El final del Morena, como el del PRI y el PRD (nociones en modo pitoniso)

Signos

Por Salvador Montenegro

El zacatecano líder del Senado, Ricardo Monreal, no va a ser el candidato del Presidente de México a sucederlo, como bien lo sabe. Y por eso se asume como el principal crítico interno del autoritarismo y del faccioso fanatismo ‘corcholatero’ y mercenario, imperantes en su hasta ahora partido (cuyo programa no es otro que el discurso y la imagen presidenciales, donde residen su popularidad y su éxito electoral, y del que bien puede decir el Presidente que ‘el partido soy yo’, con la misma certidumbre de tantos que saben que sin esa sacrosanta y personalísima omnipresencia no tendría nada qué ofrecer).

El canciller Marcelo Ebrard, en tanto, tampoco habría de llegar a ser ese candidato sucesorio postulado por el partido oficial a que aspira convertirse. Cualquiera puede advertir, asimismo, que tendría el peor perfil como súbdito del jefe máximo dentro del proyecto transexenal que Andrés Manuel pretende. Nada más ajeno a él que la política social tan clientelar del viejo régimen revolucionario y defendida con la consigna de izquierdista franciscana de ‘primero los pobres’. O que su estatismo energético, inversor y promotor fundamental de infraestructuras. O que el modelo de economía mixta que maldicen los mercados como anacronismo socialistoide y espantajo contra el crecimiento económico y la modernización. 

Su genética es fifí. Es de hechuras neoliberales y privatizadoras salinistas. Es amigo de las mismas tradiciones y estirpes oligárquicas. Y es heredero de la misma cultura presidencialista y autocrática de todos los tiempos del poder en el país, donde la democracia electorera, a falta de una cultura sustentada en la cualidad educativa, sigue siendo un formalismo de utilitario pragmatismo fáctico. 

Es cierto que el Canciller, en sus días de jefe de Gobierno de la Ciudad de México, fue un factor esencial de financiamiento de la causa obradorista en sus horas decisivas. Pagó con creces -o altas cuotas del erario- el cargo que le fue legado y donde incurrió en actos de corrupción -como los que desembocaron, por ejemplo, en la primera de las dos grandes tragedias en la Línea 12 del Metro- de los que fue exonerado pese a su muy punible culpabilidad. Y su estrecha y muy servicial colaboración con el proyecto de la llamada ‘cuarta transformación’ fue gratificada, además, con la sobresaliente titularidad de la política exterior, desde la cual ha podido construirse la imagen más sólida de contendiente a la suprema dirigencia nacional; es decir: la imagen de mayor capital político propio, puesto que las de sus potenciales competidores -la actual jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, y el secretario de Gobernación, Adán Augusto López- no poseen fuerza en sí mismas y son meras derivaciones subsidiarias del liderazgo superior. 

Pero justamente esa autonomía y el potencial meritorio de su perfil político, además de su estirpe no emanada de la extinta ideología social priista sino del salinismo que la expulsó del seno tricolor -y desde donde Ebrard fue factor clave de la fundación del Partido Verde, en que hoy es una voz cantante y cuya gestación fue decidida para combatir al cardenismo (de Cuauhtémoc y los suyos, cuya expulsión obró la debacle del PRI) que se hizo Partido de la Revolución Democrática y de ahí Movimiento de Regeneración Nacional-, todo eso lo aleja del autoritarismo decisorio de su actual jefe, quien precisa de un continuismo subordinado que bien sabe que Ebrard es el menos indicado para garantizarle. Porque, al igual que él, tiene su propio proyecto de poder. (Sería el general Cárdenas demoledor de la nueva intentona de Maximato.) Como Monreal, cultiva su propio huerto de intereses, aunque sin el potencial competitivo del Canciller, quien combina, con sobrio y elegante equilibrio, la perfidia y la calculadora sabiduría.

El Secretario de Gobernación, por su parte, no tiene ni figura ni pinta para las urnas. Y Sheinbaum tiene el vigor de preferida del patriarca y puede ser la victoriosa elegida del dedazo máximo del Maximato moderno. Sólo que, una de dos: o puede ser sacrificada en la víspera si Ebrard y su fuerza electoral tejen alianzas -entre ellas con Monreal y Dante Delgado, dueño del partido Movimiento Ciudadano, o con Jorge Emilio González Martínez, dueño del Partido Verde- que hagan peligrar el futuro pospresidencial de Andrés Manuel y este opte por cederle la sucesión, o puede gobernar, Sheinbaum, ya sin el amparo visible y sostenible del ahora jefe máximo, acotada y debilitada para entonces por las carnívoras legiones comandadas por sus más que nunca encarnizados y poderosos enemigos de dentro y de fuera del -para entonces- moribundo Morena, cual los propios Ebrard, Monreal, Dante y Jorge Emilio, el Niño Verde.

Porque Ebrard y González Martínez son socios pragmáticos, sin ideología y sin escrúpulos. Mario Delgado, dirigente nacional del Morena, es de la misma catadura desleal y con la misma visión de la política y el poder como negocio. De modo que el Morena es un corral que al debilitarse el cencerro obradorista caerá bajo la estampida mercenaria de los búfalos. 

