Signos
Por Salvador Montenegro
Es cierto, se cometieron muy condenables excesos en el procesamiento de los casos de los secuestradores Israel Vallarta y Florence Cassez, y del asesinato y desaparición de los cuerpos de los normalistas de Ayotzinapa y de otras víctimas colaterales relacionadas con ellos.
Son excepcionales, extrañísimos y contados apenas con los dedos de las manos, entre la masividad de los mismos, los hechos policiales, ministeriales y jurisdiccionales que se atienden con rigor legal y respeto a las condicionantes del llamado ‘debido proceso’.
Cuando no hay impericia, hay dolo, o ambos: abusos incontables en cualquiera de las etapas procesales que sí tienen lugar, o flagrante y ominosa impunidad en las más multitudinarias vejaciones que hacen del sistema penal mexicano uno de los más inoperantes, corruptos, impunes y menos confiables del mundo democrático.
Cuando no peca de incompetencia o de barbarie el agente policiaco de cualquier corporación, pecan de la misma incapacidad, o de omisos o abusivos, los funcionarios de cualquier otro orden de la Justicia.
Y a partir de excesos y omisiones, voluntarias e involuntarias, y en una sociedad nacional sin cultura del derecho y sin siquiera mínimos de escolaridad y de conciencia sobre sus propias garantías constitucionales e individuales más básicas, ganan los delincuentes más poderosos, y con ellos gana la industria de la defensoría corporativa que lleva sus casos con los despachos más influyentes y los abogados más gangsteriles, preparados y mejor relacionados -por la vía de las amenazas o las ínfulas o los sobrados dineros de sus defendidos- contra los mal pagados, incompetentes o vendidos investigadores institucionales, o defensores de oficio, o funcionarios públicos que deben representar en los tribunales a las -por tanto- más indefensas víctimas de tan suertudos e intocables victimarios.
Y en ese ámbito de legislaciones absurdas o mal hechas, para la interpretación más subjetiva y al gusto del interés político o de la politización ministerial y judicial de las coyunturas del poder, ocurre que no pocas de las mayores víctimas lo son de sus victimarios directos y también del abandono de las autoridades que deben velar por sus derechos (es decir: son doblemente víctimas), mientras otros tantos criminales y autores dolosos de las peores tragedias son, a su vez, victimizados -mediante los muy numerosos recursos del estricto formalismo legal, incompatible con el primitivismo arrabalero de la realidad y la inconsistencia institucional, y por cuyas grietas se cuelan y se instalan los más ladinos argumentos de los beneficiarios de la paradoja- para ser usados de manera mediática y propagandista y vengativa, por ejemplo, contra los principales adversarios de los dueños emergentes del poder.
Es cierto que hay atrocidades de las autoridades estatales y federales que corrompieron en su momento la investigación y el desenlace más objetivo y justo en torno al brutal homicidio y la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa y de quienes perecieron con ellos, por ejemplo, que no deben dejarse sin enmienda ni castigo. Pero tan perverso e impúdico como ellas es que en la politización de la nueva verdad de los acontecimientos se enfaticen esas violaciones de la autoridad responsable y se pretenda minimizar o parcializar la verdad referida a la crueldad inequívoca de los sicarios y de sus jefes involucrados en la masacre, y se les quiera poner a salvo como víctimas de la autoridad policial que los habría torturado para confesar el crimen.
No hay que ser ingenuos. No hay sicópata obsesivo y sanguinario, ni descuartizador ni depredador múltiple y empedernido, al que se le arranquen los secretos de sus mortandades más extremas con rogaciones lícitas y de buena fe, ni en las democracias más civilizadas y modernas del mundo. (La base estadounidense de Guantánamo sigue ahí y en eso, para no ir más lejos. Sobran las técnicas más audaces y retrógradas para el convencimiento confesional, aun en las sociedades más ilustres y defensoras de los derechos humanos). Pero si se quiere usar el exceso policial para convertirlo en un crimen mayor al que se confiesa, el sistema chatarra de la Justicia mexicana bien puede prestarse para el efecto, y entonces los funcionarios culpables de alterar la ‘verdad histórica’ -que es un término jurídico- de lo acontecido pueden ser más culpables, si así conviene, que los más encarnizados victimarios a los que puede sacarse ahora o ponerse fuera, por lo menos, del foco de la escena del crimen.
