Signos
Por Salvador Montenegro
Cárdenas se hizo candidato callista y Presidente de la República mimetizándose con el Maximato y convirtiéndose en el mejor simulador de la continuidad.
Colosio lo hizo con el salinato. (Y desde la particular perspectiva nuestra y creyendo haber conocido un poco al excandidato presidencial ultimado en Tijuana, acaso hubiese seguido el camino de Cárdenas contra Calles, incluyendo el exilio de Salinas, si bien no del país, sí, por lo menos, de las decisiones del poder.
Porque quien conoció de cerca al sonorense supo bien de su fuerte talante rudo e insumiso.
De modo que, como Cárdenas con Calles, acaso habría usado la estrategia del servilismo para ser el elegido presidencial. Todo lo contrario de la usada por Manuel Camacho, por ejemplo, entonces Jefe del Departamento del Distrito Federal y jefe, también, y lider moral, del hoy presidenciable morenista Marcelo Ebrard, quien desconociendo, Camacho, los sobrados egos presidencialistas y pretendiendo poner el propio por encima de ellos exigía ser el nominado y terminaría odiando al elegido y descalificándose a sí mismo para sustituirlo como candidato cuando fue asesinado, merced al tumulto especulativo que lo incluía a él y al Presidente en torno del atentado y que, por tanto, lo inhabilitaba: ¿el peor enemigo de Colosio como sustituto suyo? No. Jamás. Salinas optó mejor por el inocuo Zedillo y, pretendiendo, a su vez, desconocer las reglas del totalitarismo sexenal priista, le salió el tiro por la culata, acaso peor que como le hubiese salido con Colosio.)
Cárdenas y Colosio fueron destapados como ‘corcholatas’ sucesorias sólo para que, con el poder prestado, obedecieran a sus exPresidentes ‘destapadores’, y estos últimos fueron víctimas del engaño de sus propios y patológicos caprichos, que los hicieron postular nada menos que a sus peores y más contrastantes némesis (aunque, en los hechos del poder, Colosio, asesinado como fue, no tuviese la oportunidad de demostrarlo, y Zedillo, el reemplazante de Colosio en la candidatura salinista, no fue la némesis de su autor, sino su igual, atenido a que el sucesor heredado, en el presidencialismo totalitario mexicano, asumía todo el poder y ponía a su antecesor ‘de patitas en la calle’).
Hoy día, de los cinco contendientes morenistas por la sucesión presidencial, dos (Sheinbaum y Adán Augusto) son de hechura absoluta del jefe máximo, y los otros dos (Monreal y Ebrard) se lo deben a una larga trayectoria pública propia sumada a la exitosa alternativa popular del obradorismo.
Digamos, entonces, que los dos primeros son herederos embrionarios del proyecto y los segundos son sólo aliados del mismo con programa de Gobierno propio alimentado de manera conveniente y pragmática por aquel.
Digamos que Ebrard no sería hoy, en los tiempos de la democracia, más obradorista de lo camachista que fue en los tiempos del presidencialismo salinista, cuando el hoy extinto Manuel Camacho rabiaba cual el más feroz enemigo de Colosio -el hijo del ‘dedazo’ del que aquel se sentía heredero por derecho propio, y también de la fatalidad-, quien moría cuando Ebrard era Subsecretario priista de Relaciones Exteriores.
Y Monreal, el menos presidenciable de todos, es monrealista y punto, y sólo habrá de negociar sus bonos según la feria sucesoria resultante. No por nada fue acusado de obrar contra el obradorismo cuando perdió la apuesta por el Gobierno de la Ciudad de México que le ganó Claudia Sheinbaum con un saldo del mayor número de demarcaciones perdidas por la izquierda -empezando por la que gobernaba el zacatecano- desde que se convirtió en la primera fuerza politica capitalina.
El gran reto del modelo sucesorio del obradorismo es que Ebrard gane la candidatura y las presidenciales, y que, sin afanes de trascendencia histórica ni fidelidades de ninguna especie, convoque todo tipo de adhesiones partidarias y mediáticas y oligárquicas de conveniencia para manipular en su favor las consultas populares y los instrumentos revocatorios del del mandato, y se convierta en uno más de los enriquecidos presidentes presidencialistas y privatizadores abominados por las grandes mayorías perdedoras de los viejos tiempos.
Y el mayor reto de Ebrard será el de mirarse en el espejo de la experiencia de Camacho, no confundir oportunidad y oportunismo, ni el liberalismo social salinista con el obradorismo.
Porque si no hay mayoría legislativa calificada ni reforma estructural del Poder Judicial de la Federación, el presidencialismo morenista y el monrealismo asociado bien podrían estar a la vuelta de la esquina.
Sobran en Latinoamérica los proyectos históricos de cambio democrático volcados en sus contrarios o traicionados desde sus matrices.
Y no ha habido nunca en la historia mexicana un solo liderazgo bueno capaz de trascenderse en otro y en un ADN generacional y cultural, y menos si jamás ha ocurrido una revolución educativa integral como fuente de renovadas y eficientes y honestas burocracias y dirigencias representativas y sectores de poder. El modelo sucesorio morenista es muy aleccionador y pedagógico en su diseño. Pero su estabilidad y su rentabilidad ha de depender en lo esencial del vigor a prueba de unos liderazgos que, tarde o temprano, entrarán en una fuerte pugna opositora -que ojalá no pasara de la diatriba coyuntural- por el poder.
SM