El Bestiario
El profesor estadounidense de la Universidad de Chicago y Nobel de Economía escribió ‘La Economía del Crimen’ y amplió el dominio del análisis microeconómico a un mayor rango de comportamientos humanos fuera del mercado. Fue un destacado representante del liberalismo económico. Su hipótesis microeconómica resulta simple y atractiva. A pesar de lo que los legisladores suponen, los potenciales delincuentes no consideran para delinquir la sanción prevista en la ley, sino la relación entre la pena posible y la probabilidad de que la misma les sea efectivamente impuesta. Si con todos los problemas que se han identificado para el ‘homo economicus’, el delincuente entiende que la posibilidad de ser atrapado, investigado, procesado o sentenciado es baja, o que tiene altas probabilidades de burlar cualquiera de esas etapas procesales, entonces mantendrá altos incentivos para delinquir y seguir haciéndolo. En México, menos de un 10 por ciento de los delitos son investigados, según los datos manejados por Gary Stanley Becker. “El matar a alguien en el país mexicano es muy barato. Los asesinatos están en rebajas durante todo el año, tristemente, desde hace muchos años…”.
El actor estadounidense Clint Eastwood seguía inmerso en el rodaje de la exitosa ‘Rawhide’, cuando recibió una llamada de Italia para rodar otra película en Almería, el desierto de Andalucía, en el sur de España, al estilo de ‘Por un puñado de dólares’. Debido al éxito de la misma, Sergio Leone contó con un mayor presupuesto para su nuevo trabajo, y por supuesto el sueldo de Eastwood sería mayor (concretamente 50,000 dólares). ‘Per qualche dollaro in più’ se tituló en nuestra España ‘La muerte tenía un precio’. En este film todo está hecho a lo grande. Más medios, una historia con más matices, más personajes, más actores. Y los resultados fueron superiores (por poco) a la anterior película, de la cual no es una secuela, pero conforma, junto con ‘El bueno, el feo y el malo’, la llamada Trilogía del dólar. Con el mismo sombrero, el mismo poncho (comprado al llegar a España), y hasta si me apuráis, el mismo cigarro (que el actor nunca llega a fumar, porque odia fumar), Eastwood da vida a ‘El Manco’, un cazarrecompensas que se gana la vida como tal, cobrando por entregar a la justicia, vivos o muertos, a los delincuentes más buscados. Pero aquí, Eastwood ya no es el protagonista absoluto. La película narra paralelamente (para terminar coincidiendo en la segunda mitad del film) la historia de otro cazarrecompensas, el coronel Douglas Mortimer, al que da vida Lee Van Cleef, un actor hasta entonces secundario (‘El hombre que mató a Liberty Valance’, y muchas series de televisión, entre otros trabajos). A raíz de su participación en esta película, Van Cleef obtuvo fama mundial, que le llevó a interpretar sobre todo un buen puñado de spaghetti westerns, subgénero que estaba en lo más alto. Y es que, al contrario de lo que sucedía en los Estados Unidos, el western estaba muy de moda en Europa, gracias sobre todo a las películas de Sergio Leone. Todo se mantuvo hasta que alguien le dio por dirigir y titular un film ‘Vente a ligar al Oeste’. Se convirtió en el epitafio o inscripción grabada o destinada a ser grabada en una sepultura.
Gracias a una portentosa labor de montaje, que le presenta como un narrador de primera, el director nos presenta a los personajes principales, y sus intenciones. El Manco y Mortimer son los primeros en aparecer en escena, cada uno por su lado, mostrándonos sus distintos métodos para atrapar a delincuentes. Más tarde, un sólo vistazo a un cartel, con las miradas alternadas de ambos, nos muestra por dónde irá la película. Es cuando hace acto de presencia el villano de la función, ‘El Indio’, interpretado por un excelente Gian Maria Volontè, como ya había hecho en ‘Por un puñado de dólares’. La historia que protagonizan está llena de detalles que la arropan. Al Manco le mueve única y exclusivamente el dinero que puede ganar, y para ello será todo lo amoral y violento que haga falta. Pero esto no va reñido con el respeto que pueda sentir hacia su compañero de fatigas. ¿Es ‘La muerte tenía un precio’ un presagio de las ‘Buddy movies’ que tanto proliferaron en la década de los 80? Esas cintas muestran la amistad entre dos varones protagonistas, aquel que enaltece las virtudes de la camaradería masculina y relega la relación hombre-mujer a una posición secundaria. Ambos suelen tener personalidades marcadamente diferentes pero, al superar las adversidades que se plantean a lo largo de la trama, forjan y fortalecen una amistad y se genera entre ellos una relación de respeto mutuo.
Santiago J. Santamaría Gurtubay
Al Coronel Mortimer le mueve la venganza (el Indio es culpable de la muerte de su hermana, y no de su hija como quisieron hacernos entender en el lamentable doblaje), y el Indio es un villano peculiar. Su total falta de escrúpulos, su exagerada violencia, y el estar continuamente drogado, chocan con sus remordimientos por esa muerte en cuestión (la mujer, mientras es violada, coge una pistola y en lugar de matar a su asaltante, se suicida). El drama está servido, y la culminación del mismo será en un clímax de los que no se olvidan. Sin duda, uno de los mejores duelos jamás vistos en una pantalla, con dos maestros de ceremonia: un Eastwood quedando en un segundo plano, y la melancólica música de un reloj, que evoca tiempos mejores llenos de pureza e inocencia. Una vez más, el gran Ennio Morricone, ayuda a la historia, marcando la progresión dramática, vistiendo la personalidad de cada personaje, y creando una banda sonora de las más recordadas por todos. ¿Quién no ha intentado silbarla más de una vez? La dirección artística tiende hacia un barroquismo, seco y áspero, en armonía con la historia, plagada de personajes aún más secos, bañados de una violencia casi insoportable. Sergio Leone fue muy criticado por ello en su día. El humor en esta película es a cuentagotas, y muy bien insertado. Baste mencionar dos secuencias al respecto: la llegada al pueblo en el que sus habitantes no quieren visitantes, o el mismo final en el que al Manco no le salen las cuentas de lo recaudado por los delincuentes que han atrapado.