Y aunque ya no está para muchos otros trotes en la industria del poder, Dante puede placear al hoy joven e inexperto alcalde regiomontano e hijo del mismo nombre del célebre finado Luis Donaldo Colosio para curtirlo rumbo a la siguiente justa presidencial, mientras intenta cosechar más territorios de representación naranja rumbo a ese objetivo, o se suma al antiobradorismo si Ebrard es desplazado de sus pretensiones y decide alzarse con un movimiento sucesorio por cuenta propia.

Pero el caso es que puede armarse la rebambaramba decadente si el jefe máximo opta por una Sheinbaum sin asideros suyos ulteriores o por un Ebrard autosuficiente y libre de todo compromiso con alguien que no tuvo más remedio que cederle el turno, como ha sido después del derrocamiento institucionalizado del callismo por el cardenismo en los años treinta. 

¿Y qué pasaría, entonces, en las entidades y en los Municipios tras el hundimiento del morenismo y del fetichismo obradorista? ¿Qué pasaría con los oportunistas y los veleidosos arribistas que tomaron el poder mintiendo fidelidades y militancias a un jefe máximo y totémico ganador de todo y eje único de su causa y su partido? 

¿Ocurriría, por ejemplo, una desbandada parecida a la de los tiempos del pluralismo inaugural y la primera alternancia opositora en el poder presidencial tras el gran derrumbe priista aquel; cuando los jefes locales, partidistas, parlamentarios y de todos los signos políticos y en todos los territorios de su ‘mandato popular’ se sintieron liberados del rígido y caciquil patrimonialismo tricolor, y se tornaron poderosos y autogestivos para negociar por cuenta propia con la nueva y debilitada dirigencia del Estado mexicano, y cundió la anarquía y la ingobernabilidad, y se fragmentó el control institucional y se rompió en mil pedazos y se propagaron como nunca la corrupción y la violencia; y cuando en tan absoluta impunidad e inoperancia de todos los Poderes de la Unión se escindieron también y se multiplicaron las bandas del narcoterror en tantos núcleos regionales como capacidades de influencia y de dominio sobre la autoridad a su merced y a la deriva y despojada de toda fuerza de unidad republicana encontraron en ese despelote de la diversidad democrática del nuevo mundo de la patria?

Porque desde entonces no ha habido fuerza nacional para contener y sofocar el crimen y para reducir la impunidad e imponer el Estado de derecho con la convergencia de todos los Poderes y de los mandatos representativos de todos los colores y militancias. Pero ha habido, por lo menos, un liderazgo presidencial que, aunque por las vocaciones espontaneístas y las idolatrías que adhiere su presencia carismática, congrega con entera legitimidad las voluntades mayoritarias, si bien no ha querido usar ese poder de convocatoria para enfrentar y abatir a la industria de la narcoviolencia como bien y mejor que nadie hubiese podido, lo que supone el peor de los desperdicios de un liderazgo de Estado.

¿Qué harían pues, los oportunistas instalados en sus cotos de caza venideros sin tener que deberle nada a nadie y sin la sombra censora y de prédicas morales bajo la que tantos delincuentes y mercachifles sin virtudes de ninguna especie han arribado y están ahora mismo trepando al poder? 

¿Ocurriría en México la segunda oleada de la epidemia democrática, del arrebato del cada quién para su santo y cada grupo criminal, peor que ahora mismo, aliándose con cualquier hijo de vecino con alguna autoridad en cualquier parte, y poniendo y quitando jefes políticos y policiacos, y haciendo ganar elecciones a sus candidatos y haciéndose de espacios mediático y editoriales y de opinión a la medida de sus nunca tan libertinos e impunes intereses?

¿Qué habría con Sheinbaum? Pues digamos que habría, quizá, una Presidencia acotada por la estampida de los búfalos que dejaron de escuchar el cencerro de Macuspana, sin carisma ni legitimidad -porque las imposiciones eso son, por democráticas que parezcan- ni agarraderas salvadoras como las patrocinadas por el obradorismo para gobernar la Ciudad de México, y sin el amarre, por supuesto, de una popularidad redentora fraguada en el peregrinaje infinito y cotidiano de un liderazgo construido en todos los caminos y veredas habidos y por haber en el país entero. Y en el caos, la violencia hilvanaría el mejor de todos sus agostos.

¿Y con Ebrard? Pues acaso habría con él un presidencialismo puro y duro, la corrupción de siempre pero mejor disfrazada y avituallada con una retórica menos enfática en la imposible redención ética del país, el discurso de la tolerancia y del ‘liberalismo social’, la apertura inversora sin mediatizaciones estatistas y nacionalistas, y un falso centrismo de argumento progresista y tendencia neoliberal, matizado con una diplomacia juarista y cosmopolita, pero de brazos abiertos a la Casa Blanca. Habría despliegue armado contra el narcoterror pero sin el desorden calderonista y con una más estratégica implicación estadounidense y mayor y más eficaz dinámica judicial. La seguridad, el ‘tendón de Aquiles’ del presente mandato, sería una prioridad. Más o menos al estilo del exitoso Plan Colombia pero con precauciones soberanistas formales y un injerencismo externo mucho menos franco y colonialista. Ebrard gobernaría con demagogia y diplomacia de mano izquierda. Y con el rigor de un presidente de derecha del estilo de Ernesto Zedillo, aunque menos visceral, más cerebral, más refinado y elitista y multilateralista y mundano, y más político y diplomático. Quizá se ganaría en las políticas educativa y de seguridad. Y es muy probable que se regresaría a los despojos energéticos, la especulación financiera y la indefensión de la economía popular. Algo así. Tal vez…

SM

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