Pinceladas
A finales de los ochenta y principios de los noventa, la España del pelotazo, la de los toros en cámara súper-lenta de Canal+, la del crimen de Puerto Urraco, la de la cocaína y la de los preparativos de las Olimpiadas de Barcelona y la Expo 92, tenía el corazón dividido. Mientras Joaquín Sabina loaba la figura de Dionisio Rodríguez Marín, otros admiraban a Mario Conde. El primero era un anodino empleado de seguridad; el segundo, un empresario de éxito que, sin pertenecer a las grandes familias de la banca, había conseguido triunfar en ese sector. Dos perfiles aspiracionales aparentemente diferentes que en realidad eran muy semejantes: ambos eran delincuentes. ‘El Dioni’, fingiendo un ataque de ciática, en un momento en que sus compañeros se bajaron del vehículo, aceleró y se largó con casi 300 millones de pesetas. Al cabo de unos meses lo encontraron en Brasil, donde fue detenido, rodeado de una decena de mulatas en Río Janeiro. Lo narra detalladamente en un todo un ‘clásico’ libro de memorias, que cumple ahora 30 años, ‘Palabra de ladrón’. Un ‘best sellers 2020’ para tiempos de transformaciones en tierras mexicanas, quintanarroenses y cancunenses.
Santiago J. Santamaría Gurtubay
La verdad es que después de su paso por el mundo de la canción ligera y el cine porno el personaje ha quedado sobreexplotado, pero en los noventa ese libro estaba bastante bien. Había una historia de serie negra bastante cañí, pero con buenos tics literarios. No en vano, la obra venía recomendada nada menos que por el escritor y maestro del género Juan Madrid, que edulcoraba el suceso tal y como hace su protagonista actualmente: “En este país de ladrones nunca cayeron mal los ladrones que roban a otros ladrones sin matar a nadie ni hacer más daño que el que se hacen a ellos mismos”. ‘¿Por qué cometió la apropiación indebida? Según contó en ‘Palabra de ladrón’, porque llevaba años en la empresa sin ver una hora extra y, a la hora de la verdad, después de tanto esfuerzo, le habían relegado a los furgones donde cobraba casi la mitad que como escolta; puestos que se habían cubierto con empleados que tenían enchufe. Como venganza, maquinó su plan. Lo cierto es que si al leer lo mira uno en perspectiva, antes de tener el encuentro con su jefe en el que se planteó esta discusión, había tenido un incidente en una discoteca en el que le habían abierto la cabeza con un vaso y había terminado en comisaría porque le acusaron de sacar su arma en la pelea. En esas memorias se deja claro que le tendieron una trampa por una historieta pasada y bla, bla, bla… Pero por ese motivo, porque no podía ir de escolta de Miguel Durán, entonces director general de la ONCE, con la cabeza vendada por una trifulca, le apartaron de su puesto. Aunque él dice que fue cosa suya, que lo pidió. El lector, como en ‘Elige tu propia aventura’, puede hacer sus cábalas.
En el primer perfil que le dedicó el periódico El País justo después del suceso, el 4 de agosto de 1989, decía: “En 1980 ingresó com o vigilante en Candi, pese a que la mayoría de sus vecinos pensaba que no duraría mucho en este trabajo debido a su afición a la vida nocturna (…) Cuentan en su barrio que Rodríguez había pedido presupuesto a un amigo manitas para que le fabricara una cama giratoria y un juego de luces adecuadas para un dormitorio de atmósfera excitante”. En estas cuatro líneas está toda la esencia del personaje. El motivo oficial, publicado en estas páginas, por el que decidió ‘hacerse un blindado’ fue por los derechos laborales. De hecho, como alegó su abogado en el juicio, tuvo el detalle de no llevarse del furgón una de las sacas, que correspondía a la nómina de los trabajadores de una empresa. Siempre quiso dejar claro que no robó a trabajadores, dejando esas bolsas de dinero en el furgón, y se apropió del dinero del banco, como dice en esta última entrevista, con la intención de “meterle una preferente al banco antes de que ellos me la metieran a mí”.