Clint Eastwood empezaba a fomentar su fama de tipo duro con el personaje del Manco, el cual guarda ciertos paralelismos con su anterior trabajo a las órdenes de Leone, y también con el siguiente. En las tres, no usa ningún nombre propio, aunque en ‘Por un puñado de dólares’ algunos le llamen Joe. Sería una de las señas de identidad en sus futuros trabajos como actor: personajes misteriosos, marcados por un pasado apenas conocido, pero que se intuye. Inmerso casi siempre más allá de cualquier ideología, por encima del bien y del mal. Y es que ya por aquel entonces, Eastwood era un sobreviviente en un mundo lleno de corrupción y maldad. La ley, tan sucia como la delincuencia, no llega para hacer justicia. ‘La muerte tenía un precio’ es una de las obras cumbres del Cine, sin necesidad de recurrir a etiquetas con las que incluirla en tal o cual género. Emocionante, una lección de entretenimiento, y mucho más. Pronto hablaremos del final de esta apasionante trilogía, con el que es, probablemente, el título más admirado de los tres, y también del cine de Leone, un maestro al que hay que reivindicar siempre. Su concepción del cine rompió esquemas, y creó escuela. El propio Eastwood, a ratos se inspira en su mirada cínica e incisiva, directa como pocas, y no hay entrevista en la que se le pregunte por él y no se deshaga en elogios. El actor y hoy director le ayudó a construir su mundo con una composición inolvidable.
Andrés Manuel López Obrador, tras dos años en el poder, sigue sin “resolver” el asesinato de más de 230,000 ciudadanos mexicanos
“Desde Felipe Calderón a la fecha, 230 mil personas fueron asesinadas. No podemos permanecer indiferentes cuando se están cometiendo 80 homicidios diarios…”, reconoció Andrés Manuel López Obrador durante el cierre de su campaña #AMLOFEST en el Estado Azteca. De llegar a Los Pinos era consciente que tendría que resolver la principal asignatura pendiente que arrastran las élites política, económica y social, ‘umbilical’ a la corrupción e impunidad y al insolidario reparto de la riqueza nacional con salarios de miseria, si quiere entrar en la historia como el ‘alma mater’ de la regeneración de nuestro país. Estos días ha rendido su segundo informe presidencial. ‘El narco llegó a las urnas’, titulaba el escritor mexicano, Jorge Zepeda Patterson, en una columna periodística donde hace mención a que la mayor parte del medio centenar de candidatos asesinados en las últimas semanas lo fueron con usos y costumbres del crimen organizado. Como en tantos otros renglones en materia de inseguridad pública en el México de Enrique Peña Nieto, estábamos ante un nuevo y sangriento récord. La violencia siempre ha estado presente en los comicios de una u otra manera, pero por lo general solía tener un correlato esencialmente político, un exabrupto ocasional entre las corrientes que se disputan el poder. El asesinato del candidato presidencial Luis Donaldo Colosio en 1994 fue considerado una purga interna entre las filas priistas y la mayor parte de los incidentes y balaceras durante las campañas han sido atribuidas a desencuentros entre fracciones políticas rivales. Ahora se trataba de otra cosa. Los ciudadanos exigían acabar con las ‘rebajas’ de la necrofilia mexicana, aplicando la tesis del economista estadounidense y profesor de la Universidad de Chicago. A Gary Stanley Becker escandalizó al mundo cuando afirmó que “existe una cantidad óptima de crimen que genera y obliga a gastar una cantidad ingente de dinero”. Por eso le molestaba que los economistas ignoraran una “industria” tan importante.
El presidente municipal de Iguala, en Guerrero, José Luis Abarca Velázquez, mató a su principal rival político y otros dos opositores tras secuestrarlos. Durante los últimos años, un manto de silencio y unas expresiones como “estaba metido en el narco”, justificaban mil una ‘desapariciones’ y ‘fusilamientos’. Muchos ciudadanos ‘pasaban’ de la ‘historia’ de otros, dejando correr la bola de nieve, capaz de llevarse a medio México por delante. El ‘alcalde’ y su esposa, que iba a ser su ‘sucesora’, Maria de los Ángeles Pineda, están prisión por la vorágine creada en torno a los 43 normalistas desaparecidos. Han tenido mala suerte. Su perturbadora historia se suma a la escuálida lista de los casos investigados. Nicolás Mendoza Villa es un superviviente. En la madrugada del 1 de junio de 2013, secuestrado, maniatado y torturado, vio cómo el ‘alumno aventajado’ de Gary Stanley Becker, mataba de un tiro en la cabeza a su rival político, el ingeniero Arturo Hernández Cardona, líder de Unidad Popular, un movimiento de defensa de los campesinos. Entonces pensó que él sería el siguiente en morir. “Sólo pedí que arrojaran mi cuerpo cerca de una carretera para que mi familia pudiera hallarlo”, recuerda. El destino le deparó otra suerte. Cuando le trasladaban para asesinarle, pudo escapar monte a través. Desde entonces es un fugitivo en su propia tierra. El ‘crimen organizado’ ha puesto precio a su cabeza…
La economía era un método de análisis para entender el comportamiento humano y comprender, de verdad, el funcionamiento de la sociedad
Hace medio siglo, Gary Stanley Becker publicó su artículo, que pronto se haría famoso, sobre lo que llamó “La Economía del Crimen”. Gary nació en Pottsville, Pensilvania, en 1930 y murió en Chicago, Illinois, el 3 de mayo del 2014, fue un economista estadounidense y profesor de la Universidad de Chicago. Recibió el Premio Nobel de Economía en 1992 por ampliar el dominio del análisis microeconómico a un mayor rango de comportamientos humanos fuera del mercado. Fue un destacado representante del liberalismo económico. Su hipótesis microeconómica resulta simple y atractiva. A pesar de lo que los legisladores suponen, los potenciales delincuentes no consideran para delinquir la sanción prevista en la ley, sino la relación entre la pena posible y la probabilidad de que la misma les sea efectivamente impuesta. Si con todos los problemas que se han identificado para el ‘homo economicus’, el delincuente entiende que la posibilidad de ser atrapado, investigado, procesado o sentenciado es baja, o que tiene altas probabilidades de burlar cualquiera de esas etapas procesales, entonces mantendrá altos incentivos para delinquir y seguir haciéndolo. Así sea en el segmento especial del crimen, el delincuente se encontrará en un magnífico ambiente de negocios. Para seguir con las metáforas económicas neoclásicas, encontrará una oferta de “inversión” amplísima, un mercado no regulado, una alta rentabilidad y cosas por el estilo. Dadas estas condiciones, un individuo racional amoral encontrará absurdo no delinquir, pues el balance entre las potenciales ganancias y costos -sanciones- es positivamente alto.
