Signos
Bueno, la democracia mexicana está llegando a la modernidad medieval. Y así, para defender los derechos representativos de una comunidad con población indígena se debe elegir, entre los candidatos, a un representante popular identificado como indígena; no mestizo ni de otra mezcla racial, sino de herencia y sangre autóctonas, y no se sabe bien a bien si de lengua madre igualmente aborigen y en cuyo caso si tendría que ser bilingüe o requerir de un traductor para ejercer sus funciones, porque tampoco queda socialmente claro si la ley electoral lo precise entre sus innumerables ambigüedades. En el mismo sentido debe elegirse a un candidato físicamente discapacitado (tampoco se conoce a plenitud cómo se entiende a los discapacitados mentales en tanto ciudadanos) en una demarcación política. Y seguirían las divisiones y las segmentaciones en una progresión democrática representativa con fines de igualamiento y defensa indiferenciada (de sexo, raza, religión, condición mental o física o social, o pertenencia laboral) de los derechos humanos y ciudadanos: cuotas para mujeres, para hombres y sectores lésbico-gays- transgénero y otros similares que pudieran distinguirse más allá de la biología y de acuerdo con los avances de la ciencia y las conquistas de los activismos defensores de la diversidad.
Y en esa dinámica inclusiva de empresarios y empresarias -como tales y con sus clasificaciones sexuales intermedias- según género y oriundez, según capacidades y discapacidades, lo mismo que los pordioseros tipificados como tales, el segregacionismo entendido como equidad parcializada y atomizada contra la discriminación requerirá de complejas reformas de definición sectorial de candidaturas, donde los tribunales serán más decisivos que los ciudadanos mismos para elegir a sus candidatos y a sus dirigentes en los puestos de representación popular. Y, de hecho, esas legislaciones parcelarias del origen de la democracia liberal, donde los eunucos debían ser representados por eunucos más aptos y donde parecía que no bastaban las cualidades de un liderazgo para ser elegido por una diversidad ciudadana consciente de sus valores humanos y ciudadanos iguales e indiferenciados en la ley, no parecen derivadas de la voluntad de los sectores populares representados por quienes las legislaron. Pareciera, más bien, que cualquier ocurrencia o disparate demagogo de las mayorías parlamentarias son legitimadas sólo por el sufragio elector que las puso ahí. Pero, como se advierte, suele suceder que el activismo politiquero de los legisladores produce aberraciones desorbitadas ajenas a las mayorías electoras que no tienen la más remota idea de tales despropósitos emitidos con la presunta finalidad del bien público.
Es una debilidad mental no asumir que cualquier discapacitado físico puede tener tanta competencia representativa como uno que no lo es para liderar a sus semejantes en una comunidad, como un ciudadano negro o mestizo o indígena en colectividades de otras mayorías, y que el espíritu y la virtud no requieren cuotas específicas sino respeto y reconocimiento de los electores. Lo que se requiere es una democracia representativa donde dentro de las organizaciones políticas y en los procesos electorales ganen los mejores. Que cada cual se empodere solo, sin atenerse a calificaciones e identidades determinadas por árbitros y juicios y definiciones numéricas y proporcionales de orden sexista, racista, regionalista, clasista o segregacionista de cualquier índole. Si se confía en el sujeto, que se elija al sujeto y el sujeto se defienda con las habilidades que se entiende que dispone. Imponer cuotas es discriminar. (Al indígena hay que incorporarlo porque no puede solo, al discapacitado y a la mujer y al gay y a la lesbiana y al transexual y a los marginales y marginados hay que dotarlos de instrumentos legales de participación porque están en desventaja de igualdad. Tal es la lógica segregacionista disfrazada de igualitarismo.) Pero ni los discapacitados ni los indígenas ni los distintos de las mayorías, hembras o machos, necesitan ‘vejigas para nadar’. Reivindicar derechos es abrir las compuertas de la competencia y de la libertad electora. Donde mucho se regula mucho se restringe, y donde mayores libertades se demandan es en el ejercicio del sufragio. La ley no necesita calificaciones y beneficios distintivos. La Justicia no requiere definiciones nominativas, sino ser justa y rigurosa. Mayor energía en la defensa de los más vulnerables y contra el dolo de los más perversos y poderosos. El espíritu y el intelecto no tienen sexo sino diferencias de cualidad. El vigor de la barbarie y el atropello es lo que se debe contener. Es la gente y el electorado quienes deben aprender y reconocer el valor de la igualdad y las diferencias. Las nociones de inferioridad y superioridad son prejuicios culturales que no debieran resolverse en conceptos constitucionales de equívoco igualitarismo que de cualquier manera no han de respetarse si la educación y la civilidad no los reconoce. La ferocidad machista no tendría que intentar redimirse con la clasificación de esa violencia específica ni con la categorización (por demás impropia) de feminicidio, sino sancionarse en la medida que entraña el crimen cual la consecuencia ejemplarizante del castigo. No debiera victimizarse a la mujer en cuanto tal, sino en su condición vulnerable frente a un depredador (que también pudiera ser mujer, lesbiana o no, o un gay o un transexual), capaz de atentar contra un niño o un anciano indefensos, y cuya osadía no requiere calificaciones delictivas nuevas y especiales sino las que dimensionan la naturaleza de la agresión.
Lo que se requiere es la garantía de la equidad de la ley y de la aplicación de la Justicia, en un país donde apenas se denuncian menos del quince por ciento de los delitos y menos del dos por ciento se resuelven; un nivel de impunidad que no ha disminuido en nada con la invención de clasificaciones y reformulaciones justicieras cual las llamadas ‘de género’. Las leyes de la equidad sectorizadas en cuantas clasificaciones deriven del ocio legislativo serán cuanto más contrarias a la igualdad democrática tanto más estimulen la actividad de los tribunales y estos más se entrampen en interpretaciones y subjetividades que terminen por confundirlo todo en la opinión pública. Se empeoran los procesos, las sentencias, la desconfianza en los representantes de la ley, y la impunidad.
Los indígenas superiores lo son tanto como los que no son indígenas. Las desigualdades no han sido obra de la ley sino de la autoridad fáctica, la disfuncionalidad institucional y la injusticia de todos los tiempos. De modo que lo que debe estimularse es la cultura de la competencia, no la imposición de cuotas para saldar la inferioridad de oportunidades. Porque en las contiendas electorales no es la autoridad la que debe decidir, sino los electores.
El problema de la cultura política nacional es que los grupos partidistas mayoritarios han dominado en su favor el reformismo legislativo hasta convertirlo en un tráfico constitucional de intereses coyunturales que cambian de dirección según los vaivenes parlamentarios. El problema es que ante el patrimonio político de los vivales, la excepcionalidad moral prefiere no meterse al lodo de la política y los ganadores de la industria suelen ser no lo mejor sino lo menos recomendable de sus entornos sociales. Y tan malos los verdes como los colorados y los azules y los morados, hombres, mujeres, indígenas y discapacitados. El problema no está en modernizar la ley, si esa modernización es, además, pretenciosa y regresiva. El problema es que la virtud se resiste a enfangarse en el mismo pantanal de siempre, donde las excepciones no hacen sino confirmar la regla.
Pero, ¿qué más da? Hoy día poco o nada importa que las leyes se formulen y se apliquen de cualquier manera. Y en la vida electoral, importa la eventualidad noticiosa, cuando mucho, no la calidad de las instituciones electorales y del sistema democrático. Se vota casi a ciegas por un bando o por el otro sean cuales sean sus candidatos. Lo mismo da. Lo bueno y lo malo de ellos es de qué lado están. Y ya.
SM