Signos
Por Salvador Montenegro
Hay cosas que son más claras que el agua y sólo no se pueden ver si se opta por el prejuicio y la rabia militante, o por el puro y simple derecho personal a odiar, censurar y descalificar.
Pero nunca el peso había estado tan fuerte en medio siglo. Nunca se había pagado la deuda externa acumulada por la corrupción política sin pesos devaluados por la corrupción política (para financiar a los inversionistas beneficiarios de los bancos y las empresas estratégicas del Estado privatizadas y entregadas a ellos con el cobijo adicional de un fisco blando, corrompido y a su merced, que cerraba el círculo, en cifras globales astronómicas, del endeudamiento público, el empobrecimiento social y el enriquecimiento privado).
Los cien mil millones de dólares del Fobaproa de Ernesto Zedillo (o cuentas por pagar de todos los contribuyentes mexicanos suscritas en su nombre por un Presidente elegido a dedo por su antecesor) sirvieron para fondear la quiebra de los bancos entregados por Carlos Salinas (el Presidente antecesor) a un grupo de sus empresarios favoritos o prestanombres suyos que saquearon y se jugaron en las bolsas de valores (o casinos financieros) los activos de sus ahorradores.
Salinas le legó a Zedillo eso: “una economía prendida con alfileres”, según dijo el heredero acusando a su hacedor de la herencia que recibió sin remilgo ninguno en su momento, y por lo que más tardó en denunciarlo que en recibir la réplica de su acusado: “pues no le hubiera quitado los alfileres”, dijo muerto de risa. (Una desalfilerización que en una sola noche costó la fuga de cinco mil millones de dólares de fondos golondrinos avisados del cambio inminente de la paridad conocido como el ‘error de diciembre’ y que terminaría arrasando, en un par de desesperantes jornadas de los especuladores, con todas las reservas del Banxico.)
De modo que además de saquear los bancos y las empresas estratégicas del Estado entregándoselas al sector privado, el Estado debió pagar por las quiebras empresariales contratando deuda en dólares, devaluando la moneda nacional, y pagando la deuda externa consecuente y derivada a un costo tan desorbitado como el incremento de la misma según las disparidades progresivas entre un peso desmoronado y un dólar, por tanto, inalcanzable y ahora pagadero a mil veces su valor.
Entre las nacionalizaciones del populismo prehistórico y el remedio emergente de las privatizaciones del neoloberalismo moderno y globalizador, el endeudamiento y la devaluación fincaron la piltrafa del Estado mexicano, con todas las insultantes instituciones electorales y anticorrupción que lo han legitimado como transparente y democrático.
Un leproso cadavérico ennoblecido por la bisutería de la ficción constitucional.
Ahogado por las miserias morales de sus liderazgos políticos, el Estado mexicano se transformaba en uno de los más ejemplares y representativos de la ahora diversa y pluralista voluntad general, gracias a las reformas institucionales promulgadas por esos mismos liderazgos políticos, los que creaban, a su imagen y semejanza, los sistemas para la rendición de cuentas y la limpieza en los procesos de elección más costosos del mundo entero.
Para financiar dichos sistemas autónomos masivos y las deudas acumuladas por el Estado mexicano no sirvió de nada el casi medio millón de millones de dólares de los ingresos petroleros excedentes de la época de los más de cien dólares por barril de crudo.
Y no sirvieron de nada esas montañas jamás vistas ni imaginadas de petrodólares porque la administración pública salía muy cara (si además de las numerosas burocracias orgánicas federales y estatales había que sostener ahora a las ‘ciudadanizadas’ que las vigilaban), porque las contribuciones fiscales del empresariado eran muy pobres y muy discrecionales y arbitrarias, porque a pesar de todo había que ayudar al sector privado receptor de las empresas públicas con recursos del erario, porque había que comprar gasolinas y derivados del petróleo muy costosos en el extranjero (una vez optado por eso que por producirlos en las refinerías del Estado), y porque casi todos los nuevos ganadores de los comicios en las entidades federativas eran también financiados ilegalmente con ese mismo erario y -del mismo modo, o aún peor que el de sus predecesores, que los dejaban en su lugar en el nombre de la voluntad del pueblo y con la prestigiosa anuencia de los nuevos sistemas democráticos- no más que para seguir esquilmando, endeudando y arruinando el destino de las demarcaciones políticas bajo su cargo.
Así que no había manera ninguna de que fluyera un peso fuerte, ni mucho menos de que una economía del despilfarro -y bien apuntalada y defendida por ejércitos burocráticos gubernamentales y autónomos, y con élites ejecutivas pagadas como las de los países más ricos del mundo- fuera capaz de disponer de recursos para fomentar programas de bienestar social destinados a las grandes mayorías condenadas antes a la exclusión y la miseria.
Los inmorales dueños del poder político estaban consagrados a incrementar el beneficio económico de sus grupos oligárquicos desde el uso despiadado de los recursos fiscales y los patrimonios estatales, al amparo de sus más sabias y siniestras creaciones: las normas y las instituciones electorales y de transparencia.
Y, bueno: hoy día hay una moneda fuerte en México, como las más fuertes del mundo frente al dólar, porque no hay un mandato republicano cómplice de la especulación financiera, del atraco fiscal y de la chusma inversora alcahueteada por la codicia política defensora de la simulación democrática constitucionalizada, y eso alienta a los capitales más consolidados y menos propensos a la rentabilidad inmediatista cifrada en el contubernio y la negociación mercenaria, fáctica y eventual, como la que propició los cataclismos del ‘error de diciembre’ y el Fobaproa.
La volatilidad ha sido el signo de la economía mexicana en casi cinco décadas de quiebras, devaluaciones, insolvencias fiscales, inversión pública omisa o fallida, e infraestructura social y servicios públicos esenciales -como los de la salud- abandonados o destruidos con descarados fines de enajenación y de envilecimiento del interés público.
Los expresidentes Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña han cometido algunos de los peores actos de devastación nacional que en un país civilizado serían objeto de condenas mayores, políticas y jurisdiccionales, y no sólo ciudadanas. Y lo menos que deberían hacer es cerrar la boca sobre lo que se hace ahora, cuando la economía social respira (y la inflación mundial inevitable se resiste con medidas estatales que priorizan el ingreso familiar), cuando se ahorran fondos para el bienestar de tantos, cuando se solventa el déficit financiero recibido con una paridad cambiaria más sólida y estable que nunca, cuando se gana poder de convocatoria en el mercado global de inversión menos especulativo y depredador, y cuando, en fin, el jefe del Estado no es el socio de negocios interesado en que los corporativos más rapaces a su vera sean los primeros y más grandes ganadores de la desigualdad, la injusticia y la impunidad con que se ha gobernado este país, y no estará, como Zedillo y como Calderón y como algunos de sus excolaboradores, lucrando como asesores y miembros de los consejos de administración de poderosas y perversas firmas multinacionales a las que favorecieron a manos llenas con toda suerte de licencias y privilegios mientras tenían en sus manos el destino de la nación.
Porque, como sabiamente decía la Chimoltrufia, “hay cosas que ni qué”.
SM