La utopía del mérito salvador

Signos

Por Salvador Montenegro

Nunca he creído en las ideologías -o en las doctrinas o las religiones o partidos o sectas o facciones o dogmas y militancias y formaciones y filiaciones y activismos y congregaciones de la luz del mundo unigénitas y dueñas de la verdad incompartible- cuyos cruzados abanderan principios o recetas o formas de salvación de todos los males, y donde todos los buenos son los de este lado y todos los malos son opositores, y donde la conversión de unos en otros depende de las alianzas de conveniencia que se acuerden entre tales y cuales grupos que vendan la causa por el poder de unos y otros como la causa y el mejor destino de todos. Amén.

Paréntesis:

Es cierto, sí. Este tipo de disertaciones, un tanto teóricas, suelen ser aburridas para un público promedio cada vez más amplio y alejado de toda forma de pensamiento que no sea simple, breve, lúdica y sin abstracciones explicativas. Pero es que en el espectro político, el posicionamiento militante en México parece agotado entre neoreformistas -los del pueblo bueno y sabio- y neoconservadores -los corruptos saqueadores de la privatización-, y, más, entre ‘chairos’ y ‘fifís’. Así nomás. Un reduccionismo clasista y maniqueo cifrado en gustos, modos, formas y actitudes que, por eso mismo, no explica cómo grupos de pobres o clasemedieros de bajo ingreso y pertenencia a los grandes sectores populares son antiobradoristas y enemigos de la causa de la regeneración anticonservadora, y cómo en esta causa puede militar un personaje de porte fifí, confrontado contra otro, en el bando enemigo, con porte de chaira o de pueblo pobre.

¿Se trata de un debate ideológico?

De modo que contra todas las adversidades y advertencias del modernismo simplista de la comunicación social y la opinión pública de nuestros días, contextualicemos nuestra aversión a los divisionismos militantes, ideológicos o no.

Fin del paréntesis.

En los tiempos juveniles y universitarios -entre los setenta y los ochenta, digamos; del socialismo tercermundista del echeverriato al neoliberalismo social privatizador del salinato- vibraban los revolucionarios puestos a batirse contra la opresión en sus trincheras. Ser joven era ser un activo para la lucha de contrarios (o entre bandos de correligionarios). Y, al cabo, entre las filas de los izquierdistas del civilismo -como los ideólogos de la academia que se convirtieron en contratistas del Gobierno- terminaban acogiéndose las oportunidades del orden institucional vigente y hablábase del cambio social como un proceso conquistable desde el mismísimo régimen en curso -que en el otrora tiempo estudiantil era acusado de tirano y opresor al grito de toda consigna libertaria- y convocábase a la renuncia de los extremismos del espontaneísmo y la inmadurez, y a optar por la experiencia y la mesura de las alternativas dulces y apacibles de la democracia sin renunciar a los principios y a los ideales, y etcétera, etcétera, etcétera… Entre ellos, faltaría más, estarían los apóstoles de la transición que llegaría con la alternancia foxista en el segundo milenio y con la industrialización de la transparencia y las autonomías institucionales dirigidas por élites multimillonarias.

Hasta en las democracias más adelantadas, las formaciones activistas han sido excluyentes. (Las fascistas y minoritarias han terminado ganando importantes sectores de simpatizantes en ciertas circunstancias, y las de más compromiso social han sido desplazadas por el mismo electorado en esas mismas circunstancias.) Y todas han asumido la justicia como objetivo propio. Y siempre han sobrado las declaraciones de principios justificando las condenas contra los otros en todos los asuntos y sin posibilidad de coincidencia alguna en ninguno de ellos.

Lo que me parece retardatario es que sigan existiendo las consignas y las Iglesias como el orden divino de los buenos contra los malos, como si las causas militantes obrasen los milagros de la redención del alma y residiera sólo en ellos la ventura del progreso, y como si hoy día, a pocas generaciones del fin del mundo y de la agonía civilizatoria bajo el apocalipsis climático y humanístico, tras la guerra ideológica de todos los siglos uno u otro bando hubiese alzado el estandarte de la victoria y de la salvación de quienes lo merecen.

