Las rupestres ‘cargadas’ tricolores del porvenir

Signos

Por Salvador Montenegro

Sí, el canciller Ebrard es protagonista fundacional del Partido Verde. Mueve hilos fundamentales en él, y a marionetas como Mario Delgado, del que siempre ha sido jefe político y ‘moral’, y que, como dirigente de su partido, el presidencial, ha operado las relaciones con el Verde, en contra de sectores militantes que entienden que esa sociedad del crimen ha desnaturalizado y es parte esencial de la degradación terminal del obradorismo.

Como jefe de Gobierno de la Ciudad de México, legado por Andrés Manuel al término de su mandato en ella, Ebrard, a través de su entonces titular de las finanzas capitalinas, Mario Delgado, derivó, como es de sobra sabido, importantes recursos del erario para el financiamiento, en sus momentos más críticos y decisivos, del ahora Movimiento de Regeneración Nacional, con cuyo partido llegó el ahora jefe máximo al poder supremo del Estado mexicano.

De ahí la gran fuerza del Verde ahora, primer e imprescindible aliado del Morena, donde el dueño de la franquicia, el Niño Verde (o Jorge Emilio González Martínez, como también se le conoce), influye de manera tan determinante en los procesos que conciernen a la alianza verdemorenista y sus ámbitos de control político, administrativo y electoral, y en favor de los intereses del Canciller. Y sobre todo, claro está, en aras de los empeños relativos a su proyecto de relevar a su actual jefe en la Presidencia de la República; en esa iniciativa a la que -a diferencia de cuando este lo heredó con la Jefatura del Gobierno de la Ciudad de México- ahora se opone el jefe máximo, a sabiendas y en la virtud de que nadie, entre sus actuales seguidores y más fieles colaboradores, tendría un proyecto de Gobierno más propio y más independiente y diferente del suyo -y al que ha denominado como la ‘cuarta transformación’ del país-, pero al que tampoco, y merced a las contribuciones a la ‘4T’ del ahora eficiente y consolidado diplomático, puede negarle que fomente su candidatura así sea mediante la turbiedad de los negocios de su ahijado y socio político -del Canciller, claro está-, el escatológico Niño Verde, como los que auspicia con tanto éxito en Quintana Roo.

Se sabe tanto que los actuales secretario de Gobernación, Adán Augusto López, y jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, son los amores sucesorios incondicionales y favoritos de la popularidad personal con que se esmera en cobijarlos Andrés Manuel para que lo releven –si bien sólo nominalmente- en el poder, como que no gozan de más méritos que esas, sus preferencias personales, para ocupar el cargo y continuar cumpliendo con sus órdenes de jefe máximo, lo que, en efecto, podría hacerlos suertudos beneficiarios del cargo, pero acaso, también, victimas posteriores -en la revocación de mandato, por ejemplo- de su impericia y del poder demoledor de enemigos que podría, ahora mismo, estar organizando Ebrard en torno de su propio y alternativo poder opositor.

El zacatecano senador, Ricardo Monreal, aprovecha en las cruciales vísperas el desprecio presidencial y del morenismo incondicional, para negociar adhesiones a su causa disidente -en el contexto de guerra y derogación de su todavía partido- con los morenistas inconformes e infieles, y con algunos de los opositores más distintivos y afines de todas las formaciones enemigas del régimen federal.

Y, buen conocedor de la genética priista propia, de la del oportunismo morenista mayoritario y de la de la oposición oficial, sabe que la fuerza de su liderazgo no le da para asumir una postulación presidencial en los comicios venideros, pero sí para una inmejorable negociación a la hora de las definiciones de las mismas, de las relativas al próximo Gobierno de la Ciudad de México, y de todas las demás que valgan la pena en el corto y el mediano plazos.

Porque si bien no consiguió presidir él mismo la siguiente Mesa Directiva del Senado, por ejemplo, sí lo hizo un candidato suyo contra los favoritos de Palacio Nacional, por lo que seguirá siendo un factor de poder con el que deberá contar Marcelo Ebrard, sea candidato del oficialismo u opositor.

Nada cambia, por supuesto, en la realidad republicana, con estas o aquellas nóminas, en unas u otras instituciones públicas.

Unos líderes -los excepcionales- serán menos malos y rapaces que otros, pero la generalidad representativa y los rituales del poder sólo cambiarán de nombres y de formas al ritmo de las coyunturas, con los triunfalismos eventuales de unos, y los dimes y diretes que colmen el interés superficial de la opinión pública y de sus proveedores mediáticos, sean influencers, standuperos o comunicadores de afición o de oficio.

La cultura tricolor, en sus versiones democráticas modernas de partidos y militancias y liderazgos, seguirá siendo lo que dicte el curso de la decadencia cognitiva y crítica en las aulas y las urnas; y la sociedad mayoritaria -al margen de las élites privilegiadas- seguirá padeciendo el fatalismo de no saber explicarse por qué no se rompe el círculo vicioso de los que lucran con el poder, antes y después de los anuncios vanos y las retóricas banales de las regeneraciones morales y las transformaciones nacionales de todos los tiempos, donde la corrupción sigue siendo el lodo, cual merengue, de los más, los casi todos, y contra la que combaten a gritos (no hay libros, no hay estética ni humanismo) los menos, los casi nadie o los tontos o los demagogos o los extraviados en la quijotesca virtud contra la incontinencia de la perversión y lo imposible.

Ya nada queda por ver de trascendencia histórica. Sólo queda por vivir el espectáculo del morbo de las ‘cargadas’ o las ‘borregadas’ oportunistas y militantes venideras.

¿Qué harán los verdes caribes con las próximas banderas de Ebrard, por decir algo, y, más, si son también anaranjadas y no guindas o moradas?; ¿y qué, los morenistas, liderados por el nuevo poder superior del Estado hacia los legionarios de Sheinbaum o de Adán Augusto, según el dedo elector les mande? ¿Cuánto durará el idilio verdemorenista y el desprecio antimonrealista?

¿Habría de verse esa reedición del viejo ‘tapadismo’ presidencial; el institucionalismo de alinearse con el dedo sucesorio y de última hora del jefe máximo?: ¿de decir ‘adiós, Claudia, adiós amado Adán Augusto, pero la orden por la salvación de México ahora es mecer la cuna del Niño, el ahijado de Marcelo, para que este pueda proteger el futuro del hasta ahora mejor hijo de la patria?

SM

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