Signos
Por Salvador Montenegro
Se sabía que el proceso interno del partido presidencial para elegir a sus dirigentes locales y nacionales mediante un congreso de voto militante directo, sería una chunga y un manoseo de simuladores mañosos donde ganarían los de siempre:
Ganarían los que tienen más saliva y tragan más pinole. O los que tienen la sartén por el mango en la cúpula nacional y en las locales. O quienes han sido autorizados por el jefe máximo para controlar las elecciones partidistas y para declarar, como candidatos a Gobiernos y representaciones populares, a los que él ha decidido que lo fueran.
Y se sabía que en la lógica de ese estercolero democrático, propio de las herencias del viejo PRI -de donde proceden la mayoría de los más torcidos operadores políticos y los contendientes electorales también más percudidos y ganadores del obradorismo-, algunos gobernantes emanados de las ‘encuestas de popularidad’ entre la militancia y que los hicieron candidatos del dedo presidencial hecho partido, decidirían, con la complicidad de la cúpula formal del partido del dedo, que tenían poder discrecional de sobra, como en Quintana Roo, para imponer en las demarcaciones partidistas y como liderazgos emanados del cochinero congresional más reciente del partido del dedo, a cualquier consanguíneo o siervo suyo, con la misma autonomía imperial con la que aquel célebre romano decidió dignificar a su caballo.
Pero no. Algo había cambiado en los códigos autoritarios del viejo PRI, cuando el poder presidencial subrogaba parte de su vasto potencial de arbitrariedades a gobernadores, alcaldes y caciques regionales o sectoriales con capacidades fácticas de autoridad y decisión. Eran poderes simbióticos que se retroalimentaban.
Ahora no. La cosa no era tan así.
Los gobernantes, representantes populares y caciques de las glorias de antes, por rufianes que fuesen, tenían presencia y poder propios que, si bien rendían y ponían a merced del jefe político superior mediante los valores entendidos y los rituales del caso que se condensaban en el llamado ‘institucionalismo’, tenían cualidades de liderazgo y habilidades miméticas y marrulleras con que se promovían y hacían ver y valer.
Acá no. Los elegidos sólo eran usufructuarios sin mérito ninguno del vasto poder del dedo, cuya popularidad presidencial, sin embargo -por iletradas que pudieran ser sus legitimadoras mayorías-, sí acreditaba nombrar a cualquier jumento de dos patas si quisiera.
No, no: estos no. No tenían, en el partido del dedo, dedo propio.
Y entonces, de nominados distinguidos por las encuestas de la simulación democrática del dedo pasaron a ser lacras oportunistas de un pestilente leprosario del pasado autárquico con el que habría que acabar.
Y cualquiera sabe ahora, por boca presidencial, que el dedo de la democracia partidista de la regeneración moral es uno solo. Y que, por eso, su partido, el de las lacras, también, de la simulación y el oportunismo, no puede tener una segunda oportunidad democrática sobre la tierra.
SM