El uno por ciento es dueño del noventa y nueve por ciento de la riqueza material del mundo a partir de la espiral de las quiebras y las concentraciones corporativas que hacen a la minoría más rica y reducida y a la mayoría más pobre y numerosa cuyos contingentes de miserables se multiplican en éxodos migratorios que huyen de sus patrias hambrientas y ensangrentadas paridas por el colonialismo arrepentido, humanizado y democratizado. El comunismo competitivo y victorioso es tal con mecanismos de inversiones globales de mercado y Estados unipartidistas represivos. En las democracias ejemplares van y vienen las crisis de la especulación financiera y se impone la alternancia electoral de los gobernantes que abren la llave del gasto público a la justicia social y los que privatizan la economía en favor de las oligarquías salvadoras del despilfarro socialista y que al cabo generan desempleo y hambre, y vuelta de nuevo a los regímenes del subsidio público y la justicia social. Los buenos son desplazados por los malos ahora redimidos por el nuevo sufragio mayoritario y que, al cabo, son removidos de igual modo. Van los izquierdistas a la cumbre del Estado un día y se repliegan otro día con el avance de derechistas y fascistas que bajan, a la postre, una vez más, sin que haya más cambios que los de la pobreza y la riqueza crecientes en la misma marcha de todos los tiempos.

Se acaba el mundo apremiado por el carbono y la ausencia vertiginosa y progresiva de la abstracción intelectual y la negantropía. Y triunfan los fenómenos del mal tiempo: el frío y el calor extremos, y el hedonismo y la infelicidad terminales de la especie.

Porque en un mundo y una historia de enemigos en guerra, los espíritus libres no suman, no cuentan. Da igual que existan o no existan. Las facciones, las filias y las fobias, los rebaños de depredadores y de salvadores siguen pasando por encima de los liderazgos que no creen en las bondades y las maldades diferenciadas en bandos y grupos, sino en relatividades e individualidades de seres que valen más o valen menos en sí mismos y al margen de idolatrías, de profecías doctrinarias y congregaciones. Y en horas postreras de insensibilidad audiovisual y de reduccionista y pragmática y súperinformatizada superficialidad, el gregario maniqueísmo sigue imponiéndose a la lógica humanística de que la aptitud empresarial no supone desmerecimiento moral o espiritual de quien sabe hacer negocios -si su renta privada es justa o compatible con los derechos laborales y sociales- ni toda representación popular es legítima y necesaria sólo por su procedencia militante y su propaganda ideológica.

Ya es regresivo ese gregarismo confrontacionista que a menudo termina sirviendo sólo a sus élites cupulares. Progresista sería si los liderazgos meritorios convocaran, en efecto, las laicas y desprejuiciadas virtudes de la diversidad, fuesen capaces de excluir las grandes mendacidades de los pleitos por el poder, e hicieran de la política una fuerza de unidad representativa opositora a los grupos y los bandos, y un Estado plural impermeable a los radicalismos de la fatuidad y la fe, donde hubiera de consagrarse la utopía de la mayor justicia relativa, inclusiva y a salvo de la violencia, la impunidad, la ingobernabilidad, la extrema desigualdad y la ignorancia.

Pero hoy día, por ejemplo, en México, la oligarquía más depredadora y voraz promueve como su representante más competitiva para la Presidencia del país a Xóchitl Gálvez, una mujer de origen humilde que disfraza sus intereses de empresaria de derecha y defensora del modelo privatizador de los patrimonios públicos, detrás de una apariencia utilitaria y vulgar de gente de pueblo a la que asocia un verbo iletrado y majadero como único recurso de identidad popular y adhesión electorera.

Y en el bando al que ella disputa el poder de la popularidad presidencial con su disfraz de cordero populista, Marcelo Ebrard, otrora perteneciente a la banda privatizadora salinista -cercana a su cuna y su perfil de clase-, dice defender ahora, desde la izquierda combativa y revolucionaria, las causas sociales de su actual partido y de su liderazgo en el más alto poder del Estado, las mismas que dice defender en esa izquierda Claudia Sheinbaum, aunque, si bien ella sin falsas posturas militantes ni disfraces ocasionales de pertenencia, también sin más proyecto ni recurso de popularidad ni fuerza electoral que los que le deriva la orientación de las preferencias hacia su postulación del jefe máximo de la llamada 4T.