Brillante, incisivo y excepcionalmente creativo, Becker no fue uno más. No fue siquiera un Nobel más. Su trabajo, desarrollado a lo largo de seis prolíficas décadas, supuso un antes y después en la disciplina y en las ciencias sociales en general, y los efectos se sienten todavía en campos de lo más variado. Rompió moldes investigando sobre discriminación (su tesis doctoral, después convertida en libro), racismo, la familia, educación, capital humano (ahora un término habitual, entonces un tabú), el salario mínimo, el altruismo, la inmigración, el coste de los restaurantes, competencia o democracia, convirtiéndose en uno de los autores más citados entre sus pares, quizás el economista más importante del siglo XX. Fue diferente porque nunca quiso estar en una torre de marfil, ni se escondió detrás de matrices y ecuaciones. Para Becker la economía no era tanto un campo de estudio como un método de análisis, uno que combinar con otros para entender el comportamiento humano y comprender, de verdad, el funcionamiento de la sociedad. Incluso en sus partidos de tenis en Chicago, que jugaba maximizando la utilidad de cada uno de sus golpes contra adversarios mucho más jóvenes. De forma muy práctica, en cosas que vemos cada día, protagonizamos o sufrimos. Y del marco analítico que construyó se benefician hoy la sociología, la disciplina que siempre amó y de la que nunca se separó; la ciencia política; la demografía; el derecho… Incluso la criminología. .
El precio que tendrían que pagar los ciudadanos por un mundo sin delincuencia sería insoportablemente alto, una utopía no deseable
Su paradigma se sustentó sobre la idea de que los seres humanos toman decisiones por un motivo, que valoran pros y contras, barajan opciones y responden a incentivos. Que hay interés propio, egoísmo, búsqueda de la riqueza, sí, pero no sólo ni principalmente siquiera. Becker insistió una y otra vez en que todos respondemos a múltiples estímulos e influencias. En banquero, el adolescente enamorado y el drogadicto. Y por ello, prácticamente todo aspecto del comportamiento humano no le es o no le debería ser ajeno a la ciencia económica. Es por eso mismo que la Academia Sueca le concedió el más preciado galardón, “por haber extendido los dominios del análisis microeconómico a un rango más amplio del comportamiento y la interacción humana, incluyendo comportamientos fuera del mercado”. Su análisis servía para explicarle a un país todavía segregado que la discriminación tiene un enorme coste para la nación y para los discriminados, pero también para los propios discriminadores. Una visión extraña, inesperada y francamente impopular durante una década, hasta que la lucha por los derechos civiles de los años 60 le trajo la popularidad. Y eso que argumentaba en términos muy fríos, estudiando costes para un empresario por discriminar por raza o sexo a un trabajador productivo y competitivo.
Analizaba a mediados de los 70 del siglo pasado la decisión racional detrás de los delitos, como hizo en ‘Crimen y castigo: un enfoque económico’. Para él, el crimen se explicaba en buena parte por el precio. Delinquir es, muchas veces, barato. Por eso, los ladrones o asesinos, actores racionales que en el fondo quieren maximizar su bienestar como cualquier otra persona, pero por medios ilegales, toman decisiones. El crimen es una actividad que genera y obliga a gastar una cantidad ingente de dinero, por eso le molestaba que los economistas ignoraran una “industria” tan importante. De hecho, a Becker le gustaba decir, un poco para escandalizar, que “existe una cantidad óptima de crimen” en cada sociedad. No es que no le gustara la utopía de un mundo sin delincuencia, algo que suena imposible pero que quizás pueda llegar a serlo. Sino que el precio que tendrían que pagar los ciudadanos por algo así sería insoportablemente alto, y por tanto, no deseable.
A diferencia de otros liberales defendía subastar el derecho a residencia, otorgándoselo a quien proporcionara un mayor beneficio neto
Sus teoría sirven para intentar comprender el complejo mecanismo (más social que económico quizás) por el que los restaurantes o los eventos deportivos fijan los precios. Si de verdad responden a la oferta y la demanda, ¿por qué no es más caro salir a cenar un sábado que un martes? “A Note on Restaurant Pricing and Other Examples of Social Influence on Price…”. Para él, la clave no es tanto que los propietarios no quieran espantar a la clientela subiendo precios, sino que nuestra demanda de ciertos bienes o servicios depende de hecho de la demanda de otros, por lo que interesa que haya mucha gente deseando ir en vez de subir el precio hasta lograr equilibrio. Quizás es porque nos gustan los sitios de moda y no queremos estar desfasados. O quizás, y sobre todo en el caso de la comida, porque pensamos, consciente o inconscientemente, que si hay tanta gente deseando ir es porque la calidad es alta. En todo caso, las razones para el éxito son en sí un misterio, o producto de factores difícilmente controlables.