En Lisboa, mientras falsificaba el pasaporte para cruzar el Atlántico, acudió un concierto de Roberto Carlos en la plaza de toros
Sonar, suena bien, pero mejor pasemos a escenas irrepetibles. Cuando dio el golpe, se refugió en un piso de Vallecas. Ahí, rápidamente, presa de la angustia por la precipitación y falta de planificación con la que había realizado el robo, se arrepintió. Pensó que si huía al extranjero tal vez no volvería nunca a su barrio. Una verdadera lástima, porque la descripción que hace de aquel ambiente y años de juventud es única, es un mosaico imposible: “En el cuarto piso vivía Paco Valladares, en el portal de al lado, el Bombero Torero; y en casa de doña María, en régimen de pensión, vivían varios jugadores del Real Madrid. Fui muy amigo del actor Rafael Arcos, al que conseguía preservativos. Estudié hasta los catorce años en el colegio del Pilar, Santa Ana y San Rafael. Incluso formé parte de una tuna llamada Crisol de Arte, que dirigía el futurólogo Marqués de Araciel. Con todas aquellas imágenes en mi cabeza no pude evitar una sonrisa amarga”. Para que se le subiera un poco la moral en esos momentos críticos, pidió a sus amigos que le consiguiesen casetes de “Pink Floyd, Julio Iglesias, Police…”, pero quien llegó al apartamento fue un tal Celso. La persona que consiguió su traslado a Brasil. Era un ladrón de guante blanco que solo entraba en chalés de lujo. Se ganó la confianza del Dioni mostrándole un reloj Omega Constelation robado en el domicilio de Pozuelo de Rafael Gordillo, jugador del Real Madrid. Antes de iniciar su periplo, se dedicó a arrugar los billetes del botín. Estuvo dos días sentándose encima de ellos, pisándolos, haciendo papiroflexia. Cuando los turistas se lanzaron a las carreteras el 15 de agosto, salió él también en dirección a Portugal. Tuvo dos opciones en su huida a Sudamérica, la que le ofrecía un matrimonio de acompañarles a Chile y la de Celso, que le propuso Brasil. Rechazó el país andino “por la dictadura de Pinochet” y se dirigió a Río de Janeiro atraído, entre otros motivos más prosaicos, por la corrupción policial. Le dijeron que allí podría comprar un cadáver humano calcinado para que la policía, previo pago, diera parte de su fallecimiento en accidente de tráfico. Simular su propia muerte.
La frontera con el país vecino la pasó con su propio DNI, aunque estaba en todos los telediarios, sonando casetes de Julio Iglesias y Los Panchos en el reproductor del coche. En la capital portuguesa, mientras falsificaba el pasaporte para cruzar el Atlántico, tuvo tiempo de inspirarse viendo a Roberto Carlos en directo en la plaza de toros de Lisboa y se las arregló para pasar la noche en compañía de prostitutas dos veces. No hubo una tercera porque, desgraciadamente, antes de hacer un ‘menage à trois’, el sueño de su vida, el Chivas le pasó mala factura y las dos mujeres tuvieron que meterle en la bañera. Se bebía la vida de un trago, como se dice.
Logró un poco menos de lo que el FC Barcelona había pagado por Maradona en 1982, con su rostro en todos los telediarios de España
Con una resaca cósmica, atravesar el control de pasaportes era la parte más complicada. El relato de estas escenas sí que pertenece al pasado, hoy día nunca se haría, o no se debería hacer en esos términos, pero es otro de los momentos álgidos de una historia que llegados a este punto, el centenar de páginas, uno seguía leyendo enganchado más por lo inverosímil que por la crudeza: “Estaba un poquito pasado de copas, maquillado, con la peluca rubia de pelo largo, la mariconera cargada de billetes, un radiocasete estereofónico bajo el brazo y una ligera cojera causada por la ciática. Aparentaba cualquier cosa menos una persona normal; más bien parecía un gay, y yo me dispuse a interpretar mi papel (…) me armé de valor y, echándole un poco de humor al asunto, avancé con mi cojera y mi peluca rubia. Con un ‘hola’ afeminado en los labios -que algunas veces usaba en broma con mis compañeros de Candi-, saludé al policía que sellaba los pasaportes. Este más que ninguno pensó que yo era un afeminado extremo, de los que rozan la locura. Con cara de pocos amigos y, quizás, satisfecho, porque un tipo semejante abandonara su país, metió un golpetazo sonoro al pasaporte y me dejó pasar”. En el avión las azafatas se rieron de él cuando, durmiendo la mona, se le cayó la peluca. Al llegar, no recordaba cuáles eran sus maletas y, en la cinta transportadora, esperó a que todo el mundo recogiera las suyas a ver si eran las que quedaban. El viejo truco. Con el nuevo pasaporte no hubo problemas en entrar en Río de Janeiro. Respirando sus calles, gritó libertad: “¡Esto es como La Manga de Murcia, pero a lo bestia!”, exclamé.
