
Signos
Ninguna otra versión mejor que la de Blancornelas, “De Lomas Taurinas a Los Pinos”, cabe en la historia real del asesinato de Luis Donaldo Colosio.
No hay investigación más acabada y documentada que la suya; no que se conozca de manera pública. Y, de hecho, las indagatorias ministeriales sobre el caso y los presuntos -y falsos- implicados con Aburto debieron partir, en importante medida, de sus fuentes, sus observaciones y su conocimiento de la escena del crimen: de su ámbito lugareño e idiosincrático, y de su ambiente político.
Vicente Mayoral Valenzuela y Mario Aburto (el Viejo, llamaba Aburto a Mayoral en la conversación con Blancornelas) le describieron de manera pormenorizada al periodista el contexto de los dos disparos que antes de escribir el libro él contó en su entonces semanario “Zeta”, de Tijuana.
Ellos, protagonistas esenciales, no se conocían; nunca se habían visto antes del magnicidio. Y le dibujaron, en el penal de Almoloya y como el primer reportero al que le fue permitido entrevistarlos apenas ser llevados hasta ahí, una escena coincidente en todos sus detalles y sobre la que el entrevistador hizo constar que no tuvieron posibilidad ninguna de acordar nada sobre sus dichos; una narrativa, como un relato convergente y a dos voces, sobre el momento del atentado. Ambos, pues, a su tiempo, a su modo y por separado, le hicieron saber exactamente lo mismo: que cuando Aburto hizo el primer disparo, a la cabeza, el viejo, Mayoral -que estaba haciendo valla entre los cuidadores de Colosio contratados por el PRI- cayó encima suyo de inmediato para arrebatarle el arma -contaron ambos- y en la caída se hizo el segundo disparo con el vetusto revólver de Aburto y cuya bala -de las únicas tres que había en el cilindro y tan antiguas como el arma misma- alcanzó el abdomen del candidato ocasionándole, ahora, una herida menor.
De modo que pueden inventarse todos los mitos, en el país de las mil y una conspiraciones y de todos los eruditos especulativos que las dan por absolutas, con sabiduría deductiva y la mayor simpleza, por compleja que pueda ser la trama, según ellos y sus pruebas irrefutables. Pero Jesús Blancornelas nunca tuvo padrinos políticos, bien se sabe. Y su verdad está mejor fundamentada que cualquiera de todas las que han aparecido.
Hasta su muerte, el periodista, conocedor de la tragedia mejor que nadie, sostuvo siempre lo mismo. Y del mismo modo hizo saber cómo Jorge Hank Rhon -y se lo restregó en la cara más de una vez al mismísimo e influyentísimo ‘Profe’ Carlos Hank González, el narcopadre del empresario de los hipódromos y las apuestas- mandó matar a quien fuera su socio, el de Blancornelas, en Zeta, Héctor Félix Miranda, el Gato Félix, para silenciar con su muerte la posibilidad de que revelara los turbios y comprometedores secretos que le conocía.
No hubo ningún segundo tirador ni un tercer disparo, a decir de la tesis del fundador de Zeta. Tampoco hay otras mejor sustentadas, y mucho menos documentadas y probadas, que la contradigan. Esa conspiración contra la verdad más testimoniada y objetiva, o la del improbable segundo tirador, se vuelve a querer capitalizar, de nueva cuenta, ahora.
Colosio murió de la bala en la cabeza que le disparó Mario Aburto, como también se lo contara a Blancornelas el médico veterinario aquel, a quien alguna vez se señalara como líder de la presunta secta de locos tijuanenses llamada Los Caballeros Águila (que pedían, decíase, la anexión de México a Estados Unidos) y al que siguiendo las investigaciones de Blancornelas también entrevistó la entonces Procuraduría General de la República, de Diego Valadés, y quien les dijera, al periodista y a los agentes de la PGR enviados desde la Ciudad de México a hacer las investigaciones, que Aburto, a quien conocía de sobra, no pensaba matar a Colosio, sino a cualquier personaje de su nivel que le diera celebridad a su causa idiota de ‘caballero águila’ y al que tuviera la facilidad de asesinar.
