Signos
Por Salvador Montenegro
¿En qué se parecen Xóchitl Gálvez y Vicente Fox (además, claro, de en el lenguaje majadero y la inconfundible vulgaridad que los identifica y con que han pretendido simularse y confundirse entre los grandes sectores populares y con fines de rentabilidad proselitista, sin caer en la cuenta, porque no les alcanzan la sensibilidad y el uso de razón, de que, si en importante medida, el pueblo es iletrado o poco educado, no es porque haya querido serlo, como diría Rigo Tovar -‘si el pueblo fuera culto yo no haría la música de que se burlan los intelectuales ni tampoco sería rico con ella, pero seríamos un mejor pueblo y nos iría mejor a todos ‘-, sino porque la ignorancia, multiplicada por los abrumadores y nocivos monopolios mediáticos del entretenimiento y el también monopolizado y exclusivo negocio político de los gremios magisteriales, ha sido el mayor y más explotable capital de los ladinos usurpadores de sus intereses y derechos en el Estado nacional, al grado de que, la perversión de la cultura y de la consecuente y pedestre comunicación hablada y escrita que la expresa, han llegado a niveles tan rupestres y oprobiosos como los de los pueblos más primarios del mundo civilizado, y ha alcanzado, incluso, como un modo de ser inexorable y como un mal idiosincrático endémico y sin alternativas educacionales, éticas y estéticas de superación humanística y verbal, a muy numerosos representantes populares y gobernantes como fueron Fox y Peña Nieto, y a aspirantes al liderazgo presidencial como la propia Xóchitl Gálvez, actual representante, envuelta en pueblo, de la disléxica y muy abaratada y regresiva y asnal derecha en el Senado?)
¿En qué se parecen entonces, Fox y Xóchitl, además de en su convicción de que, como en su caso, la insolvencia espiritual transfigurada y con ropajes de lo contrario puede también ser un recurso político meritorio y competitivo; de que la indigencia expresiva suya, identificada con la pobreza educativa y cultural de las mayorías impedidas de acceder, como ellos y sus similares, a las oportunidades del poder político -y porque la democracia y la corrupción democrática y electoral selectiva se los han posibilitado a tipos como ellos-, son todo un capital de origen y una fuerza natural y un atributo propio y único?
Bueno, pues se parecen, también, en que gracias a sus exhibicionismos léperos y rijosos alcanzaron la antesala de la nominación presidencial.
¿Y cuál podría ser una significativa y decisiva diferencia?.. pues, acaso, que el guanajuatense alcanzó la cumbre y que ha sido el rufián presidencial de las mayores expectativas y promesas democráticas enajenadas en un enanismo intelectual sin precedentes históricos -porque, cuando Santa Anna, su símil más acabado, se hizo presidente hasta ocho veces, el país era de gavillas de vereda, cacicazgos dispersos, territorios remotos desconocidos, facciones ideológicas armadas, autoridades quiméricas, entelequias legales y cuentos chinos en materia de mandatos y alternativas de integración, pacificación y gobernabilidad- y un cambio en la corrupción del totalitarismo presidencialista y unipartidista a la del pluralismo democrático falaz y definido por las formas y los modos tan silvestres, rudimentarios y rapaces del saqueo, ni siquiera comparables con los del callismo y el canallismo servil de Abelardo L. Rodríguez, y, por supuesto, en la antípoda hasta de la modernidad privatizadora de la globalización y el endeudamiento público neoliberal salinista confabulado con el Consenso de Washington y apostado como liberalismo social -ese mal chiste propagandista- en la ruleta de la dispersión accionaria de lo robado por el reducido grupo empresarial beneficiario de la privatización, en las burbujas especulativas de las Bolsas y los mercados financieros.
Fox fue la gran quiebra de la confianza y la esperanza democráticas del electorado mayoritario en la honradez política como principio de la equidad social. Y fue, por eso, el preámbulo propiciatorio inicial del cambio de giro verdadero (a dos sexenios de distancia y de trágica continuidad destructiva y entreguista de los bienes nacionales y rematado con la desgracia tricolor del encopetado monigote de cartón piedra llamado Enrique Peña) llegado con un nuevo liderazgo, también de verbo popular pero identificados ambos, palabra y personaje, con la austeridad y con la honestidad, y no con la procacidad del pueblo presumida en su apariencia por Fox y Xóchitl Gálvez. Fue el arribo, por fin, al poder presidencial, con todos sus excesos y defectos personales -menos el de la inmoralidad pública-, de López Obrador, tras una larga y ardua y afanosa lucha en que sus muy poderosos enemigos no pudieron, pese a todos sus recursos y empecinados esfuerzos, encontrarle la más mínima evidencia delictiva y ni un solo peso mal habido que pudiera acreditar, por precaria que fuera, una causa punible en su contra para eliminarlo del ancho camino de la impunidad y de los privilegios de la corrupción del supremo poder político a su merced, por el que transitaban quienes hoy se asocian en un frente febril -si bien lleno ya de rajaduras e infieles encontronazos entre sus muy impresentables dirigencias- por el retorno de sus fueros y a sus buenos y muy lucrativos tiempos (aunque su acérrimo enemigo en el poder presidencial siga sin tocarle un pelo a las caudalosas ganancias de los patrocinadores y sólo haya decidido rozarlos levemente con el pétalo del cumplimiento de algunas de sus siempre evadidas obligaciones fiscales).
De acuerdo. ¿Y Xóchitl?… Pues ella es sólo una improvisada novedad populachera emergente para la ocasión -y con éxito indiscutible como providencial ocurrencia de los impotentes jefes opositores, en tanto algunos grupos de la opinión pública, que asocian su falso perfil de pertenencia a los humildes como ejemplo de superación y del potencial éxito empresarial y político de alguien con el mismo origen étnico- con la que, a pesar de su antítesis ante el glamur y el perfume de clase de quienes la promueven y contraria al origen adinerado y clerical de Fox, se quiere competir con la popularidad presidencial que deriva hacia sus preferencias sucesorias para preservar su proyecto de regeneración de la vida pública del país, el mismo que recibiera su mayor impulso de la degradación perpetrada por la corrupción modernista de la privatización salinista, y los rancheros despropósitos democráticos emprendidos con la alternancia foxista y que quieren recuperarse con la ilusoria candidatura de la indígena hidalguense al servicio de la oligarquía desplazada del Gobierno federal hace cinco años.
En definitiva, no hay visos de que Xóchitl, de conquistar también la cumbre, hiciera un mejor papel presidencial que Fox. Su perfil competitivo no es más que el de una malhablada figura identitaria de lo peor del populacho, no el que legitima la autenticidad y la virtud del alma popular y que ha llegado al poder, como nunca antes en la historia -y pese a la legión de infiltrados asociados de todos los confines partidistas y morales, como los de la peste verde-, con la avalancha democrática incuestionable de las urnas.
SM