De modo que por conveniencias políticas ficcionadas como la nueva verdad verdadera, no importan tanto, hoy día, las víctimas y los mayores victimarios del caso Ayotzinapa, cuanto los manipuladores de algunas de las evidencias y los funcionarios policiales y ministeriales que no mataron a nadie pero que estaban al servicio del régimen al que se quiere enjuiciar y, de paso, complacer de ese modo a los familiares de los asesinados y a la buena opinión pública que ahora puede saber la verdad de las mentiras de la ‘verdad histórica’, sabiendo que los homicidas confesos de la matanza lo fueron sólo porque los torturaron.
Y así, también, las víctimas sobrevivientes de los secuestros perpetrados por el mexicano Vallarta y la francesa Cassez deben convencerse de que más víctimas que las de los secuestradores lo son los secuestradores mismos.
¿Por qué?, bueno, porque en su captura, los captores y funcionarios policiales y ministeriales montaron un bochornoso espectáculo televisivo, de corte noticioso, que alteró la escena del operativo y, por tanto, un ‘debido proceso’ que convirtió la cuestión en una discordia diplomática con el Gobierno francés -protector de los derechos de la secuestradora francesa- que no sólo obró la libertad inmediata de la criminal sino que, ahora, desde la óptica justiciera del mandato federal -o de sus intereses políticos para tomar venganza del jefe del Estado mexicano de entonces, Felipe Calderón, y acérrimo enemigo del actual-, hace, con el sanguinario exsocio y expareja suyo, Israel Vallarta, un cándido dúo de inocentes incriminados por los criminales representantes de las autoridades mexicanas a quienes, más que a ellos, debe hacerse pagar por la injusticia cometida contra ellos violando su sacrosanto e inviolable ‘debido proceso’.
Todos los tribunales por los que pasó la causa de los secuestradores determinaron que eran culpables, más allá de los abusos ciertos de la autoridad que los detuvo, los consignó y los puso tras las rejas.
La culpabilidad y el sadismo de los secuestradores nunca ha estado en cuestión. Y por eso fue indignante para tantos en la opinión pública, que la Suprema Corte mexicana, cual última instancia, declarase la inocencia y la libertad de la secuestradora, bajo la presión del ahora expresidente francés, Nicolas Sarkozy (también acusado en su país y sentenciado en fechas recientes, por cierto, a tres años de cárcel, bajo cargos de corrupción y tráfico de influencias durante su mandato).
Pero las formas adulteradas de un ‘debido proceso’ siempre violentado por la institucionalidad policial, jurisdiccional y carcelaria en México, aquí ha servido ahora para decretar la inocencia de unos criminales absolutos en favor de la propaganda de condena y de venganza contra el más odiado enemigo político y sus cómplices mediáticos, igualmente odiados, como el periodista Carlos Loret de Mola y el grupo de poder al que sirve y que le paga para reñir a diario con el Presidente, con el que intercambia infundios y diatribas insolentes y majaderas, más que verdades necesarias.
¿Pero dónde quedan las víctimas de los victimarios victimizados por la politización de la Justicia, si es la Justicia politizada la que se encarga de representar sus derechos doblemente ultrajados?
No, sin una opinión pública que atisbe de manera crítica e incida en el remedio de la contradicción perpetua entre los formalismos constitucionales mal legislados -como los del ‘debido proceso’- y las realidades institucionales y culturales que niegan su ejercicio debido a su insalvable y estructural anacronismo, la Justicia seguirá instrumentalizándose desde la política, y las apariencias residuales seguirán obrando en contra de las verdades históricas verdaderas, y de las verdaderas víctimas inocentes a las que debe defender, en primera instancia, un verdadero Estado de derecho.
SM