En este segundo tercio del libro la trama detectivesca se difumina. Pasamos al relato de unos hechos muy difíciles de entender ni por la época ni por lo cañí. Después de haberle salido el plan de afanar trescientos millones de pesetas, un poco menos de lo que el FC Barcelona había pagado por Maradona en 1982, con su rostro en el telediario y en todos los periódicos y revistas de España, cuando la lógica más elemental conduciría a cualquiera a guardar cierta discreción, digamos que se le fue un poco el pinzón. Alquiló un apartamento de lujo, según se publicó en este volumen, con vistas al mar y piscina. Iba en helicóptero, cuando no en avioneta. Realizó viajes en barco a las islas cercanas. Se hizo asiduo del restaurante al que iba a cenar su ídolo Julio Iglesias, se permitió el lujo de que una orquesta italiana tocase para él “Oh sole mío” en uno de los restaurantes más caros de la ciudad. Las amistades que hizo en los locales que visitaba le recomendaban “desparramar” cocaína por las sábanas de la cama para que cuando se acostase con alguien, al sudar, su cuerpo transpirase la droga y se pusiera en estado de “macaco nervioso”. Para los trayectos cortos, alquilaba limusinas. Elegía el color del vehículo para que hiciera juego con el de la piel de la brasileña que le acompañaba “en cada momento”. Porque, adornado o no, lo que queda claro en este texto es que en lo que gastó con más fruición fue en prostitutas: “Sus culos parecían hechos de mármol de Carraca y sus pezones eran duros como castañas pilongas. Cada vez que me miraba una de ellas, los ojos se me ponían como el coche fantástico (…) Frecuentábamos ‘Help’ y ‘Barbarella’. Era asombroso la gran cantidad de mujeres jóvenes y preciosas que había allí y la facilidad para llevárselas a la cama. A los pocos días, mi generosidad se hizo tan famosa que ellas esperaban impacientes su turno.
“A la altura de mi nariz, seis o siete hombres, unos de rodillas y otros de pie, me encañonaban con sus revólveres y pistolones”
El pináculo del éxtasis de esta lectura se alcanza en las primeras cuatro palabras del capítulo diez. Podrían pasar fácilmente a los anales de la literatura universal. Pasaba uno la página suavemente, recorría con su vista la carilla en blanco y, al comenzar a leer el nuevo episodio en página impar, este se iniciaba así: “No todo era juerga”. Solo por ese instante merecía la pena experimentar esta lectura, aunque a partir de ahí fuese cuesta abajo. Contaba su visita a un cirujano para, según el plan, cambiarse la cara e iniciar una nueva vida con una identidad distinta tras, más o menos como se había anunciado antes, fingir su propia muerte. El problema es que un relato de esas características necesitaba, ya pasada la mitad del libro, un giro inesperado. Sin embargo aquí ya se habían acabado las sorpresas. Es más, lo que ocurría después era totalmente predecible. Un día cualquiera pasó lo que tenía que pasar y así lo narró: “Cuando abrí despreocupadamente la puerta, me quedé atónito. A la altura de mi nariz, seis o siete hombres, unos de rodillas y otros de pie, me encañonaban con sus revólveres y pistolones”. Efectivamente, era la policía. Lo que pasa es que esta tenía cierto interés en que confesase dónde ocultaba el botín. Se lo llevaron a una playa y simularon ejecutarle. Llorando, entre orines y sus deposiciones del susto, se lo llevaron a un local, donde le aplicaron descargas eléctricas en los testículos. No confesó. O eso dijo aquí. Lo mismo sí lo contó y esos ciento cuarenta millones de pesetas que todavía faltan y nadie saben dónde están quizá son la jubilación de un coronel Nascimento de turno. Nunca lo sabremos, o no por ahora.