De modo que la bala que pudo ser para cualquier otro le tocó a Colosio, dijo, con entera seguridad en aquellas indagatorias realizadas por el periodista y que orientaron las de la autoridad ministerial.
Fue el azar, de la mano de la locura y de las imprevisiones y negaciones y empecinamientos de Luis Donaldo contra su propia seguridad, pensaría, por ejemplo, el general Domiro García Reyes, subjefe que era del Estado Mayor Presidencial y responsable de la seguridad del entonces candidato, que registró en sus diarios de aquella gira proselitista todos los incidentes y percances ocurridos en ella y que al cabo se divulgarían.
La fatalidad de Tijuana pudo ocurrir en Guadalajara o en Oaxaca, por ejemplo, porque Luis Donaldo era enemigo de los protocolos diseñados por los militares para cuidarlo, y su manera de evadirlos y mantener lo más lejos posible a los custodios de la escolta y a los civiles contratados en cada lugar (porque decía que causaban mala imagen a una causa partidista ya de sobra desprestigiada e impopular) ocasionaba confrontaciones constantes con el equipo del Estado Mayor y desórdenes y caos que García Reyes hizo constar en sus registros de aquella gira fatídica (‘sienten prestigios, no desprestigios’, tronó cuando vio en el presidium de un acto en Coahuila al exGobernador, Óscar Flores Tapia), la que si bien fue interrumpida para siempre en Lomas Taurinas bien hubiese podido terminar desde antes porque menudeaban las anomalías, como durante una congregación popular en la capital jalisciense cuando una mujer se acercó de manera tan brusca al personaje que le causó una herida en el rostro con sus largas uñas; o en Oaxaca, donde Colosio tomó desprevenidos a los guardias y se puso al volante del vehículo en que lo transportaban, rumbo a la Casa de Gobierno, y en un crucero lo emparejó un motociclista que a menos de dos metros de distancia en lugar de decirle lo que pensaba bien hubiera podido, y con más facilidad que la que tuvo Aburto, meterle una bala en la cabeza y fugarse del lugar en su motocicleta.
Forzar todo tipo de nuevas ‘verdades históricas’ e invocar un pasado a la medida de la propaganda necesaria para mejorar una imagen que se descalabra y justificar las incompetencias justicieras del régimen del ‘pueblo’ que ahora se representa, es mezquino, por decir lo menos.
Lo mismo ha sido Ayotzinapa que Lomas Taurinas. Los mismos lodos de la politiquería.
No se trata de esclarecer y de construir y legar verdades educativas y ejemplarizantes, sino de empantanar más aún los grandes acontecimientos fatales, cada vez más enturbiados en la lejanía del tiempo y en el manoseo de las versiones testimoniales y las nociones hipotéticas y las retorcidas circunstancias alternativas convenientes a los oportunistas del oficialismo de ocasión. Se trata de usar y politizar las traumáticas confusiones y sus conjeturas, cada vez más revueltas y oscurecidas, para instrumentalizar sus saldos en favor de la verdad más conveniente del poder.
Y entre el fétido matorral de tergiversaciones, confabulaciones y malversaciones quedan dos verdades irrevocables.
Una. Si hubo o no una autoría intelectual es asunto de quien quiera creerlo y cuente el cuento desde sus entendederas, porque evidencias únicas no existen en los hechos. Pero con o sin la autoría de una trama y de ese pretendido crimen de Estado que seduce a tantos, el caso es que Aburto se encargó solo de Colosio sin tener que requerir de un segundo tirador.
Y, dos. El renovado interés investigativo no es para honrar la verdad y la justicia. Es propaganda en favor de una justicia que bien se sabe que es lo que menos importa, y cuya intención política es tan coyuntural como tan repudiable. Se trata de sacar partido del basurero de interpretaciones a modo acumulado en años y generaciones de darle vueltas a la misma historia. E igual que la del asesinato del Cardenal Posadas, las verdades históricas de Ayotzinapa y Lomas Taurinas son de la medida de quien se pueda servir de ellas.
SM