Signos por Salvador Montenegro
Nada, para el entendimiento o la confusión, como la diplomacia. Pero es un arte cuando entre las diferencias se negocia con la razón, y en la civilidad se hacen valer las posiciones soberanas.
Nadie fue un mejor negociador que Juárez; y su diplomacia y sus diplomáticos forjaron una escuela mexicana de la defensa del derecho internacional, que fue reconocida y respetada aun en los peores y más ilegítimos mandatos republicanos.
Podrá acusarse que Juárez cedió soberanía a los estadounidenses en tiempos de guerra (una guerra civil en una nación apenas existente y vecina de otra que se aprestaba a una conflagración similar, de bandos internos adversarios), pero nada menos cierto: en la extrema vulnerabilidad del Estado mexicano de entonces eligió la alternativa de la mejor alianza estratégica con Washington frente al peor enemigo internacional, y a final de cuentas salvó la situación sin mermas para el país; el Imperio francés se replegó ante la amenaza del expansionismo estadounidense -en América, y la de la escalada del conflicto francoprusiano en Europa-, y el Tratado McLane-Ocampo nunca se operó ni ocurrió la ocupación estadounidense posible que consignaba.
Saber negociar con los interlocutores más difíciles y en los tiempos más críticos, hace la mejor diplomacia. Coincidir con los iguales y en las condiciones más convenientes no tiene mérito. La diplomacia no es para pelear; para eso es la guerra, cuando la diplomacia fracasa. La diplomacia es el espacio para mediar y donde se hace posible ganar cediendo, y donde perder con los laureles de la gloria debe ser la última salida, frente a los poderosos, con las consecuencias inevitables de la guerra que no quede más remedio que librar por una causa irrevocable. La diplomacia, pues, es una apuesta por la rentabilidad de las opciones. Y siempre que la ocasión del diálogo, el acercamiento y la conveniencia mutua entre las partes se presente, debe usarse.
Es cierto que son tiempos críticos para un encuentro entre los presidentes de México y Estados Unidos; que a Trump podía convenirle más esa visita de López Obrador a la Casa Blanca por la significación de un posible voto mexicano favorable cuando su gestión ante la pandemia lo ha debilitado electoralmente; y que un también posible triunfo demócrata en noviembre podría deteriorar las relaciones de Estados Unidos con México. Puede argumentarse eso y más en contra de la visita; en los temas diplomáticos, los criterios más confrontados y mejor elaborados pueden parecer verdaderos, pero siempre se sabrá a ciencia cierta que pocos aspectos de la política y la opinión pública son más relativos y subjetivos en su tratamiento que los de las relaciones internacionales, donde las formas y los mensajes encriptados cuentan tanto para la operación de las verdaderas intenciones y la obtención de los mejores dividendos.
¿Tenía que renunciarse al viaje porque se hacía el juego electoral a Trump? ¿No debía aprovecharse, más bien, el interés coyuntural de Trump, en favor de la parte mexicana y a propósito de prioridades tan inmediatas como las comerciales, las sanitarias, las migratorias y las de seguridad en horas de una de las peores crisis de todos los tiempos para los dos países?
Se argumenta con alguna razón, asimismo, que la visita del mandatario mexicano es un aval para el maltrato de la administración Trump contra los indocumentados mexicanos, y que la confrontación y la condena sería una postura más digna. ¿Pero no se puede abordar el mismo tema en los mejores términos?, ¿no son para eso el tratamiento fuera de agenda y el diálogo privado de los jefes de Estado? La censura y la confrontación pueden favorecer el protagonismo y la propaganda de las causas, ¿pero producen mejores resultados prácticos que la discreción y la habilidad negociadora, y que la aptitud para el convencimiento y la enmienda? Si Trump pierde las elecciones, ¿qué problema hay con mantener la cordialidad en el poco tiempo que le queda de gestión? Y si las gana, ¿no es mejor ese clima que el de la intolerancia y la discordia durante cuatro años más?
Pocas veces ha sido tan distante la naturaleza política de los mandatarios de ambas naciones, y tan indispensable su acercamiento. ¿No era conveniente aprovechar el interés específico de Trump y la buena impresión que tiene del actual mandatario de México, al que siempre ha dispensado cortesía (sí, sí: más allá de las presiones arancelarias y migratorias de la víspera de las negociaciones del tratado comercial y donde el margen de maniobra ha sido el que separa a la espada de la pared)? Lo de menos es si el estadounidense es despreciable o no (es pródigo en animadversiones a medio mundo y en granjeárselas, porque lo suyo es la ruptura y no la convergencia). Lo de más es el ambiente promovido por su disposición y la del presidente mexicano para el tratamiento de los asuntos bilaterales en un momento tan significativo. Trump es una bomba de improperios. Pero tratarlo como un vecino indeseable, en un vecindario sureño tan caótico y tan dependiente de las relaciones con su Gobierno, no parece lo más razonable.
Trata al otro como te trate, es la divisa del respeto mutuo. Y si es tu enemigo o no es tu amigo, y les conviene a los dos un buen acuerdo, trátense bien los dos. Pero no tiene por qué renunciarse ni a la simpatía ni a la soberanía, por distante que se sea en lo que se es y lo que se defiende. No se tiene que abdicar a las verdades, sino a los prejuicios, y mucho menos a la prudencia contra los riesgos de la sinrazón.
Más allá del comercio y las políticas migratorias, hoy día la buena vecindad es capital en términos de colaboración contra la pandemia y el ‘narco’, donde las cifras negras están al alza en ambos lados de la frontera. Y en lo que al asunto del ‘narco’ concierne, es fundamental un acuerdo donde el presidente mexicano evite el dogma nacionalista de la unilateralidad de su combate y acepte una colaboración -lícita y regulada, pero con los mejores recursos de participación estadounidense- más estrecha, enfática y eficaz contra las bandas criminales.
SM