Aquí es donde se acaba el pacto con el lector que puede ofrecer ‘Palabra de ladrón’ estirando el chicle al máximo y siempre y cuando sea de los que no buscan prestigio con lo que leen. Lo que sigue es su diario de la estancia en la prisión brasileña, periodo que no estuvo exento tampoco de hazañas sexuales irreproducibles, mucha ansiedad y un instante de alivio, cuando le cuelan en la cárcel un walkman con su cinta de Julio Iglesias. Extraditado a España, un violador de menores le robó el aludido reloj cuyo legítimo propietario era el futbolista del Real Madrid. En Alcalá Meco estuvo con Carlos Goyanes, dice que iba a misa con Celso Barreiros, detenido en la Operación Nécora, y andaban también por ahí varios miembros del GRAPO, ETA y Terra Lliure, con los que tuvo que mediar, confiesa, para que dejasen jugar al baloncesto con ellos a Ricardo Saenz de Ynestrillas: “No seáis piojosos -me atreví a decirles a los boicoteadores-. Lo mismo que se hacen selecciones de fútbol de diversos países, bien podéis hacer una selección de diversas siglas, o de distintas bandas armadas”. Esa es la traca final. Como es sabido, en el juicio fue condenado a tres años por apropiación indebida, lo que celebró como un éxito. La prensa, que alguna hubo que comparó su apropiación con los pelotazos que se pegan en los consejos de administración -habría tenido más éxito hoy la analogía- tampoco le consideró lo que se diría un Robin Hood, “subalterno resentido” (Interviu), “robamelones venido a más” (El Independiente), “rocantimpalos con peluca” (Diario 16)… No obstante, ninguno de estos epítetos fueron óbice para que volviera a despreciar el peligro y tomase la decisión de presentarse a las elecciones municipales de El Molar (Comunidad de Madrid) que tenía tres mil trescientos habitantes en aquel momento. Obtuvo diez votos y, con ese crédito, se cerró la primera etapa de sus correrías. A finales de los ochenta, “El Dioni” se convirtió en el héroe de muchos españoles por robar un furgón blindado con 300 millones de las pesetas de las de entonces la empresa para la que trabajaba, que poco antes lo había degradao.
Amigos de El Paleto del café, ‘sol y sombra’ y ‘Farias’, Dionisio era tan normal, que “nunca hizo alarde de querer robar un furgón”
“Lo primero que hizo el Dioni al llegar a Río / Fue brindar con el espejo y decir ‘¡qué tío!’”, cantaba Joaquín Sabina en 1990. El tema, que se titulaba Con un par, estaba incluido en Mentiras piadosas, el séptimo trabajo de estudio del cantautor de Úbeda. “¡Ay, Dionisio! / Fue total lo del banco sin un mal tiro / Mucho ‘visio’ / Trincar el pastón y pegarse el piro”, seguía el rey del ripio, que concluía la canción expresando su admiración por el personaje y sus hazañas: “La de noches que he dedicado yo a planear / Un golpe como el que diste tú con un par”. Si bien aún habría que esperar un poco para conocer con detalle las actividades ilegales de Conde, Dionisio Rodríguez Marín evidenció las suyas el 28 de julio de 1989, fecha en la que decidió robar un furgón blindado de Candi, la empresa en la que trabajaba. Ese día, como todos alrededor de las 19:30 horas, Dionisio y sus compañeros se disponían a recoger la penúltima recaudación de la jornada, concretamente la de la pastelería Mallorca de la calle Alberto Alcocer de Madrid. Aunque por su cargo le tocaba bajar del vehículo, Dionisio fingió un ataque de ciática y convenció a sus compañeros de que fueran ellos a por las sacas de dinero mientras él esperaba al volante del vehículo. Una vez solo, Dionisio les dio esquinazo.
Horas más tarde, el vehículo apareció no muy lejos de Alberto Alcocer, en las cercanías de la Avenida de Pío XII, detrás del centro comercial Jumbo, donde Dionisio había aparcado esa mañana su automóvil, un Audi 80. En el furgón, la policía encontró su chaqueta del uniforme, su pistola reglamentaria y una escopeta a la que había vaciado los cartuchos. De lo que no había rastro era de los 300 millones de pesetas que transportaba o, al menos, de buena parte de ellos. Sí que estaban, sin embargo, 20 millones que, según Dionisio, había dejado para pagar las nóminas de los trabajadores de varias empresas. La policía, sin embargo, informó de que la razón del abandono fue, sencillamente, la comodidad: los 20 millones estaban en monedas. Pesaban demasiado. Dionisio Rodríguez Marín había nacido en Madrid en 1949. Estuvo casado, tenía una hija, un nieto, se divorció y, hasta el día del robo del furgón, su vida podía calificarse de anodina hasta llegar a lo aburrido. Así la describieron algunos vecinos de la calle Sainz de Baranda y los camareros de El Paleto, conocido bar de la zona que Dionisio acostumbraba a frecuentar después de la jornada laboral. Según recogió el diario ABC, en opinión de estos allegados, Dionisio era tan normal, que “nunca hizo alarde de querer robar un furgón”.