El intelectual norteamericano dio enfoque diferente (y muy polémico) para el fenómeno de la inmigración. Becker, a diferencia de otros liberales, era partidario de limitar la entrada de extranjeros, y defendía subastar el derecho a residencia, otorgándoselo a quien proporcionara un mayor beneficio neto. Su marco sirve también para analizar el matrimonio o encontrar pareja. Para Becker, las personas se casan para enriquecerse. Pero ojo, al igual que cuando aborda el interés propio, no se refiere (o no sólo) a dinero, sino a enriquecimiento personal, a mejorar. Al tema le dedicó un célebre análisis en 1973 titulado “A Theory of Marriage”, una teoría del matrimonio, donde parte de una idea de mercados en equilibrio y valora el peso de las diferentes variables y su productividad marginal. Las parejas no son “comerciales”, pero pese a todo, generan bienes con valor. Y si uno no cambia a menudo de ellas, es por el coste. Becker fue incluso más allá en su “Treatise on the Family”, seguramente el documento publicado más influyente en la investigación de modelos teóricos sobre el matrimonio. En él analiza las familias como pequeñas unidades de producción, pequeñas fábricas, en las que los conceptos económicos más básicos (oferta y demanda, incentivos, comportamientos, riqueza, distribución de recursos) tienen una validez absoluta. De ahí surgió el famoso “Teorema del niño malcriado”, que analiza las familias como unidades productivas en las que si el cabeza gana lo suficiente para mantener al resto, lo más racional para todos es maximizar el marco, incluso sacrificando sus propios ingresos personales. Y si unos padres se enfrentan a un hijo malcriado (o malo) entre su prole, lo mejor es compensar económicamente a sus hermanos cada vez que él hace una trastada, una actitud que le incentivará a cambiar su comportamiento. Un enfoque que completaría después en “Altruism, Egoism and Genetic Fitness: Economics and Sociobiology”, donde analiza casi con teoría de juegos las relaciones entre personas generosas y egoístas en los diferentes colectivos.
Si la prohibición y la guerra no sirven para encontrar una solución económica a las drogas hay que intentar legalizar y gravar
El enfoque analítico desarrollado en Chicago le sirvió para intentar encontrar una solución económica al uso de bienes ilegales, como por ejemplo las drogas. Si la prohibición y la guerra no sirven (y tras costar ingentes cantidades de dinero, de vidas y de mandar a decenas de miles de personas en todo el mundo a prisión, no han servido) quizás hay que intentar algo más simple: legalizar y gravar. Y desde luego, despenalizar la posesión y el consumo de marihuana, una posición no muy habitual para una persona más bien conservadora y de 83 años. Y sustentada sobre la idea de la “adicción racional”, entendida como un plan para maximizar un beneficio en el tiempo. La economía es útil, incluso, para estudiar algo tan delicado como el suicidio. Becker escribió “Suicide: An Economic Approach”, un artículo en el que parte de la sociología clásica para desarrollar, con métodos económicos, un análisis del comportamiento. Se lamentan los autores de que los enfoques más habituales aborden el suicidio bien como producto de una vergüenza social o de problemas mentales, cuando, como ha ocurrido históricamente en India o Japón, puede ser una respuesta racional a un problema. Un estudio especialmente complicado, pues la primera mujer de Becker, Doria Slote, se suicidó en 1970 dejándole con dos hijas menores de edad a su cuidado.
Becker, extremadamente cortés y cuidadoso con sus formas, no eludía sin embargo una discusión. Confesó quedisfrutaba con las críticas, pero que no hubiera soportado que no le hicieran caso. Y cuando discutes durante seis décadas, mezclas disciplinas y escribes una columna en una revista popular durante dos décadas, las posibilidades de meter la pata se multiplican. En una entrevista en 2010 en The New Yorker, Becker no tenía reparos en aceptar y asumir críticas sobre los límites del libre mercado y las debilidades del marco teórico que nos llevó (o al menos no evitó) a la crisis. Como por ejemplo, la hipótesis de los mercados eficientes. No era fácil pillarle en un renuncio, ni que admitiera haberse equivocado. En los seminarios en Chicago era famoso por preguntarle a todos los alumnos, ¿en qué evidencia se sustenta eso? Y cuando la evidencia es clara, hay que rectificar. Asumía que “el libre mercado no es perfecto, que tiene fallos y debilidades”. Que hay cosas que todavía no comprende bien y muchas otras que no alcanza a corregir, como la última crisis ha demostrado. Sabía que “la libertad no puede tenerse a un bajo precio”, pero también que no es una lucha sin esperanza. Y por eso, a los 83 años, seguía trabajando cada día. Y por eso, a los 83 años, seguía siendo un incansable optimista.
Pensaba que la economía no era un juego en manos de unos cuantos académicos en sus despachos, sino un campo y un medio fundamental para los seres humanos. Una herramienta para comprender y resolver problemas. Y es lo que intentó enseñar a sus alumnos desde los años 50, “a pensar como economistas, a olvidar la disciplina de lo cómodo o lo políticamente correcto y a pensar con rigor y con disciplina”. Pensaba, como George Bernard Shaw, que la economía es el arte de sacarle el máximo provecho a la vida. Y durante 83 años, no se dedicó a otra cosa. El irlandés George Bernard Shaw (Dublín, 26 de julio de 1856-Ayot St. Lawrence, Reino Unido, 2 de noviembre de 1950) fue un dramaturgo, crítico y polemista cuya influencia en el teatro, la cultura y la política occidentales se extiende hasta nuestros días. Escribió más de sesenta obras, algunas tan importantes como “Hombre y superhombre” (Man and Superman, 1902), “Pigmalión” (Pygmalion, 1912) o “Santa Juana” (Saint Joan, 1923). Con una obra que incluye la sátira contemporánea y alegoría histórica, Shaw se convirtió en el principal dramaturgo de su generación. Recibió el Premio Nobel de Literatura en 1925 y en 1938 compartió el Óscar al mejor guion adaptado por la versión cinematográfica de “Pigmalión”, convirtiéndose en la primera persona en recibir el Premio Nobel y un Premio Óscar.
