual la agresión sin escrúpulos y el resentimiento desenfrenado campan a sus anchas. Nada infunde más miedo que la repetición del mismo espectáculo, la misma sinergia de brutalidad y autocompasión que comparten los movimientos neonacionalistas de todo el mundo; ese odio incorregible, diferente solo porque ahora sus signos son otros, y su construcción, parcialmente distinta. Nada aterra tanto como quienes protestan en tiempos de pandemia empeñados en verse a sí mismos como víctimas, defraudados por una verdad cuyas condiciones no les interesan lo más mínimo, privados de la libertad que no reconocen cuando se les concede, sintiendo cercenados unos derechos que quieren negar a los demás. Forman un conjunto tan diverso como confuso de esotéricos, neonacionalistas radicales, antivacunas y dogmáticos de la conspiración. El aglutinante que une a ideólogos de la extrema derecha más radical, matones violentos e incautos con ideas confusas está formado por toda clase de bolas de pinball mentales que con cada tema rebotan de una convicción a otra, presas de terrible excitación, siempre escandalizadas, siempre inestables, siempre sabelotodo, capaces de percibirse a sí mismas únicamente en esta autodramatización”..
Theodor Adorno mantiene aún vigente sus ‘Aspectos del nuevo radicalismo de derechas’ en las protestas ante la crisis pandémica
“La característica de estos movimientos es más bien una extraordinaria perfección de los medios, ante todo propagandísticos”, escribía Theodor Adorno en su aún vigente ‘Aspectos del nuevo radicalismo de derechas’, “combinada con la ceguera, con el carácter abstruso de los fines perseguidos con ellos”. Las mismas consideraciones son aplicables a los nuevos movimientos de protesta que instrumentalizan las crisis de la Covid-19 para sus abstrusos fines. Son una minoría, se podría objetar. No representan ningún peligro. Se pueden considerar marginales, no representativos. Pero lo que de verdad me asusta es que el retorno de la idea de que no son más que personas críticas inofensivas o “ciudadanos preocupados” que una democracia debería tolerar, permita que sean revalorizados por los medios de comunicación y recompensados en su desvarío. Lo que de verdad me da miedo es que vuelva la pretensión de que no es posible distinguir entre afirmaciones factuales verdaderas y falsas, entre suposiciones verosímiles y disparatadas. Lo que me aterroriza realmente es que se les vuelva a llevar al ruedo de la tertulia con el pretexto de acorralarlos, como si no se hubiese criado así al monstruo populista, para luego, un par de años y excesos de violencia más tarde, caer con sorpresa en que no era tan dulce y burgués. La radicalidad identificable desde el primer momento en la ideología y la organización se reinterpreta luego como un proceso de radicalización imprevisible. Lo contrario significaría que ese gesto de “no debemos excluir a nadie” fue un error, que nos hemos convertido en cómplices de las ambiciones de normalización de la extrema derecha.
Lo que temo de verdad es que no se haya podido aprender nada, que todo se repita, que la mayoría tolerante, democrática y solidaria sea desplazada y ridiculizada porque no es lo bastante estridente ni lo bastante exótica; que la mayoría democrática de la sociedad vuelva a quedar infrarrepresentada porque la razón no genera ninguna estética alucinante; porque el civismo se considere un atributo pequeñoburgués con ínfimos índices de audiencia; porque el escepticismo ilustrado o el miedo social real sean tenidos menos en cuenta que la chusma política alcoholizada, la ruptura de tabúes revisionista o los cuchicheos conspiranoicos de la Covid-19. Hay un análisis de la fuerza manipuladora de los agitadores totalitarios que viene asombrosamente a propósito. Se trata del ensayo Falsos profetas de Leo Löwenthal, en el que el autor disecciona el patrón argumentativo fascista en los Estados Unidos de 1948.