Mientras Joaquín Sabina loaba la figura de Dionisio, otros admiraban a Mario Conde, dos perfiles aspiracionales, ambos eran delincuentes
‘La Venganza del Dioni’. A finales de los ochenta se convirtió en el héroe de muchos españoles por robar un furgón blindado con 300 millones de la empresa para la que trabajaba, que poco antes lo había degradao. “Lo primero que hizo el Dioni al llegar a Río / Fue brindar con el espejo y decir ‘¡qué tío!’”, cantaba Joaquín Sabina en 1990. El tema, que se titulaba ‘Con un par’, estaba incluido en ‘Mentiras piadosas’, el séptimo trabajo de estudio del cantautor de Úbeda. “¡Ay, Dionisio! / Fue total lo del banco sin un mal tiro / Mucho ‘visio’ / Trincar el pastón y pegarse el piro”, seguía el rey del ripio, que concluía la canción expresando su admiración por el personaje y sus hazañas: “La de noches que he dedicado yo a planear / Un golpe como el que diste tú con un par”. A finales de los ochenta y principios de los noventa, la España del pelotazo, la de los toros en cámara súper-lenta de Canal+, la del crimen de Puerto Urraco, la de la cocaína y la de los preparativos de las Olimpiadas de Barcelona y la Expo 92, tenía el corazón dividido. Mientras Sabina loaba la figura de Dionisio, otros admiraban a Mario Conde. El primero era un anodino empleado de seguridad; el segundo, un empresario de éxito que, sin pertenecer a las grandes familias de la banca, había conseguido triunfar en ese sector. Dos perfiles aspiracionales aparentemente diferentes que en realidad eran muy semejantes: ambos eran delincuentes.
Si bien aún habría que esperar un poco para conocer con detalle las actividades ilegales de Conde, Dionisio Rodríguez Marín evidenció las suyas el 28 de julio de 1989, fecha en la que decidió robar un furgón blindado de Candi, la empresa en la que trabajaba. Ese día, como todos alrededor de las 19:30 horas, Dionisio y sus compañeros se disponían a recoger la penúltima recaudación de la jornada, concretamente la de la pastelería Mallorca de la calle Alberto Alcocer de Madrid. Aunque por su cargo le tocaba bajar del vehículo, Dionisio fingió un ataque de ciática y convenció a sus compañeros de que fueran ellos a por las sacas de dinero mientras él esperaba al volante del vehículo. Una vez solo, Dionisio les dio esquinazo. Horas más tarde, el vehículo apareció no muy lejos de Alberto Alcocer, en las cercanías de la Avenida de Pío XII, detrás del centro comercial Jumbo, donde Dionisio había aparcado esa mañana su automóvil, un Audi 80. En el furgón, la policía encontró su chaqueta del uniforme, su pistola reglamentaria y una escopeta a la que había vaciado los cartuchos. De lo que no había rastro era de los 300 millones de pesetas que transportaba o, al menos, de buena parte de ellos. Sí que estaban, sin embargo, 20 millones que, según Dionisio, había dejado para pagar las nóminas de los trabajadores de varias empresas. La policía, sin embargo, informó de que la razón del abandono fue, sencillamente, la comodidad: los 20 millones estaban en monedas. Pesaban demasiado.
“Se busca: vigilante calvo, bizco… y millonario”, publicó el diario ABC cuando se conoció la noticia del robo, naciendo el Robin Hood cañí
Todo parecía marchar sobre ruedas para un hombre que, aunque no disfrutaba de una vida muelle, tampoco tenía demasiadas ambiciones. Al menos hasta que una disputa con uno de los supervisores de la empresa Candi provocó que Dionisio fuera degradado y pasase de guardaespaldas a jefe de ruta de furgón blindado. Una ofensa que Dionisio nunca perdonó y que se prometió vengar de alguna manera. Lo que nunca imaginó es que el método elegido fuera tan efectivo: tras el robo de los 300 millones Candi acabó cerrando unos años después. También ayudó un fraude de miles de millones a la Seguridad Social, todo sea dicho. “Se busca: vigilante calvo, bizco… y millonario” publicó el diario ABC cuando se conoció la noticia del robo. La mayoría de medios de comunicación también apostaron por ese tono desenfadado y, entre chanzas por el aspecto del personaje y alabanzas a su acción, lograron que Dionisio, que para entonces ya era “el Dioni”, se convirtiera en una especie de Robin Hood cañí. Un héroe popular que encarnaba las aspiraciones de muchos españoles: propinar un golpe limpio a su empresa, dejar parte del botín para pagar las nóminas de los trabajadores, huir con el resto a un lugar remoto y dar buena cuenta de él dilapidándolo en diversiones.
