Signos
Por Salvador Montenegro
Cancún es tierra quemada.
Más aún que Playa del Carmen o Tulum, está a merced del fuego y del fuero invencible de los sicarios.
Y ese incendio de impunidad en que se consume como la paja el Estado de derecho, no es sino obra del narcogobierno, el enemigo más salvaje y carnicero de ese Estado de derecho.
Porque si las instituciones y las autoridades armadas y jurisdiccionales, con todo su poderío constitucional, no impiden la propagación de la violencia y el crimen, se convierten en el combustible esencial que los propicia y los estimula.
El poder político que no garantiza la seguridad -como su encomienda constitucional básica-, es un poder político traicionero y al servicio del terror que imponen a la población las bandas homicidas.
Ese narcogobierno, amparado en la popularidad del poder presidencial y en la ceguera iletrada e idólatra del electorado mayoritario, se generalizaría en la entidad caribe si la última alcaldesa cancunense y candidata de la sociedad del partido del Presidente y el del Niño Verde, se convierte en la próxima gobernadora.
El panorama sangriento de Cancún no puede sino evidenciar el narcogobierno que lo produce, dentro del espectro irremediable de una impunidad y una ingobernabilidad nunca tan desmesuradas como las de estos tiempos, los de la llamada regeneración moral o de la ‘cuarta transformación’.
SM