Signos
Por Salvador Montenegro
La legislación electoral mexicana es la mar de ambigua. Y los criterios de interpretación de la autoridad que la ejerce la tornan un galimatías aún más proclive a la irregularidad de las sanciones, que a la justicia que reclama el alto costo de las burocracias y las dirigencias institucionales especializadas y responsables, que en lugar de dirimir conflictos los complican con todo género de ocurrencias y subjetividades.
¿Dónde está la frontera entre la verdad de la acusación retórica de un candidato en contra de otro y dónde el dolo y el delito?
Lo que queda en evidencia en los juicios sobre el particular es la falta de juicio para emitir juicios tan imposibles de objetividad y de buen juicio.
La ofensa, en una campaña donde la confrontación y la descalificación del contrario es en buena medida el sustrato de la competencia, de la legítima propaganda y del éxito, es a menudo imposible de identificar, de probar y de establecer como tal cosa.
¿Y cómo advertir que la acusación de ofendido, atacado y vulnerado en sus derechos, del candidato destinatario del presunto descrédito, no es, a su vez, una estrategia tramposa e inmoral, y una intención de uso propagandístico y de mala fe que lesiona los derechos de su rival en beneficio propio?
Tales absurdas especificidades y nimiedades constitucionales y mecanismos de resolución hacen más daño que servicio al interés público, e identifican una democracia electorera, barata, ñoña, caprichosa y arbitraria.
En materia de libre expresión y de competencia y guerra política, debiera repararse en acontecimientos y situaciones de verdadera y determinante alta flagrancia, y no en cualquier implicación y adjetivación palabrera.
Porque de otro modo, las sentencias de la autoridad derivan en actos de censura más lesivos y autoritarios contra los derechos políticos y de expresión de las partes contendientes y confrontadas, que las manifestaciones de estas mismas, quienes deben ser los verdaderos protagonistas, en una arena donde el árbitro, para ser bueno, debe ser discreto y el más invisible del reparto.
De otro modo, como en la querella de la verde Mara Lezama contra el naranja José Luis Pech, con la complacencia y la sensibilidad fallida de los funcionarios electorales decisivos, la delincuencia y sus inicuos mecanismos de propaganda tendrán de su lado los beneficios de la ley y de los responsables de hacer justicia, como ocurre a menudo con la defensa de los derechos de los sicarios.
Hacen falta mejores leyes, por supuesto. Pero sobre todo funcionarios y jueces menos fallados en el sentido esencial de los valores sobre los que deciden: el sentido común.
SM