La pedagogía de Andrés Manuel

Signos

Las consultas públicas del Presidente para salirse con la suya sobre iniciativas y reformas propias fundamentales para su Gobierno y combatidas por la oposición, son trampas legitimadoras invencibles cifradas en su irreplicable popularidad, en efecto, como todas sus estrategias retóricas y de propaganda con que gana sus guerras políticas, electorales y de opinión pública, y por las que, ante la falta de alternativas de competencia y éxito de críticos y adversarios, estos lo acusan, con furiosa impotencia, de dictador.

Pero esas estrategias de propaganda y guerra política donde él es el protagonista principal y el vencedor invencible, no dejan de tener un aspecto pedagógico y aleccionador para el conocimiento ampliado y la toma de conciencia social en materias lo mismo tan capitales para el país como tan ajenas y desconocidas para las grandes mayorías, sobre cuya ignorancia se han fraguado algunos de los más grandes fraudes, despojos y actos de corrupción que tanto han devastado la vida nacional y el destino de dichas mayorías.

Nada se sabía, por ejemplo, de las enormes ganancias particulares que personajes públicos y privados de la mayor jerarquía en sus respectivos ámbitos cultivaban al margen de la ley y de la opinión pública en torno del entonces llamado Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, hasta que brincó el universo de verdades, mentiras y todo género de relativos entendimientos y buenos y malos apercibimientos respecto de un proyecto lo mismo tan vasto y tan costoso, como decidido de manera tan arbitraria y tan inconsulta por un pequeño grupo de elegidos del circulo presidencial, que pretendían apoderarse del privilegiado entorno de negocios de todo tipo impulsados por los vuelos desde y hacia el extinto Vaso de Texcoco. Fue con la provocación obradorista de la consulta popular, que se sabía ganada de antemano, que se desparramó la luz multicolor de todo lo que los grandes medios de comunicación ocultaban, como partes interesadas que eran y que también salieron a flote con la inmensa mugre de lo que son. Y, claro, el absolutismo de la popularidad presidencialista emergente promotor de la utilitaria consulta popular usada para impedir el atraco perpetrado en la oscuridad del presidencialismo saliente, tan democrático y tan impopular como el de Peña Nieto, se sigue acusando como el propio de un autoritario y unigénito dictador.

Y del mismo modo y apenas ahora, tras dos siglos de vida independiente y de integración de los tres Poderes republicanos, los ciudadanos del país empiezan a incorporar a su cultura, a la cultura nacional, las nociones en torno de los intrincados y misteriosos laberintos y formaciones de un sector fundamental de la estructura del Estado, el de la Justicia, que hasta hace apenas muy poco años siempre fue considerado como un espacio fáctico y accesorio a disposición de las decisiones presidenciales y que, con el cambio del modelo presidencialista neoliberal -que relevó al totalitario populista- a uno social de izquierda que ha puesto en jaque los enormes privilegios de sus élites derivados de la corrupción y la simulación constitucionalista (donde la Carta Magna siempre fue de uso discrecional y a la medida de las conveniencias políticas de coyuntura del supremo poder), ahora se rebela contra las decisiones de reforma judicial contenidas en una convocatoria presidencial legitimada en la misma popularidad obradorista de la consulta pública contra el aeropuerto de Texcoco, pero con un sustento de legitimidad superior: la Presidenta y la mayoría de los Ministros de la Suprema Corte se negaron a ejercer una autorreforma soberana del Poder Judicial solicitada por el Ejecutivo ante los actos acumulados de impunidad favorecidos por los Jueces y en contra de las mayores consignaciones de criminalidad denunciadas desde la Jefatura del Estado, y el Jefe del Ejecutivo, atenido a su propia soberanía y a la sobrada popularidad de su mandato, reviró con una radicalización reformista cuyas dimensiones no se imaginaron los letrados que ocurriría. Ganaría el Presidente las elecciones generales de su sucesión, heredaría el cargo a su discípula incondicional, tendría una mayoría parlamentaria absoluta, todos los Jueces y Magistrados y Ministros serían elegidos por sufragio ciudadano directo, y se acabarían los privilegios de una autonomía judicial desnaturalizada y asumida como arbitraria, intocable y con derecho a decidir y a corromperse sin rendir cuentas a nadie.

Y claro que la reforma judicial obradorista es tan excesiva como la rotunda y grosera irracionalidad con que desconoció y rechazó la Corte la demanda presidencial de autorreformarse y cuya negativa fundamentó el extremismo de la respuesta. Los Jueces no son políticos, si algo no deben hacer es política, y si algo atenta contra la imparcialidad y la justeza de los veredictos judiciales es la politización y, peor, la propaganda electoral en su favor que la reforma exige a los aspirantes a Jueces en todos los niveles.

Pero el caso es que las cotidianas acusaciones presidenciales contra el Poder Judicial de la Federación y la propaganda en torno de la reforma judicial del obradorismo han impregnado la opinión pública del país, y el debate que se ha generalizado ha propiciado, asimismo, el acceso interesado de sectores sociales más amplios a esa zona de la República antes más bien impenetrable en sus componentes jerárquicos, sus funciones institucionales, sus particularidades y sus formalismos lingüísticos y retóricos, sus relaciones de poder y sus negocios trabados en las conspiraciones interpretativas de los tan tocados y tan retocados mamotretos constitucionales. Y no que terminen conociéndose esos escondrijos de la ley tan manoseados por la comunidad judicial y tan serviciales a la criminalidad y a la impunidad entre sus abstracciones utilitarias y sus recursos para la industria de la defensa y los oscurantismos del ‘debido proceso’, pero por lo menos se ha puesto en el aparador el castillo de la pureza del reino de las togas, con todos los embustes y relatividades de su ausencia histórica, secular, de las conciencias mayoritarias y la cultura popular. Porque, es cierto, si las víctimas inocentes no acuden a los Juzgados porque ni en las Policías ni en los Ministerios Públicos ni en casi instancia consignatoria ninguna encuentran el modo de denunciar con éxito los agravios que padecen, las alturas de los tribunales les resultan tan imposibles como la rectitud y la solvencia intelectual y moral de los Jueces. Todo se entrampa. Nadie denuncia. O se dispone ‘la no acción penal y el archivo de la causa’. Mínima denuncia. Mínima consignación. Sentencias y absoluciones dolosas. Casi el cien por ciento de impunidad en materia penal. Por supuesto que la reforma judicial es necesaria. Y urgentes, asimismo, las reformas policiales y ministeriales. Está muy bien la pedagogía de esos temas esenciales, como cuando la consulta pública del aeropuerto de Texcoco. Está muy bien el debate, el ruido mediático, la opinión pública que alborota Andrés Manuel. Pero la elección de Jueces… ¿quién sabe?

El debate es amplio, diverso, y la mayoría de las veces redundante, circular y absurdo. Pero necesario y esclarecedor en distintos flancos. Tal es una de las grandes virtudes de las provocaciones, las guerras políticas y los protagonismos de Andrés Manuel. Nadie como él ha favorecido el esclarecimiento de tantas cosas ocultas en la vida nacional.

SM

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *