¿Quién puede más, Claudia o Jorge Emilio?

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Signos

¿Dónde reside ahora el poder presidencial, el de la izquierdista de academia, Claudia Sheinbaum? Porque Andrés Manuel construyó el liderazgo popular y de Estado que le legó, y lo hizo mediante un carisma identitario y de alta idolatría mayoritaria que la Presidenta no tiene y cuando su personalidad está en la antípoda de su creador, el animal político que ella no es y del que es todo lo contrario, justo el reverso del populismo procedente de las tradiciones priistas arraigadas en la cultura nacional, su idiosincrasia y su institucionalidad.

¿Tiene, acaso, Claudia Sheinbaum, fueros propios de dirigencia superior que le reconozcan y respeten los jefes parlamentarios federales cuatroteístas, quienes cuentan con nutridos núcleos de seguidores propios y grupos de interés en todo el país?; ¿o sobre los Gobernadores, que dominan los aparatos legislativos, judiciales, policiales, electorales y delictivos en sus Entidades? ¿Tiene poder propio, ideológico y político, de representación y movilización, en esas demarcaciones convertidas en feudos de poder y de negocios de los gobernantes? ¿Tiene algo más que la estadística de unos avales de aceptación que se advierten más derivados de la herencia obradorista y de los financiamientos del Bienestar que de su propia fuerza?

¿Influye más, en Quintana Roo, Claudia Sheinbaum que Jorge Emilio González Martínez, el Niño Verde? ¿Tiene jerarquía representativa, liderazgos propios y emisarios de ella misma y de sus convicciones y decisiones de jefa superior de su partido y sus principios militantes? ¿Puede impedir que el Niño Verde tenga su sede patrimonial en el Estado caribe y que maniobre a su aire entre el oficialismo morenista y que negocie sus intereses porcentuales verdes con quien no puede prescindir de ellos y de sus curules decisivas en las cúpulas partidistas y palamentarias federales (como las que podrían necesitarse en la coyuntura de la revocación del mandato presidencial)? ¿Pudo ganarle al Niño Verde, que controla el partido presidencial en Quintana Roo, la partida en el Congreso de la Unión para penalizar el nepotismo e impedir las trampas sucesorias consanguíneas? ¿Tendría un candidato de su cuadra, de su ideario, de sus lealtades, a quién respaldar y con altas reputación e influencia política y electoral para la sucesión gubernamental venidera? ¿Lo tendría, como sí lo tiene el Niño Verde en el partido guinda, y quien más que con ella lo negocia todo con los jefes del socialismo expriista de la regeneración moral, como el Senador Adán Augusto López y el Diputado Ricardo Monreal?

¿Podría y sería capaz de usar el alto poder coercitivo contra alguno de los señores feudales de su partido que mandan en los Estados?

(Porque el país se está pareciendo mucho al de los tiempos presidenciales de la alternancia panista de Vicente Fox y continuada por Felipe Calderón, cuando los Gobernadores priistas, liberados del autoritarismo presidencial absoluto que todo les imponía, decidían todo en sus perímetros de mando porque ahora los Presidentes de la República no sabían cómo ejercer su autoridad federal con ellos y tenían que depender, más bien, de los representantes de esos Gobernadores en el Congreso federal para resolver sobre presupuestos y políticas generales dependientes de los dedos legislativos; tiempos, por cierto, de la mayor corrupción fiscal del país; los de los mayores ingresos petroleros de la historia, cuantificados en medio millón de millones de pesos, cuando menos; los de las mayores participaciones federales a los Estados, y los de los mayores endeudamientos públicos y déficits presupuestarios sólo explicables como robos inconcebibles y desmedidos contra el erario en ellos.)

¿Hay respeto a las soberanías locales o temor por la falta de competencia dirigente propia?

Hoy día y a plena luz de la opinión pública se dirimen querellas delictivas, por ejemplo, entre facciones obradoristas, como la del Gobernador michoacano, Alfredo Ramírez Bedolla, contra el exGobernador y Diputado Federal por Michoacán, Leonel Godoy Rangel, a quien se nombra en las investigaciones de la Fiscalía estatal por el asesinato del Alcalde de Uruapan, Carlos Manzo (una inclusión ministerial que más advierte dolo político que afán justiciero, tratándose, en el caso del Gobernador, de un personaje por demás siniestro, señalado de nexos criminales, y abyecta y abiertamente simulador y aplaudidor de la Presidenta y de su Plan Michoacán), y se abren grietas de alta descomposición en la hegemonía morenista que más revelan los impedimentos presidenciales en favor de la unidad que atributos de no intervención en los asuntos de las soberanías republicanas.

Y si bien puede recordarse que en la era del presidencialismo priista y sus omnímodos poderes fácticos -donde fue célebre protagonista Fernando Gutiérrez Barrios, el policía perpetuo que decía tener por encomienda histórica velar por la estabilidad política y la paz social, cual consigna y garantía superior del Estado revolucionario que no podía permitirse más violencias e insurrecciones a ningún costo y por ningún motivo, por lo que debían someterse todas las tendencias a la ruptura institucional, por la vía de la negociación y la inclusión o la cooptación de los grupos dirigentes de las disidencias y de sus demandas si eso era posible, o por la de la represión con todas las fuerzas del régimen si no había más remedio- la legitimidad del Estado de derecho y la observancia de las garantías fundamentales podían ser secundarias (como lo eran en un mundo colonialista, racista y proclive a los golpes de Estado, donde México y su ‘Desarrollo estabilizador’ y su diplomacia juarista eran en buena medida ejemplares, sobre todo en la América Latina de los cincuenta y sesenta, de alto empleo, salarios dignos y marcas como ‘Lo hecho en México está bien hecho’), también puede decirse que la institucionalidad de los principios rectores de la cultura política de entonces se hacía valer a toda costa. Y ahí estaban a la orden del día los expedientes que hacían saber a los gobernantes y a los personajes del poder que más allá de ciertos límites estaba la fuerza de la autoridad, política o legal. Y que hasta al más intocable de todos un día se le terminaría la gracia de la impunidad y podría ser llamado a cuentas desde los mismos códigos por nadie mejor conocidos que por él mismo, que los habría aplicado y ejercido en favor suyo y de los intereses de su investidura.

Institucionalidad y presencia de un liderazgo poderoso y superior en un país que sigue siendo iletrado (la mala calidad de las aulas sigue siendo invicta) y de tantos criminales al frente de los Poderes republicanos que lucran con esa realidad caótica es lo que no hay. Y cuando se aduce a voz en cuello que la Justicia y la fuerza de la denuncia y el potencial del Estado de derecho deben suplir, frente a la inseguridad y el crimen, los viejos modos del sistema totalitario y gobernado por los poderes fácticos, como si los valores educativos y la civilidad política y ciudadana fueran ya, por obra y gracia de la milagrería ideológica, las de una potencia democrática moderna y exitosa, lo que más se entiende es que se quiere encubrir con la retórica la impotencia del poder político ante la fuerza de lo que Gutiérrez Barrios identificaba como las mayores amenazas del Estado: la inestabilidad, la inseguridad y la ruptura de la paz social.

Porque poder coercitivo del Estado Nacional, sobra. Pero si han de respetarse los poderes hegemónicos locales a sabiendas de que son las fuentes esenciales de la flagrancia, pues entonces se está evidenciando de qué lado están los fueros decisivos y se está renunciando a la puesta en marcha de la solución esencial, la de la institucionalidad de un poder alternativo de Estado de suprema influencia y verdadero alcance nacional.

SM

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