“Hay que aumentar las probabilidades de castigo de los delincuentes, en condiciones de vida más igualitarias”, según el jurista José Ramón Cossío
José Ramón Cossío Díaz (Ciudad de México, 26 de diciembre de 1960) es un abogado mexicano que se desempeña como ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación desde diciembre de 2003. Estudió la carrera de Derecho en la Universidad de Colima, donde obtuvo el grado de licenciatura en 1984 con la tesis “El control de la constitucionalidad de las leyes en México”. La maestría la desarrolló en el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales de Madrid con el trabajo “El estado social y democrático de derecho y los derechos prestacionales en la Constitución Española”. El doctorado lo concluyó en 1988 en la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid con la tesis “El estado social y los derechos de prestación”. “La economía del crimen en México”, es el título de una valiente columna publicada por el ‘magistrado’, cuando el priista Enrique Peña Nieto llevaba ya en el poder dos años, hablando de los beneficios ‘sociales’ de sus ‘Pactos por México’. El trabajo fue publicado en periódicos como EL PAÍS, en España. Era el 6 de noviembre del 2014. Aporta una serie de datos que creo que son interesantes recordarlos ‘en tiempos de fiebres presidencialistas y atentados terroristas’. “Tenemos la importante tarea de solidificar instituciones democráticas eficaces, mecanismos de prevención y sanción de los delitos”, subtitulaba José Ramón Cossío. “Prácticamente pasó desapercibida la reciente publicación de la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción de Seguridad Pública 2014 (ENVIPE), realizada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). Los datos publicados revelan, como en las tres anteriores, la grave situación que continúa prevaleciendo en México en esas materias. Se calcula que durante 2013, en el país se cometieron 33.1 millones de delitos, con 22.5 millones de víctimas, equivalente a 1,5 delitos por víctima y una afectación al 33.9% de los hogares. Este último aspecto ha venido creciendo, desafortunada y consistentemente, al pasar del 30.4% al 32.4% y 33.9% en 2011, 2012 y 2013, respectivamente. Lo mismo ha sucedido con el número de víctimas (24.3%, 27.3% y 28.2%) y el número de delitos (29.2%, 35.1% y 41.5%) a nivel nacional en cada uno de esos años. Del total de delitos cometidos, casi el 52% son robos en sus diferentes modalidades, muchos de ellos llevados a cabo con violencia…”, iniciaba así su columna.
“Más preocupante aún que la cifra delictiva -si cabe- es la llamada ‘cifra negra’ reportada en la Encuesta ENVIPE, la cual arrojó que en 2013 únicamente se denunció el 9,9% de los delitos, y de ellos sólo en el 62.7% de los casos se inició averiguación previa. Ello implica que de los 33.1 millones de delitos cometidos en el país en ese año, sólo en el 6.2% de los casos se inició investigación. Lastimosamente, en prácticamente la mitad de éstos no sucedió nada con la averiguación o la denuncia no fue resuelta. En la información levantada por el INEGI se destaca que tanto el número de denuncias como de averiguaciones previas han disminuido: las primeras cayeron del 12.3% en 2010 al 9.9% en 2013, y las segundas del 8% al 6.2% en los mismos años. Por otra parte, resulta interesante comparar la encuesta (ENVIPE 2014) con otros datos disponibles del INEGI, por ejemplo con las cifras de procesados y sentenciados por el Poder Judicial. Según los datos de 2012, del total de personas que fueron puestas a disposición de un juez, el 84% fueron procesadas en el fuero común y 87.5% en el fuero federal. Asimismo, del total de personas sometidas a un proceso penal el 88% fueron sentenciadas en el fuero común y el 92.1% en el fuero federal. Lo que implica que si una persona es presentada ante un juez hay un 73.92% de probabilidad de que sea sentenciada en el fuero común y un 80.59% en el fuero federal”.
“El ‘homo economicus’ mantendrá altos incentivos para delinquir y seguir haciéndolo, si entiende que la posibilidad de ser atrapado es baja”
“La Encuesta del INEGI -subrayaba José Ramón Cossío- aporta muchos más datos. Podría tomar varias páginas más señalarlos, relacionarlos y compararlos. Sin embargo, con lo mencionado es más que suficiente para mostrar -con las cifras oficiales de una sólida institución nacional como es el INEGI- la mala situación que en el país se vive y, lo que no puede negarse viendo los números, su creciente deterioro. Hace 45 años, Gary Becker publicó su artículo, que pronto se haría famoso, sobre lo que llamó ‘La Economía del Crimen’. Su hipótesis microeconómica resulta simple y atractiva. A pesar de lo que los legisladores suponen, los potenciales delincuentes no consideran para delinquir la sanción prevista en la ley, sino la relación entre la pena posible y la probabilidad de que la misma les sea efectivamente impuesta. Si con todos los problemas que se han identificado para el ‘homo economicus’, el delincuente entiende que la posibilidad de ser atrapado, investigado, procesado o sentenciado es baja, o que tiene altas probabilidades de burlar cualquiera de esas etapas procesales, entonces mantendrá altos incentivos para delinquir y seguir haciéndolo.
Así sea en el segmento especial del crimen, el delincuente se encontrará en un magnífico ambiente de negocios. Para seguir con las metáforas económicas neoclásicas, encontrará una oferta de ‘inversión’ amplísima, un mercado no regulado, una alta rentabilidad y cosas por el estilo. Dadas estas condiciones, un individuo racional amoral encontrará absurdo no delinquir, pues el balance entre las potenciales ganancias y costos (sanciones) es positivamente alto. Romper esas tristes condiciones pasa necesariamente por el establecimiento de un conjunto de cosas que, desde luego, no existen. No se puede repetir, casi como un mantra de la frustración y la desesperanza, ‘Estado de Derecho, Estado de Derecho’. Tampoco puede apelarse sin más a la solidaridad humana o a la civilidad, cuando es claro que por sí solas no son suficientes para aspirar al cambio. Lo único que puede hacerse es construir, lenta pero firme y continuadamente, un nuevo entramado institucional que, en el mundo de Becker, representa el medio para aumentar las probabilidades de castigo de los delincuentes. En el mundo ordinario, tenemos la importante tarea de solidificar instituciones democráticas eficaces, mecanismos de prevención y sanción de los delitos y, desde luego, condiciones de vida más igualitarias que las que imperan actualmente y que en mucho aumentan la delincuencia”.
