Signos
La fiesta de Los Dodgers en Nueva York y la referencia y la dedicatoria al Toro mexicano por su gesta de 43 años atrás, no alegra por el nacionalismo con que pudiera verse, sino por el reconocimiento generoso y auténtico a un valor subido a las alturas por sí mismo, desde su humildad y su grandeza propia. No se sabe mucho de esa gesta en su país de origen, donde el masivo facilismo futbolero secular reincide en sus invencibles mediocridades y el béisbol ha sido una tradición de minorías sostenida en el pasado por empresarios que apostaban al ‘rey de los deportes’ sin ganancia material alguna, porque a los grandes medios, dueños del mercado de pírricas victorias deportivas eventuales que expandían como cultura nacional, sólo importaba enriquecerse a costa de multitudes enardecidas con la esperanza milagrera de lo imposible: que el espectáculo futbolero fuese algún día competitivo y algo ganara, alguna vez, en el mundo, para reivindicar los fracasos circulares de su nacionalismo. El Toro ha estado presente con gran protagonismo en la Serie Mundial de Béisbol ganada por el equipo de Los Ángeles -donde fue una figura estelar-, apenas a pocos días de ausentarse de este mundo. Todas las coincidencias de la fecha de su partida con las glorias que ayudó a ganar para su equipo de manera tan definitiva más de cuatro décadas atrás y la conquista del flamante título nada más ni nada menos que en Nueva York, donde su brazo izquierdo y su mirada al cielo hicieron historia, se han confabulado en la exaltación actual de su figura y su leyenda. Pero es la dimensión de su humildad y su grandeza, enmarcada con colores y notas musicales procedentes de su rural patria de origen en el mero corazón del poder yanqui a quien él ganara, lo que realmente emociona. No el nacionalismo del mercado de la fanaticada. Sino la dimensión de la humildad del alma en medio del estruendo clamoroso de todo lo yanqui y neoyorquino.
SM