Claro que hay una fractura. Lo que se desconoce aún es su profundidad. Nunca la habría en los días del poder monolítico fraguado en la idolatría popular e imposible de contradecir. Ahora el poder reside en las aptitudes políticas de un liderazgo intelectual superior pero sin el recurso carismático que congrega la naturaleza emocional de las grandes mayorías. Se tiene que saber administrar el legado y la memoria que le dio popularidad y éxito de Estado a la causa. Y acaso las fracturas y las disidencias y los desprendimientos no sean malos, sobre todo si son verdes o si se trata de núcleos parasitarios imposibles de regenerar e incapaces de zafarse de los viejos y corruptos moldes de solo hacerse a la política para lucrar. Ya se tiene el máximo poder de la vida nacional. Pero en el perímetro aúllan las discordias y menudean los carnavales bizarros del oportunismo, donde la piltrafa parasitaria de la alianza partidista celebra por adelantado el fin del personalismo dirigente y en su ausencia advierte la debilidad sucesoria y cree que puede asumir la ocasión de crecer si crece, a su vez, la mínima posibilidad del río revuelto. Porque entre la retirada del poder invulnerable y la construcción de uno distinto y menos personal y emocional (como cuando el paso del caudillismo priista al partido civilista institucionalizado), la transición puede ser, en efecto, un puente hacia la fortaleza institucional del poder supremo, pero también un paso pretendido como fragilidad por los partidarios de la transformación embozados y prestos a subir a cualquier caballo de Troya. Puede ser que México Republicano sea una caricatura partidista conservadora, en efecto. Pero en un pueblo guadalupano y más emocional que crítico y escolarizado, triunfan la ética y la justicia sólo cuando se aparecen fenómenos de buena fe alzados en su liderazgo por mayorías identificadas con su persona y su idiosincrasia. Y del mismo modo puede ser engañado por el autoritarismo disfrazado y con piel de oveja, cual hoy ocurre en El Salvador, que en nombre de todo el pueblo y con su desbocado respaldo somete a las instituciones representativas y hace la paz social y la seguridad de la gente que nunca jamás se había vivido, sólo con la ley de su autoridad personal única y con la fuerza de las armas, pero a costa de la libertad y de la vida de incontables inocentes y de los derechos esenciales de otros tantos sobrevivientes y de sus familias, lo que termina haciendo de esa ‘justicia’ una tan condenable como la de las bandas criminales mexicanas hegemónicas que, como ocurre en Tamaulipas, se imponen a la autoridad de sus territorios y garantizan una convivencia segura en las comunidades bajo su control mientras nadie se oponga a sus negocios. De modo que la disidencia verdemorenista y anticlaudista está en movimiento y a la expectativa, por más imágenes promocionales y festivales de adhesión a la causa moralizadora y cuatroteísta se divulgen por las redes digitales de la propaganda mediática. Acaso aparezcan nuevos brotes de insatisfacción ‘militante’ que a su vez alienten nuevas iniciativas partidistas a medida que arrecia el debilitamiento de la fuerza fundacional del morenismo con el alejamiento progresivo de la imagen de Andrés Manuel. Y acaso Claudia no deba insistir ni insista en preservar esa ralea. Está en el poder real. Y en lo que debería perseverar es en pacificar el país y en castigar con el ejercicio de la ley la corrupción institucional y el crimen, sean del verdemorenismo, de la oposición, o de cualquier denominación delictiva. Por ahora la mediocridad política no advierte liderazgos opositores de calidad, ni dentro ni fuera de su partido.
SM