Signos
El ADN priista está en el de México: en el de su cultura posrevolucionaria, en el de no pocos de sus usos y costumbres, y en algunas de sus instituciones esenciales.
Pero la idiosincrasia de la corrupción, como la de los fanatismos milagreros de la fe, le vienen al pueblo mexicano desde su origen ontológico y lo preservan en el atraso civilizatorio y democrático con el complemento degradante de una pobreza educativa que, la mayoría de sus gobernantes, más que como un estorbo que debe removerse para posibilitar la justicia y el progreso, han considerado necesaria –porque nunca han movido un dedo en favor de lo contrario- para mantener la ignorancia en favor de sus particulares privilegios y conveniencias en el uso del poder.
De modo que gran parte de lo mejor de México se debe al Partido Revolucionario Institucional, y gran parte de lo peor también; una obviedad, en efecto, aunque suele no querer consignarse como eso que es: El PRI como partido está casi agotado, pero el priismo y su naturaleza mexicana esencial sigue siendo omnipresente. El priismo, como lo mexicano, no se quita cambiando de partido o de país, y todos los partidos y los mexicanos tienen sus genes, como los del mestizaje fundacional.
Cuando era el partido hegemónico contaba con legiones de saqueadores militantes en todos sus ‘sectores’, y también con pensadores y servidores ilustres de la nación, herederos y transmisores de las mejores y más universales causas por la libertad y el desarrollo humano, como las de la secularización juarista del Estado, la defensa cardenista del Estado social, y el internacionalismo defensor de la autodeterminación de los pueblos.
Después de los setenta del siglo pasado, los componentes popular y patronal del PRI derivaron hacia el más pervertido estatismo populista, el primero, y hacia su más perversa contraparte privatizadora, globalizadora y neoliberal, el segundo.
Ambas maldiciones de izquierda y de derecha hundieron al país.
En el deslenguado extremo de la demagogia, los defensores de la primera de esas cargas de profundidad siguieron abanderando la causa, ahora más falaz y traicionada que nunca, de los derechos sociales derivados de los compromisos revolucionarios. Y por la salvación contra el colapso de dicho destino y en el aún más desbocado cinismo retórico del cambio revolucionario hacia la modernización de los procesos nacionales pero sin perder de vista la obligada redención de los pobres (el presidente Miguel de la Madrid hablaba sin pudor de una ‘renovación moral de la sociedad’ y su sucesor Carlos Salinas de la vía del ‘liberalismo social’, asimismo en el colmo de la burla histórica), los legionarios de la segunda de las maldiciones tricolores apelaron a la renuncia de los patrimonios públicos del Estado y de los fueros de la tradición política caciquil y clientelar, y al tránsito de la corrupción cifrada en esos moldes hacia una cifrada en la concentración oligárquica absoluta y discrecional de la riqueza de la nación, en consonancia -justificaron y festinaron- con las recetas hegemónicas de mercado triunfantes contra las del comunismo vencido en la nueva hora de la globalización.
De la izquierda priista nació la competitividad electoral y la alternativa del Partido de la Revolución Democrática, en cuyo sector expriista mayoritario (porque el izquierdismo radical siempre fue sectario y panfletario, nunca tuvo fuerza popular y siempre anduvo a remolque del ‘socialismo’ expriista) se incubó el Movimiento de Regeneración Nacional y su partido, el que hoy, en la nueva era de la evolución electoral, se impone en el país como en los mejores tiempos del presidencialismo, o cuando el tricolor tenía una vasta base social y tampoco tenía que atenerse al fraude (al que sí acudió en sus más repudiables épocas, como la de su unívoca apuesta neoliberal y su antinatural renuncia al equilibrio ideológico y militante -propio de las mayorías del conglomerado mexicano que hacía la fortaleza unitaria del partido de Estado- y a los principios sociales de su legado revolucionario, cuando debió robar el triunfo en las urnas justamente a un emigrado del ‘socialismo’ priista y precipitó la deserción de sus filas, su pulverización y su irremediable decadencia).
Porque el PRI era una estructura tan ejemplar como la del Estado mismo: aglutinaba a los ricos, los clasemedieros y los pobres; era corrupto, autoritario y fáctico pero con leyes, instituciones y discurso progresistas; era laico pero con amplia apertura y tolerancia religiosas; contenía el alma nacional en armonía pero, entre los excesos populistas y neoliberales, y la renuncia al origen con la expulsión de su izquierda, perdió estabilidad y representatividad, y no tuvo más remedio que venirse abajo en los umbrales del milenio.
A la derecha partidista de Acción Nacional se fugaron los oportunistas más frívolos e inmorales del naufragio tricolor; y los más hábiles de ellos, los salinistas del monetarismo tecnocrático del Consenso de Washington, fecundaron las políticas privatizadoras que hicieron la viabilidad presidencial panista en tiempos del integracionismo comercial y financiero del orbe, y cuando las debacles económicas domésticas se acusaban todas a la corrupción priista, porque en el ahora modo democrático del país, la oposición era el renacimiento sobre los escombros de la memoria oscura de la deshonra.
