Signos
Por Salvador Montenegro
Sí, el señor Adán Augusto, titular de la política interior de México, tiene razón: el candidato de Washington -si tiene que elegir entre los más probables, todos, hasta ahora, del partido presidencial- para suceder a Andrés Manuel en el Gobierno mexicano, es el canciller Marcelo Ebrard.
Pero no sabe lo que dice cuando asegura que el general Lázaro Cárdenas se equivocó al imponer al general Manuel Ávila Camacho como sucesor suyo en tanto ser el preferido de los estadounidenses y, por tanto, el más contrario a las políticas nacionalistas y socialistas del cardenismo.
Según el representante personal de los negocios políticos presidenciales y quien se promueve como hermano imprescindible de afectos y de ideales de su jefe y guía moral, Andrés Manuel no cometería jamás el mismo error de Cárdenas nombrando en su lugar al candidato más proyanqui y enemigo del obradorismo porque, del mismo modo que Ávila Camacho con el cardenismo, Ebrard terminaría traicionando el obradorismo y entregándose al imperialismo.
El secretario de Gobernación se promueve para heredar las riendas presidenciales de su jefe máximo, retorciendo a conveniencia una historia que supone no conoce nadie o casi nadie en un pueblo sin escuela, sin criterio y sin memoria. Y acaso no ha leído siquiera o se hace el desentendido en torno a los juicios mejor sustentados y más reveladores recogidos por estudiosos y periodistas -como Julio Scherer García- respecto de la sabiduría, la sensibilidad y las habilidades políticas del general, de quien solía decirse que era un ser político integral y astuto como casi nadie.
Claro que si por sus convicciones ideológicas y sus compromisos sociales hubiera sido, jamás hubiese dudado en elegir a su amigo, paisano y mentor político, Francisco José Múgica, para dejarlo en su lugar y continuar su obra de reivindicaciones revolucionarias.
Pero para cuando terminó su mandato, las relaciones con Estados Unidos estaban muy lastimadas por la expropiación petrolera -incentivada en gran medida por Múgica- y por iniciativas propias del socialismo en boga (la educación socialista, el reparto y el colectivismo agrarios, el respaldo a la causa republicana española -acusada de comunista, por el fascismo y sus galerías fanáticas-, el asilo a Trotski, el sonoro activismo prosoviético intelectual de moda, la política de masas, la emergencia de las organizaciones obreras y campesinas, etcétera). Y en Estados Unidos, con la expansión soviética, crecía también la efervescencia anticomunista e imperialista, y la intolerancia conservadora y racista. En ese peligroso y contrastante escenario se asomaba, como remate, la Segunda Guerra Mundial, enseñaba sus dientes de sangre y de conquista el poderío nazifascista, y México y sus debilidades posrevolucionarias y dependientes no tenía mucho para dónde hacerse: necesitaba aliarse a la causa estadounidense o quedarse solo con sus banderas progresistas.
Cárdenas tenía dos opciones: la de su exedecán de confianza convertido en Secretario de la Defensa, o la del gran líder revolucionario; la derecha militar donde también tenía ascendiente y se le respetaba, o la izquierda radicalizada que creía en él, pero también en preservar el antiimperialismo y el giro socialista del régimen revolucionario.
Cárdenas no se equivocó, con el preferido de Washington. Tampoco lo había hecho cuando, en su calidad de Secretario de la Defensa, decidió asumirse como el más eficaz y servicial de los mandaderos y vasallos del entonces Jefe Máximo, Plutarco Elías Calles, para que este lo eligiera como uno más de los títeres representativos de su Maximato, a través de quienes, como postizos presidentes de la República, imponía sus fueros de dictador inapelable. Él no tenía ningún pudor en ofrecerse como el quinto en la lista por otros cuatro años.
Quien se equivocó fue Calles. Cárdenas lo echó del poder y del país apenas asumió la dirigencia del Estado. Luego emprendió todas las reformas revolucionarias que el callismo había prometido y abandonado. Y -en esos tiempos en que los derechos políticos eran otra cosa y las potencias democráticas mayores eran imperios racistas y bastardías colonialistas- decidió imponer a un sucesor contrario a sus principios, a sabiendas de lo impopulares que eran su decisión y su candidato.
Con Múgica, su partido revolucionario habría ganado de calle la elección. Con Ávila Camacho la perdió, pero la fuerza presidencial hizo que se ganara a toda costa.
No se equivocó el general. Quien se equivoca es Adán Augusto. Él no es, ni de muy lejos, el Múgica que pretende parecer y que Andrés Manuel debe elegir para preservar el obradorismo. Y Andrés Manuel debería saber, asimismo, que puede ser lo buen presidente que quiera y hacer tantas y tan buenas cosas como el general Cárdenas, pero que la pretensiones continuistas, como las de Calles, no le sirven al país imponiendo títeres a voluntad sólo porque se puede, y que, buenas o malas las decisiones presidenciales en curso, tienen un término constitucional y necesario que debe respetarse para no acabar en dictadura, por popular que sea, como han sido tantas, tan populistas, tan degradantes a fin de cuentas, y tan autodestructivas.
Cárdenas sabía que a sus reformas históricas le hacía falta alguien de la estatura moral e institucional de su compadre Múgica. Y Múgica terminó entendiendo que su aspiración presidencial era menor, incompatible y contraria a las urgencias del país de entonces.
Y por eso Cárdenas y Múgica volvieron a coincidir y a abrazarse como compadres en Ixmiquilpan y a saldar sus pendientes en el parque tomándose uno o dos de los desde entonces ya célebres helados michoacanos.
El país importaba, no el poder para hacer del país una ocurrencia del poder o un manojo de intereses.
Esa civilidad ida, es la necesaria. No la guerra de Adán Augusto contra Ebrard y su presunta candidatura para los gringos.
SM