La caducidad revolucionaria (y los generales en sus oprobiosos laberintos)

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Signos

Es lógico que si los ancianos centenarios están al frente de sus Estados no es para transformarlos o para concebir planes de porvenir en ellos favorables a sus pueblos. Si el futuro de esos líderes puede no pasar de la hora del almuerzo, ni por un instante pensarían en el mañana de nadie. Los Ayatolas y sus vejestorios doctrinarios son emblemas pétreos de la resistencia a las ideas y a los valores críticos. El Papa no está sino para mantener en su sitio los fueros del Estado Vaticano mientras la fe y todas las ideologías y dogmas del mundo se apagan tras las revelaciones digitales y virtuales y algorítmicas de la era de la robótica y la Inteligencia Artificial de ‘la civilización del espectáculo’, postrera y apocalíptica. Y Raúl Castro sigue uniformado y en el poder vitalicio para que Cuba se mantenga inamovible en lo que ha sido el Estado revolucionario, donde no debe caber ni la mínima posibilidad, por ejemplo, de que la empresa privada (por lo menos la cubana) sea una buena cosa, por más que pueda ser la alternativa de financiamiento fiscal de ese Estado como bien lo han entendido los rusos, los chinos y los vietnamitas respecto de los suyos.

Deng supo que su mejor contribución sería retirarse del poder promoviendo los cambios esenciales del modelo socialista, o los de la hibridación económica del mismo, sobre los que deberían seguir abriendo las fronteras de la modernización y el desarrollo de China los nuevos liderazgos generacionales. En los treinta, el general Cárdenas subió a la Presidencia de la República derribando las molduras de un régimen dictatorial sobre el que se negó, disponiendo de la popularidad y de la oportunidad para hacerlo, a cimentar el suyo, y se retiró a la vida privada en la conciencia de que era lo más conveniente para México en su tiempo, el de la amenaza misma de la Segunda Guerra Mundial.

Los viejos sabios revolucionarios tendrían que saber mejor que nadie, cual revolucionarios y promotores de cambio y evolución que han sido, que el mundo se transforma y que su contribución más vanguardista, con su propia causa, sería la de entender y asumir su propia caducidad y la responsabilidad justa del retiro dejando tras de sí el legado de una transición histórica sin turbulencias ni sobresaltos. Deng se fue entre los vítores de su generación y la emergente. Franco, en cambio, se murió maldecido y apedreado bajo los multitudinarios crímenes de su tiranía y de su obstinación de eternidad y negación absoluta al nuevo tiempo de España.

El mundo transita más vertiginoso que nunca en una dimensión donde se agotan el tiempo, el espacio y el sustento civilizatorios. Y donde los viejos sabios, si lo fuesen, y que fueron factores fundamentales de transformación de sus Estados y sus pueblos, debieran comprender que la mejor y más digna manera de morirse sería haciéndolo como verdaderos revolucionarios: yéndose a tiempo del poder y sentando las bases de un futuro que tanto se agradecería sobre sus catafalcos, sus tumbas y sus memorias.

Pero así como tan innegable es que la dialéctica universal es inagotable, enigmática e incontenible, lo es que la obstinación y la ceguera y el narcisismo del poder sean fenómenos más recalcitrantes, consistentes y determinantes en el acontecer del orbe que los de la salvación virtuosa de los liderazgos y los seres excepcionales. Tal es la condición, tan humana como universal, de cuanto existe. Si la virtud fuera la regla, la civilización humana sería inmortal. Por eso la felicidad tiene que ser parcial y efímera. Y el reino de la oscuridad debe imponerse como principio del amanecer que viene.

El alumbramiento de la civilidad salvó a España de las violencias de la incertidumbre. Pero esos son garbanzos libertarios y pacíficos de a libra en los turbios ciclos de la historia. Fidel decía que los revolucionarios tenían que serlo de por vida. Le faltó decir, acaso, que la mayor virtud de un revolucionario era la de su noción más pertinente sobre su temporalidad, sobre sus límites y capacidades de decisión, sobre la frontera de sus ímpetus y aptitudes progresistas donde la ceguera del poder las pueden convertir en objeciones reaccionarias y antipopulares, y sobre el sentido del ahora y del después que son tan diferentes y en mayor medida tan distintos y tan distantes -cuando no ajenos y contrarios- al ayer vivido. Le falto decir que los buenos revolucionarios son los que impiden y se oponen al retorno de su sociedad a la prehistoria de las injusticias donde ellos se forjaron y de donde la sacaron; los enemigos del destino y ‘el otoño del patriarca’, del héroe que fue Porfirio Díaz, el guerrero liberal juarista de la Reforma invencible que fue admirado y respetado por los franceses imperiales mismos a los que combatió sin tregua ni cuartel cuando invadieron suelo patrio, el que fue el Presidente mexicano de las grandes transformaciones y las más temerarias decisiones que integraron y modernizaron el país al que le puso los linderos nacionales, y el que de cuna indígena quiso en la ancianidad parecer Emperador galo instalado y decidiendo la suerte de una nación desde un castillo, como los napoleónicos, y fue expulsado de su patria por una rebelión y una condena popular unánime, y enterrado en el exilio francés y en el olvido al que lo condenaron sus ínfulas de perpetuidad de revolucionario y reformista extraviado en su paranoico laberinto. 

SM

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