Ayotzinapa, la hoguera que oscurece México, sigue ardiendo, el policía Felipe Flores, ‘El hombre que sabía demasiado’ como Alfred Hitchcock
Ante la excesiva politización de este trágico caso de Ayotzinapa, posiblemente nunca conozcamos la ‘verdad’ que satisfaga a familiares y amigos de los normalistas y a una escéptica opinión pública nacional e internacional. El relato oficial, cuestionado por la OEA (Organización de los Estados Americanos) y forenses argentinos, sostiene que la noche del 26 al 27 de septiembre de 2014, los 43 estudiantes, tras ser capturados por la Policía Municipal de Iguala, fueron entregados a los sicarios de Guerreros Unidos, que les asesinaron e incineraron en el recóndito vertedero de la vecina Cocula. “En este territorio bipolar, el carnaval coexiste con el apocalipsis. El emporio turístico de Acapulco y la riqueza de los caciques contrasta con la pobreza de la mayoría, y el narcotráfico no es la principal causa de su deterioro”, escribe Juan Villoro. Un muerto ha vuelto a la vida. El jefe de la Policía Municipal de Iguala, Felipe Flores Velázquez, fue detenido tras dos años de fuga. Considerado el lugarteniente del alcalde del PRD, José Luis Abarca, y también el brazo ejecutor del cártel de Guerreros Unidos en la ciudad, su captura suponía un salto de gigante en la investigación. Flores, al que muchos policías daban por eliminado, tiene las claves de lo que ocurrió aquella trágica noche del 26 al 27 de septiembre de 2014. No sólo dio la orden de arrestar a los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa sino que fue el encargado de ‘entregarlos’, según las reconstrucción oficial, a los sicarios acusados de su liquidación. Su testimonio pudiera arrojar luz sobre estos controvertidos hechos. O también sombras. Pero en cualquier caso anunciaba una sacudida de proporciones aún desconocidas.
Los detalles de su captura permanecen en la penumbra. Fuentes oficiales señalaron que el arresto se efectuó a las 6,30 de la madrugada, en la misma Iguala, cuando visitaba a su esposa. Su captura en la ciudad donde imperó a sangre y fuego da muestra de su impunidad y suponen otra muesca a una investigación ya de por sí vapuleada. El cambio del sexenio con aires menos contaminados en Los Pinos, tras dos sexenios de ‘Guerras contra el Narco’, protagonizados por el PAN con Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, por el PRI, pueden ayudar a que la Justicia se imponga a venganzas, conspiraciones e impunidades históricas.
Dudas sobre la hoguera donde supuestamente ardieron los normalistas y la inacción del ejército, avivan un fuego mayor, el de la desconfianza
Tras 130 detenidos, 422 resoluciones judiciales y 850 declaraciones, la noche de Iguala aún espera su amanecer. La versión oficial no ha logrado su principal objetivo: convencer a la ciudadanía. Las dudas sobre aspectos clave como la hoguera donde supuestamente ardieron los normalistas y la inacción del ejército, han prendido un fuego mayor, el de la desconfianza. Abrasados por ella, han ido cayendo los sucesivos puntales de la investigación. Primero, el procurador general de la República, Jesús Murillo Karam; después el jefe de la Agencia de Investigación Criminal, Tomás Zerón. Ni siquiera la intervención de un grupo de expertos independientes ha logrado restablecer el equilibrio. Por el contrario, sus diferencias con la procuraduría desembocaron en un sonoro portazo y nuevas dudas. En este escenario, la figura del jefe policial de Iguala puede ser decisiva. Su proximidad a los hechos y, sobre todo, su papel nodal entre el cártel de Guerreros Unidos y la autoridad civil son claves para entender la implicación del Estado en la desaparición de los 43 estudiantes. Y también en crímenes previos que alimentaron el aberrante clima de impunidad que se vivía en Iguala. Los testimonios señalan que Flores era el principal verdugo del clan Abarca. Él dirigía con ayuda de sus agentes las operaciones de secuestro y tortura, y luego entregaba a las víctimas a su jefe para que las liquidase. Esto ocurrió en mayo de 2013 con el líder campesino Arturo Hernández Cardona. El relato de un superviviente muestra cómo después de obligarle a cavar su tumba, Flores lo entregó al alcalde de Iguala, que le mató de dos disparos. Uno en el pecho y otro en la cara.
Pese a esta clamorosa complicidad con Abarca, de quien también es primo, Flores burló por años la persecución policial. Su fuga mostró la debilidad de las instituciones y fue un presagio de cómo se desarrollarían las primeras etapas del caso. En la noche de los hechos, el jefe policial informó a otras fuerzas de seguridad de que no se habían registrado detenciones. Y cuando en los días siguientes, todas las miradas estaban puestas en él y en su evidente implicación, acudió a declarar al ministerio público, entregó a sus agentes y salió por la puerta grande para no volver a la luz. Su huida supuso un golpe terrible a la credibilidad de la investigación y, aunque el alcalde cayó al poco tiempo, alimentó durante todos estos meses la sospecha. Ahora que ha sido capturado, muchos esperan que su testimonio aporte algo de luz. Pero es muy posible que se acoja a la misma línea de defensa que su primo y niegue su participación en las desapariciones. En su mano y en la de la Justicia, está aclarar uno de los crímenes más dolorosos de México.