En ese sentido, Dioni no fue nada original. Después de cargar las sacas de dinero en su coche con ayuda de unos cómplices, se dirigió al aeropuerto de Barajas. Allí estacionó el automóvil para que sirviera de señuelo a la policía y, en otro vehículo, puso rumbo por carretera a Huelva, desde donde pasó a Portugal. En el país vecino esperó unos días y, tras conseguir un pasaporte falso a través de otros compinches, tomó un vuelo a Brasil, país que acababa de firmar un tratado de extradición con España pero que no entraría en vigor hasta 1990.
“Me han ofrecido trabajo de relaciones públicas en una empresa de seguridad”, aseguró el madrileño al conseguir la libertad provisional
En Río de Janeiro el madrileño alquiló un apartamento en la zona de Barra de Tijuca, se operó el estrabismo, también el tabique nasal y se dedicó a salir por la ciudad a divertirse sin reparar en gastos ni precauciones. Alquilaba limusinas cuyo color de carrocería elegía según el tono de piel de la mujer que le acompañase esa noche, desayunaba ostras y champán para quitarse la resaca, volaba en helicóptero o contrataba a una orquesta italiana para que le amenizase una cena en el restaurante Bella Roma. Incluso, contó Dioni, estuvo en negociaciones para comprar un cadáver que las autoridades brasileñas habrían hecho pasar por él para que la Interpol perdiera su rastro. De hecho, fue ese ajetreado tren de vida el que hizo que la policía federal brasileña le confundiera con un narcotraficante y decidiera registrar su apartamento el 19 de septiembre de 1989. Si bien no encontraron drogas -al menos en cantidad suficiente como para imputar a alguien por tráfico-, sí hallaron el pasaporte falso, dos pistolas y numerosos recortes de periódicos en los que se informaba del robo de un furgón blindado en España con más de 300 millones de pesetas. Tras un intento de extorsión por parte de los agentes para intentar hacerse con el dinero, la policía brasileña informó a sus colegas españoles y Dioni fue detenido y trasladado a una prisión brasileña. En ella permaneció hasta julio de 1990, fecha en la que fue extraditado a España. El 24 de mayo de 1991 comenzó en la Audiencia Provincial de Madrid el juicio contra “el Dioni”. El guardia jurado, que se presentó ante el tribunal con chaqueta blanca, camisa blanca con rayas, pantalón azul marino, corbata floreada y zapatos claros, no estaba solo. Junto a él comparecían dos matrimonios amigos que habían ayudado a ocultar el dinero e incluso le habían llevado cierta cantidad a Brasil. El resto de los cómplices -que tenían el resto del dinero que nunca apareció y cuyo monto podría ser mucho más que los trescientos millones que se declararon a la aseguradora- habían fallecido o no pudieron ser localizados.
La fiscalía pidió para Dioni una condena de seis años por robo y falsificación de pasaporte pero su abogado, Rodríguez Menéndez, consiguió enfocar el caso de otra manera y obtener una reducción considerable de la condena. Para el mediático letrado, la acción de su cliente no encajaba en el tipo penal de robo, sino en el de apropiación ilegal, a la que él añadía una eximente de trastorno mental debido a las presiones y el estrés a los que su cliente estaba sometido. El argumento convenció en parte al tribunal y, si bien no consiguió su absolución, Dioni fue sentenciado a tres años y cuatro meses de prisión menor por apropiación indebida. Apenas unos días después de dictada la sentencia, el 5 de junio del 91, obtuvo la libertad provisional por haber cumplido ya dos terceras partes de la pena. Ante los periodistas apostados en la puerta de Alcalá Meco, un Dioni radiante comentó: “Me han ofrecido trabajo de relaciones públicas en una empresa de seguridad”.
@SantiGurtubay
www.bestiariocancun
www.elbestiariocancun.mx