Pronto quedaría claro la obviedad aquella: que la inmoralidad no era un patrimonio espiritual del PRI, que la corrupción no tenía identidad partidista ni ideológica, y que los fracasos del Estado y de la justicia democrática procedían de la incivilidad eterna procedente de la cultura de la ilegalidad y de los pobres valores éticos y cognitivos de la escuela.
Tan malo, en efecto, era el pinto de un partido como el colorado de otro. Tan malo era el blanquiazul y el amarillo y el tricolor y el morado, como el Niño Verde.
(La virtud y la decencia no convocaban una fuerza social. La deplorable calidad educativa no tendría fin, ni la de la Justicia ni la de la seguridad. La democracia no era un asunto de legislaciones ni nuevas instituciones, sino de mayorías conscientes del carácter representativo real de sus demandas de bienestar contenidas en tales leyes e instituciones, y en los alcances populares verdaderos de las reformas obradas por los liderazgos políticos.)
Y si bien el jefe máximo de ahora es infinitamente menos corrupto que sus predecesores (aunque ya los hubo de su tipo en el PRI y en sus herencias juaristas y cardenistas, porque los Adolfos -Ruiz Cortines y López Mateos- fueron antípodas de sus antecesores Manuel Ávila Camacho y Miguel Alemán, para no hablar de los Echeverría, López Portillo, y herederos adicionales de la miseria humana y política, como Salinas y Peña Nieto, de la misma estirpe de la alternancia confesional panista de los Fox y Calderón), su partido, el Morena, se convirtió en la tierra prometida de emigrantes de toda laya y de última generación del PRI -aunque también hayan encontrado refugio y resurrección moral en ella no pocos conversos del panismo sumados a los experredistas originarios y renegados del PRI-.
Y ahora mismo, en la hora del pragmatismo extremo y la abolición natural de las ideologías -y cuando el partido presidencial y el jefe máximo requieren refuerzos de mayoría para consolidar procesos de reforma y de transición controlada de sus proyectos federales hacia la sucesión del 2024-, el Morena y AMLO promueven la integración a su causa de distinguidos personajes de su principal oposición -el PRI y el PAN-, quizá con el propósito de negociar en un lenguaje común algunos temas estratégicos y acaso de interés mutuo con el primero, y de debilitar -al tiempo de congraciarse con sus sectores más dialogantes y menos recalcitrantes- al segundo.
Porque si bien el PRI como partido -y en la lógica apuntada más arriba- se ha ido evaporando en términos de cifras militantes, lo cierto es que, en el orden de los dos proyectos de nación que antes conjugaba en una indivisible unidad de Estado -el popular y el del capital-, su legado sólo se ha ido a congregar en los dos frentes partidistas que ahora se disputan el poder de la República: el del Morena estatista y de economía mixta y social procedente de la Revolución Mexicana, y el del PAN privatizador -y mucho menos dogmático y clerical, y más influido por el pragmatismo de mercado de los expriistas modernizadores de la era de la alternancia democrática- y defensor de los grandes grupos neoliberales dominantes, cual depositario. ahora del segmento derechista de la Revolución Mexicana.
Y Andrés Manuel, triunfal representante de aquel sector progresista del partido de la Revolución Mexicana, sabe mejor que nadie que en el PRI quedan restos de humedad proclives a sus proyectos estatistas y sociales enemigos del extremismo privatizador de sus opositores –los que fraguaron el catafalco en que sepultarían los despojos de su amado tricolor-, como la reforma desprivatizadora del sector energético, y los anhelos de resurgimiento político y electoral que él, Andrés Manuel, bien sabe cómo estimular y usar en su particular provecho, empezando por fortalecer la presencia y la responsabilidad parlamentaria de lo que queda de ese priismo en extinción –cuyos saldos en todo el país acabarían militando en el Morena- e incorporando a su mandato a visibles liderazgos tricolores afines, como el exgobernador sinaloense Quirino Ordaz Coppel que será embajador en España, de igual manera que sabe también como mermar a la oposición panista incorporando a su causa, asimismo, por ejemplo, a liderazgos igualmente muy visibles del PAN, como los aún gobernadores de Chihuahua y Quintana Roo, Javier Corral y Carlos Joaquín –este último, además, tan expriista como AMLO-, a quienes el amparo presidencial vendría como un premio mayor, tanto por la inmunidad política que representaría su colaboración y su cercanía con el jefe máximo, como por su continuidad activa en el poder público y del lado más exitoso y ganador del mismo, lo que los salvaría de toda eventual vulnerabilidad, y acaso mantendría sus expectativas más allá del 2024 si les favoreciera la sucesión presidencial que muy seguramente controlara el líder de la ‘regeneración nacional’.
Andrés Manuel impulsaría al PRI para anexarse lo que queda de él y de sus nostalgias revolucionarias, y restaría vigor al PAN haciéndose de liderazgos suyos y de importantes núcleos de seguidores de los mismos.
Tal es el contexto especulativo de que el gobernador quintanarroense terminará instalado en la Secretaría federal de Turismo, y el de Chihuahua en la de Comunicaciones y Transportes. Y luego, por qué no, ocupando escaños en alguna próxima Legislatura.
SM