Cuando estaban subiendo a los normalistas en los coches, hicieron su aparición unidades de la Policía Federal, una fuerza del Gobierno
La hoguera en la que México arde desde la noche del 26 de septiembre de 2014 está destinada a no apagarse nunca. La reconstrucción del secuestro y muerte de los 43 estudiantes de Ayotzinapa aún ofrece zonas ciegas y sorprendentes bifurcaciones. La última puerta la ha abierto, gracias a un testigo protegido, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH). En una inesperada vuelta de tuerca, el presidente de este organismo público ha presentado una línea de investigación que implica en la matanza a la Policía Federal, pide revisar el papel del Ejército, ofrece nuevas escenarios para las desapariciones y aporta un tenebroso e inédito personaje a la trama: un líder criminal llamado ‘El Patrón’. Las revelaciones parten de un testigo presencial que no participó en los crímenes. Su relato, según la comisión, ha sido corroborado por “diversas pruebas” y se centra en uno de los tres autobuses implicados en la tragedia: el Estrella de Oro 1531. Un transporte que la Policía Municipal de Iguala, embarcada aquella noche en una feroz persecución de los normalistas, detuvo a balazos junto al Puente del Chipote. Dentro iban de 15 a 20 estudiantes, entre ellos, Alexander Venancio Mora, la única víctima cuyos restos han sido identificados hasta la fecha.
Rodeados por los agentes, los normalistas evitaron bajar del autobús. Pero la fuerza pudo más. A golpes y con gases lacrimógenos fueron sometidos. Una vez en el asfalto, les pusieron boca abajo y los esposaron. Fue entonces cuando los policías se dieron cuenta de que no tenían coches suficientes para transportarlos y pidieron apoyo a los agentes de la localidad de Huitzuco (16.000 habitantes). Acudieron tres patrullas. Cuando estaban subiendo a los normalistas en los coches, hicieron su aparición dos unidades de la Policía Federal, una fuerza que depende del Gobierno central. Se inició entonces una macabra discusión. ¿Qué hacer con los estudiantes? “Por consenso”, según el relato de la comisión, decidieron conducirles ante un extraño personaje llamado ‘El Patrón’, posiblemente un cabecilla del sanguinario cártel de Guerreros Unidos, para que decidiese su destino. Las patrullas municipales de Huitzuco se los llevaron. Fue la última vez que se les vio con vida. Lo que ocurrió después es un misterio. La investigación no aclara si los detenidos fueron agrupados con el resto de normalistas capturados en Iguala y entregados al cártel de Guerreros Unidos para su eliminación. Pero, en cualquier caso, esta versión ofrece un ángulo inédito de aquella noche. Y por ello mismo viene cargada de dinamita. ¿Cómo es posible que hasta la fecha no se hayan conocido estos detalles? ¿Ni que Huitzuco figurase en la geografía del crimen? La misma CNDH sostiene que sus pesquisas han sido obstaculizadas y que las empresas que deberían haber informado ocultaron los hechos a la fiscalía y encubrieron a los criminales.
Pero la onda expansiva va mucho más allá de una nueva fisura en la “verdad histórica”, como denominó a su versión el anterior procurador general. Las implicaciones de esta reconstrucción, aunque no sean incompatibles con la hipótesis oficial del asesinato y quema en el basurero de Cocula, amenazan con abrir una nueva crisis de confianza. La presunta participación de la Policía Federal no sólo pone en entredicho a este cuerpo, sino a sus superiores políticos. Tras largos meses de investigaciones, es difícil entender cómo no se llegó antes a determinar la participación de sus agentes. Y en el mismo brete queda el Ejército. Cómo recuerda la Comisión Nacional de Derechos Humanos, está demostrado que al menos un militar acudió esa noche al Puente del Chipote, presenció el enfrentamiento con los agentes y tomó cuatro fotografías. ¿Por qué no hicieron nada? Con la Policía Federal y el Ejército salpicados, el fuego de la polémica ha vuelto a prender. La Procuraduría General de la República se apresuró a asegurar que investigará hasta el último detalle y que el testigo ha quedado bajo protección federal. Pero, como ya es una constante con el caso Iguala, su destilado de muerte y corrupción ha vuelto a despertar el escepticismo y a confrontar a México con sus peores espectros. Lo sucedido a los estudiantes normalistas de Ayotzinapa constituye la más cruda expresión del horror y del enorme poder corruptor que pueden lograr las organizaciones criminales en nuestro país. La hoguera, hasta nuevo aviso, sigue ardiendo.
Le gustaba moverse a solas por una tierra donde los políticos no dan un paso sin un enjambre de escoltas, no tenía nada que temer
Eran las siete y cuarto de la tarde de un viernes cuando Naborina Salgado Macedonio oyó seis detonaciones trepar por el hueco de la escalera. Abajo, en el descansillo de la entrada, había quedado sin vida Justino, su hijo. Un balazo le había atravesado el rostro, otros dos el abdomen; los tres restantes no encontraron a su víctima. La reconstrucción policial demostraría que, antes de morir, el hombre, vestido aquel día con su guayabera más blanca, había intentado subir las escaleras para buscar refugio en la casa de su madre. Los sicarios no lo permitieron. Nunca se supo quién lo mató, o nunca se quiso saber, pero en Iguala hay cosas que se entienden sin necesidad de palabras. Justino Carvajal Salgado, procedente de una familia con fuertes raíces políticas en Guerrero, era el síndico-administrador del Ayuntamiento, el eterno y fallido aspirante a la alcaldía y un funcionario harto de las injerencias de María de los Ángeles Pineda Villa, la esposa del regidor. A su muerte, siguió el silencio y a este, un gesto elocuente. Un año después del crimen, el 8 de marzo de 2014, se celebró en el cabildo un homenaje en su memoria. El alcalde, José Luis Abarca Velázquez, se levantó y, a la vista de todos, se marchó antes de que empezase. Nadie se atrevió a preguntar por qué.
Al regidor de Iguala, ahora encarcelado junto a su esposa como autor intelectual de la desaparición (y probablemente, matanza) de los 43 estudiantes de magisterio, siempre le siguió una sombra de terror. De pelo corto, cuerpo depilado y músculo de gimnasio, le gustaba moverse a solas por una tierra donde los políticos no dan un paso sin un enjambre de escoltas. A veces, al volante de su deportivo gris, llegaba conduciendo sin ninguna protección al Palacio del Gobierno, en Chilpancingo, y ante los otros alcaldes hacía demostración de lo que todos sabían: que él, a diferencia de sus compañeros, no tenía nada que temer. Quienes le han tratado le recuerdan como un pequeño déspota, tajante en sus respuestas y con dificultades para enhebrar un razonamiento complejo.