Y de este jefe máximo y de su proyecto nacional de vocación popular -el liderazgo más legítimo y democrático de la historia- no podríamos hablar de un izquierdismo y de un socialismo clásicos, sino de los de la doctrina priista originaria y fundamentada en los principios sociales vindicativos de los vencedores reales e institucionalizados de la Revolución Mexicana, esa ‘ala izquierda’ del tricolor que un día fue expulsada por el neoliberalismo salinista y cuya desnaturalización (porque la derecha y la izquierda, patrones y sindicalistas y campesinos y sectores medios, hacían el equilibrio de la suma y la unidad corporativista y militante bajo el principio de la economía mixta) definió el hundimiento ulterior del partido hegemónico y el renacimiento exógeno de su flanco izquierdo en un movimiento de renovación cuyo liderazgo obradorista, ahora, entiende que lo peor y lo más erradicable de su pasado es la corrupción, y lo mejor por rescatar es la rectoría pública sobre la soberanía energética, la autosuficiencia alimentaria, la economía mixta, la solvencia fiscal y el Estado del bienestar social. (Porque en el PRI pudieron concentrarse lo mejor y lo peor de México, y en alguna de sus mejores épocas, como en los cincuenta y sesenta, pudo construirse un país ejemplar en el entorno latinoamericano y mundial, sin tiranías, como las que dominaban el subcontinente, y con prominente crecimiento económico, cuando las democracias imperiales seguían sin renunciar al racismo y a la explotación colonialista.)

Sí, la lucha anticorrupción de Andrés Manuel es tan auténtica en términos políticos y de esfuerzos personales, como utópica en lo que supone vencer las objeciones y las herencias culturales. Porque en en el orden ideológico y partidista, su partido y los aliados de conveniencia y mayoría que suma son más bien un pastiche de toda suerte de individualidades creyentes en las bondades verdaderas de la izquierda lo mismo que de oportunistas de toda ralea capaces de pintarse de cualquiera de los colores que demande la alternativa más cercana a los privilegios privados del poder político.

La mayoría de los gobernantes estatales y municipales del partido presidencial y sus aliados no son mejores que sus predecesores, por ejemplo, ni ganaron por sus méritos representativos sino por los de la popularidad presidencial a la que se acogieron. Y si el país puede ser menos corrupto y más justo ahora no ha de ser por sus representaciones morenistas, verdecologistas o petistas, sino por las iniciativas personales del Presidente de la República, como en su momento las iniciativas de Juárez o de Cárdenas hicieron un mejor país gracias a ellos y a quienes los siguieron, más que por sus filiaciones ideológicas (teoricismos modernistas y entelequias constitucionalistas y formalistas de sus respectivas eras que si bien no dejaron de orientar sus causas tampoco determinaron la justeza de sus luchas) desconocidas para tanto analfabeto y semianalfabeto de su tiempo, cual el indígena Porfirio Díaz, héroe de la reforma liberal y anticlerical juarista y luego dictador afín a los linajes oligárquicos, del tipo de los que hoy se pronuncian por convertir en la primera Presidenta del país a la también indígena Xóchitl Gálvez.

Porque las personas no son buenas o malas por su origen o su ideología. Porque las ideologías y las doctrinas son una cosa pero no pueden ser culpables de sus gestiones humanas: las represiones comunistas y los populismos socialistas, las guerras anexionistas o financieras de las democracias colonialistas que profundizan la desigualdad, o la barbaries inquisitoriales de todos los mandatos de la fe asumidos e impuestos por sus jerarquías sagradas.

Las doctrinas, doctrinas son. No son ellas las que hacen buenos o malos regímenes de Estado, sino los buenos y los malos dirigentes, los sistemas de elección y representación más o menos legítimos o más o menos corruptos.

Cuotas, paridades, alineamientos y determinismos políticos son enemigos de la expresión libre y la individualidad propia del ser. Y, en realidad, la única supremacía admisible de una dirigencia democrática vanguardista sería la que mirase más allá de los patrones unilaterales y a su vera prefiriese espíritus generosos e inteligentes, donde el derecho defendible fuese el mismo de todos los individuos y la única diferencia distinguible fuese la del valor de humanidad de unos y otros.

Hoy día la inclusión militante sugiere, por ejemplo, en algún caso, la formación de un frente contra los retrógrados que no piensan igual, lo que, del mismo modo, significa un progresismo equívoco, absurdo, sellado por la exclusión.

Las guerras tribales del origen no son distintas a las del ocaso en el ultramodernismo tecnológico. La oscuridad crítica y conceptual reina y deshumaniza las facciones en pugna por el poder político, en la antípoda del idealismo platónico del gobierno del conocimiento y las ideas. La unanimidad y la irreconciliable parcelación militante tras el falso escudo de la superioridad ideológica son imposiciones y cadenas contra las congregaciones y los liderazgos libres y enemigos de la manada de la consigna elemental, la que nació en la barbarie y a ella va en el final del periplo cíclico, milenario y siempre atávico de la predestinada e insalvable especie humana.

SM

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