Mi universo de la peste es una ciudad pequeña, Chetumal, en la frontera mexicana con Belice y Centroamérica, en el Caribe, pero mi entorno en estos días de confinamiento se reduce a pocas calles, pocos establecimientos, y muy pocas y desconocidas personas, por lo regular empleados de esos comercios y farmacias. No me visita nadie ni visito a nadie, y los únicos vecinos visibles no sé quienes son, algo muy común en este entorno de constante y abigarrada colonización. De modo que el confinamiento chetumaleño es perfecto.
Pero ocurre algo extraño, o por lo menos a mí, que sí creo que el peligro de la pandemia es real, aunque me parece también que no será duradero y que el virus habrá de ceder en su demoledora estela: Para la gran mayoría o para casi todos por aquí, la crisis es cosa de otros rumbos remotos. Aquí se es muy de aquí, y entonces no ha de ocurrir lo mismo que a otro tipo de gente. El mundo no se ha integrado, no se cree así, según parece; y con sus excepciones, por supuesto, se sigue viviendo con la normalidad de todos los tiempos. Los automovilistas siguen chocando unos con otros, los accidentes no cesan, los asaltos y los asesinatos se multiplican, algunas calles son cerradas a la circulación y el tráfico se acumula en otras; parece que no hay mucho para donde ir, pero también que a la gente le da igual y le sobra a donde hacerlo, y, cuando uno se ve forzado a aventurarse, el mundo sigue andando y uno en él, con una diferencia patológica: la normalidad de los demás le parece una anormalidad de mutantes peligrosos. En la calle uno se siente un tanto abrumado y a merced de enfermos insensibles, potenciales o reales, sin conciencia de sí mismos ni de nadie ni de nada.
Ocurre, asimismo, algo contradictorio: Desde el claustro y mientras no hay la urgencia de ir a alguna parte, uno se siente a salvo. Chetumal, a pesar del desenfado, se ha mantenido en gran medida lejos del alcance del mal en gran escala, a diferencia del norte del Caribe mexicano donde las principales ciudades turísticas del país, Cancún y Playa del Carmen, son azotadas por la plaga debido a los masivos hacinamientos de una marginalidad producida por el descontrol urbano y la incompetencia gobernante para ordenar y armonizar el crecimiento turístico con la demanda y el bienestar sociales. La falta de inversión turística y de todo tipo ha salvado a la capital de Quintana Roo del contagio extranjero y de la aglomeración desbordada de la pobreza inmigrante. Le ha salvado también la suspensión del tránsito y el transporte foráneos de personas, y la sorprendente circunstancia de que su vecindario internacional inmediato, Belice, no ha sido tocado por la pandemia.
Pero el caso es que la gente de Chetumal hace su vida diaria al margen de esas consideraciones, y que quizá salga tan bien librada que, cuando se contagie, el virus ya haya remitido en su peligrosidad y haya desaparecido o se haya vuelto endémico pero tan apacible como una gripe. Y entonces a uno le viene una noción sedante. Sabe que, por buena suerte que podamos tener aquí en este pequeño universo inconsciente y desentendido del mundo, el patógeno, hasta hoy mortífero, anda por allí girando en motocicleta o en automóvil o a pie o en cualquier cosa, y que puede ser de alto riesgo ir a la calle, pero desde adentro de la casa de uno también se advierte y se siente un mundo vivo. Para esa gente que pasa, no está pasando nada. Uno ve en los medios disponibles como la peste tiene al hilo de la histeria a tantos seres en las más civilizadas y grandes urbes del mundo entero, y como se debaten en guerras de palabras y sentencias sus élites políticas mientras se refuerzan los sistemas sanitarios, se contemplan alternativas económicas, y se discute a muerte quiénes y cuándo pueden volver a sentarse en una banca del parque, mientras en Chetumal, en medio de ese paisaje fúnebre del mundo, afuera de su casa la vida sigue en la antípoda de tan apocalíptico desastre, y cómo nada cambia y nadie muestra alarma alguna, ni el mínimo síntoma de fatalidad ni preocupación por sí mismo ni mucho menos por cualquiera, y se acomoda uno en una idea tan apacible como acaso irresponsable: con todo este trajín popular, la crisis no hace mayores estragos, y mientras tanto el paisaje cotidiano en movimiento es mucho más alentador que el de los infiernos del mundo rico y civilizado. De modo que el confinamiento no es tan trágico. Belice no tiene muertos ni pánico por la peste que ensombrece al género humano, y es nuestro vecino inmediato y uno de los pueblos más pobres de la Tierra.
Oblíguese a lo que se obligue, aquí las cosas del diario no van a cambiar en absoluto, de modo que, una de dos: o no pasará más de lo que está pasando, o esto será la mortandad que por ahora y por ningún lado aquí se ve. Por tanto la ignorancia, la irresponsabilidad y la falta de generosidad y de sentido de comunidad de allá afuera configuran acaso y en la resignación inevitable un panorama gratificante en medio de la plaga, en tanto acá adentro y montados en la corriente de que nada más podemos hacer que preservarnos en nuestra individualidad aislada y mojigata, quizá terminemos por preferir este mundo caótico y desprevenido que el de las potencias civilizadas y ordenadas donde la gente vuelve a las calles con más miedo y desesperación que esperanza y felicidad, y cuestionándolo amargamente y politizándolo todo, además, al mismo tiempo.
Y así que puertas afuera de la reclusión, la vida fluye en una normalidad tan insensata como encantadora si se le compara con el medroso mundo de las crispadas democracias mayores donde las libertades son presas del pavor de los vecinos que salen a compartir el miedo de contagiarse a muerte con el de al lado. Salir a la calle en Chetumal con esa indolencia de la gente es la otra parte de la postal de quien sabe que eso puede ser lo mismo que cruzar una calle en Sarajevo en los días del exterminio étnico, aunque a fin de cuentas, como ya se ha dicho, quizá prefiera creer que no habrá mayores novedades fatales, y que a este entorno frontero lo seguirá socorriendo la suerte de que ni cuenta se dará siquiera de que el virus mortal de hoy se diluyó al cabo como tal, y la gente seguirá andando y sobrará el que diga ‘se los dije, eso les pasa por creerse todo’, y el que argumentará muerto de risa, cual rumbero cubano, que ‘cuando te toca, aunque te quites, y cuando no, aunque te pongas’.
SM