A la prensa, cuando se dignaba a responder, siempre contestaba que todo iba bien. Y cuando los asuntos eran espinosos, que él no sabía nada. Eso dijo cuando le inquirieron por el asesinato el 1 de junio de 2013 de su principal adversario político, el ingeniero Arturo Hernández Cardona, líder de Unidad Popular, y a quien, según declararía meses después un testigo, había ultimado él personalmente de dos tiros. Y tampoco supo nada después de la masacre de Iguala. Con los cadáveres aún calientes de seis personas, cinco muertos a balazos y otro desollado vivo, Abarca aseguró que no se había enterado, que él había pasado la noche bailando rancheras con su esposa y que, ya de mañana, todo estaba tranquilo y en calma. En aquel momento no se conocía aún la desaparición de los 43 normalistas. Para cuando se descubrió, él y su esposa se habían fugado…
Cuando ‘El Chapo’ se separó de Beltrán Leyva, los hermanos Pineda fueron asesinados por traicionar al Jefe de los Jefes
Nadie duda de que en su huida recibieron ayuda de Guerreros Unidos. Una organización salvaje, surgida del colapso del imperio de Arturo Beltrán Leyva, el Jefe de Jefes, e íntimamente conectada a su esposa. Dos de sus hermanos, Alberto y Mario, habían hecho carrera en el narco. Empezaron a principios de 2000 en Guerrero, como pequeños vendedores de droga, pero poco a poco ascendieron en la escala del crimen hasta que el cartel de Sinaloa, en aquellas fechas en manos de ‘El Chapo’ Guzmán, les abrió las puertas al tráfico de cocaína procedente de Colombia y Venezuela. Cumplido este cometido, recibieron un encargo más venenoso: abrir una sucursal de sicarios en Guerrero para enfrentarse a la expansión de los Zetas y la Familia Michoacana. El resultado fue el embrión de Guerreros Unidos. Cuando ‘El Chapo’ se separó de Beltrán Leyva, los hermanos Pineda se apuntaron aparentemente al bando de este último. En diciembre de 2009 una mano asesina arrojó sus cadáveres a la carretera de la Ciudad de México a Cuernavaca. Supuestamente habían intentado traicionar al Jefe de Jefes. Ese mismo año, un tercer hermano, Salomón, ingresó en prisión por narcotráfico y posesión de armas. Al salir de la cárcel, se integró en Guerreros Unidos como uno de los cabecillas. Para completar este abismal círculo familiar, la madre ha sido señalada como testaferro del narco. La secuestró un cartel rival. Maniatada y con los ojos tapados, fue obligada a contar ante una cámara los pormenores de su familia, entre otros, que su yerno protegía los intereses de Guerreros Unidos.
Con esta parentela, a pocos les extrañó la fulgurante escalada social del matrimonio. Eran tiempos de ‘El Honor de los Pineda’. En pocos años, habían pasado de vender sandalias y sombreros de paja a poseer 17 propiedades entre ellas el centro comercial Los Tamarindos, el mayor de la ciudad. Desde esta plataforma, Abarca dio el salto a la política de la mano del factótum local Lázaro Mazón, ahora fulminado por el escándalo. Una vez alcanzada la alcaldía, Abarca fue, día a día, cediendo el terreno a su esposa. La primera dama de la ciudad de provincias venía con hambre de poder. Ella era la que aparecía en las fotografías en primer plano, ella era la que, como recuerdan algunos concejales, entraba en las reuniones y daba las órdenes. Calculadora y dominante, empezó a preparar su asalto a la alcaldía. Ocupó la presidencia de un organismo público, Desarrollo Integral de la Familia (DIF), logró ser elegida consejera estatal del PRD y su próximo paso era presentar la candidatura. En su expansión, tuvo sus primeros choques, entre ellos con su rival, el administrador municipal Justino Carvajal Salgado. Y también con el ingeniero Hernández Cardona, a quien en público llegó a amenazar de muerte. Ambos no tardaron en desaparecer del mapa. Nada parecía poder frenar su ascenso. Tenía de su parte el dinero, el cargo y, sobre todo, el poder de las tinieblas. Como ha declarado el líder de Guerreros Unidos, ahora detenido, ella manejaba las cuentas del cartel y había financiado las campañas del ya defenestrado gobernador Ángel Aguirre, del PRD.
El 26 de septiembre, utilizando como excusa la presentación de su informe de actividades en el DIF, organizó un gran acto en el zócalo. Arrancaba su carrera para las elecciones de 2015. Fue justo ese día cuando llegaron a Iguala dos autobuses cargados de normalistas. Iban a recaudar fondos. Viejos enemigos políticos del matrimonio, su presencia en la ciudad encendió las alarmas. La pareja exigió a la policía municipal, un brazo armado del cartel, que impidiese que reventasen el acto. La orden devino en locura. Los agentes atacaron a sangre y fuego a los estudiantes. Los que no lograron huir fueron detenidos y, según la fiscalía, conducidos a manos de los liquidadores de Guerreros Unidos. En un vertedero, con la precisión que dan años de práctica, se les ejecutó e incineró. Pero la pareja no se alteró. Aún tuvo tiempo para pedir su baja del cargo y abandonar Iguala con tranquilidad. Durante más de un mes su paradero fue un misterio. En la madrugada del 4 de noviembre fueron capturados en una desdentada casa del barrio de Iztapalapa, en la laberíntica Ciudad de México. Dormían sobre un colchón hinchable. Él estaba demacrado; ella, maquillada y nerviosa. Desde entonces, han negado cualquier implicación en los hechos. Como tantas otras veces, aducen que no saben nada.
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