Los agitadores totalitarios y sus ‘caravanas de coches’ no se interesan lo más mínimo por los temores fundados y las necesidades de las personas
Löwenthal lo define como “el intento de reforzar la desorientación reinante entre su audiencia desdibujando las demarcaciones racionales y proponiendo en su lugar acciones espontáneas”. Los falsos profetas no tienen interés en nombrar y hasta remediar las causas objetivas del descontento o el desamparo social. Lo único que les importa es inflamar los complejos emocionales susceptibles de apropiación, profundización y canalización. Quizá lo más repugnante de los profetas del presente sea que no se interesan lo más mínimo por los temores fundados y las necesidades de las personas en plena crisis de la pandemia. En realidad, no se interesan ni siquiera por los complejos elementos y las causas de la plaga mientras esta les sirva de vehículo narrativo para su visión violenta del “Día X”. Ayer y hoy, los agitadores aparecen en sus relatos poseídos por el cataclismo que supuestamente se avecina. El tema no es nunca una simple aflicción que no se puede cargar a nadie, una tragedia cualquiera de la que nadie puede ser culpado, un embrollo sin remedio o una calamidad. Los falsos profetas necesitan un enemigo, el causante último de todas las miserias de la sociedad, una especie de motor inmóvil al que se pueda responsabilizar de todo, tanto si existe como si no, tanto si es real como imaginario. Un adversario que, además, tiene que ser despiadado y falaz, poderoso, pero, al mismo tiempo, superable.
“El postulado del agitador se fundamenta en su actitud ambivalente ante los supuestos atributos del enemigo. La acumulación de atrocidades sin restricción da a entender al adepto que, en una situación de crisis, no tendrá que imponerse más restricciones a sí mismo que al enemigo”. Esto es lo que, en el fondo, interesa a los falsos profetas: inventar una historia sobre una catástrofe inminente en la que cada acto de violencia se pueda justificar como defensa propia y cada violación de la ley, como defensa de las libertades individuales. No es fácil “desenmascarar” a estos agitadores, ponerlos en evidencia mediante el “cuestionamiento crítico”, principalmente porque las visiones del mundo que proponen son totalmente cerradas y míticas, y los canales a través de los cuales difunden sus fantasías semirreligiosas sin disrupciones “externas” son totalmente propios. Pero en ese caso, si tienen su propio público incestuoso en YouTube o Telegram, si cuentan con actores extranjeros que alimentan sistemáticamente los mitos de la conspiración en torno al coronavirus, si los blogs de extrema derecha conectan la desinformación sobre la pandemia de la Covid-19 con el resentimiento antidemocrático, racista, homófobo y tránsfobo, ¿por qué hay que concederles una atención adicional ingenuamente cómplice? En este sentido, este texto no hace sino contradecirse a sí mismo. Escribir sobre un fenómeno social para que pierda visibilidad es grotescamente contraproducente, pero si no queremos repetir los viejos errores de normalizar y legitimar posiciones autoritarias, racistas y nacionalistas, necesitamos un análisis del miedo que se sitúe más allá del desvarío, la conjuración y la paranoia nacionalista.
Es una crisis tan real, tan amplia, tan profunda, que no hay tiempo que perder con quienes la niegan. No tenemos ese tiempo
Lo merecen quienes desde hace semanas cumplen las reglas; quienes luchan contra las restricciones porque les parecen demasiado amplias, demasiado poco atentas a los derechos fundamentales; quienes ven cada día cómo menguan sus ingresos y sus medios de subsistencia; quienes se abstienen del contacto social, aunque les resulte amargamente difícil. Lo merecen quienes están de luto porque han perdido un ser querido a causa de la Covid-19, quienes a pesar de todo aguantan las cargas y basan su escepticismo y sus críticas en razones, y también quienes se preocupan por sus hijos y sus nietos, por sus padres y sus abuelos, y quienes echan de menos a su familia de amigos. Lo merecen quienes durante estas semanas han dado hasta sus últimas fuerzas por los demás en los hospitales, los organismos sanitarios, las Redacciones (si es que todavía trabajaban en ellas, y no en casa), las obras, la agricultura, los centros de enseñanza, y también en el Parlamento, los ministerios, las ciudades y las comunidades. Lo merecen todos aquellos que luchan contra la pandemia y sus consecuencias sociales, psíquicas y económicas, pero que no la instrumentalizan para sus mezquinas fantasías de violencia.
La crisis de la pandemia es enormemente compleja; interfiere a muchos niveles en nuestras certezas y nuestros hábitos epistémicos, sociales y culturales; pone de manifiesto todas las debilidades de nuestro sistema de vida; nos obliga a confesar todos los abusos ecológicos y económicos, a no seguir tolerando por comodidad la explotación de los seres humanos y la naturaleza como mero material de trabajo o simples recursos; pone en evidencia todas las promesas incumplidas de igualdad, ya sea de género, clase o procedencia. Es una crisis tan real, tan amplia, tan profunda, que no hay tiempo que perder con quienes la niegan. No tenemos ese tiempo.
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