Signos
El panista Ricardo Anaya ha resurgido en la política nacional cuando ya se le había dado por muerto.
Su grupo de poder -el de Carlos Salinas de Gortari y Diego Fernández de Cevallos- se confrontó con el entonces mandatario federal Enrique Peña Nieto, porque Peña no quiso sumar los recursos de su Presidencia a dicho proyecto sucesorio. Y Peña no aceptó esa alternativa porque conocía su fragilidad propia (la misma debilidad inducida por él a su partido, cuya situación de inminente derrota era la que aprovechaba el grupo de Anaya y Salinas para ofrecerle el salvavidas a cambio del financiamiento presidencial). De ganar ese grupo la Presidencia de la República -con todo el peso ilegal del Gobierno peñista-, él estaría condenado a una miserable extinción. Si Salinas era un delincuente perverso y dispuesto a todo, Anaya estaba demostrando que podía ser eso y más. Así que optó por la ruptura con ellos, por su particular agenda sucesoria (si iba a disponer de los recursos negros de su Gobierno, él sería el jefe de la operación y no los otros) y por el plan B de pactar con López Obrador el reconocimiento de su victoria si su candidato -José Antonio Meade, el menos peor de su propia banda-, como era del todo evidente, perdía la elección. (López Obrador no era su enemigo, al fin y al cabo, y los otros sí podrían ponerlo a merced de la jauría, sin pudor ninguno, para anunciar un nuevo orden de reformas, ahora sí, de justicia y blablablablablá.) Mediocre, derrotado por sí mismo y hundido en el descrédito más absoluto, prefería la tolerancia justiciera del ahora presidente que el escarnio y la perfidia demoledoras de dos liderazgos tan ególatras, como siniestros y calculadores, capaces de destruirse entre sí y de destruirlo todo por el poder. Y cuando Peña rechazó respaldar la candidatura de Anaya, Anaya amenazó a Peña con encarcelarlo si alcanzaba la Presidencia. Y con todo el poder del Estado y toda la evidencia de sus innumerables crímenes de delincuente público en las manos, Peña decidió procesarlo a él -lo que en el fragor de la campaña panista contra Peña y el PRI parecía una reacción tan natural como irreversible y justificada, aunque el otro la acusara de persecución política y la aprovechara como propaganda-; decidió desbarrancarlo de su sucio y ascendente sueño presidencial, y encerrarlo antes, como aquel le juraba a él que habría de hacerlo después. Pero se acobardó a última hora, como el pobre diablo que ha sido siempre; se desistió de dar seguimiento a los cargos penales y se anotó otra de las grandes vergüenzas propias y del sistema judicial mexicano, donde las fiscalías -que se suponen defensoras de la sociedad y del Estado frente a los criminales- terminan perdiendo sus principales causas contra los millonarios despachos de los más poderosos e intocables acusados, y donde el ‘debido proceso’ siempre es mejor instrumentado por esas defensorías invencibles -como la de Diego Fernández de Cevallos en favor de Ricardo Anaya- que por las incompetentes y corruptas burocracias ministeriales que se supone deben defender los derechos de la sociedad y del Estado.
De modo que Ricardo Anaya regresa ahora. Y su regreso advierte un fracaso y un peligro: el fracaso opositor de producir liderazgos virtuosos -lo que refiere, asimismo, la precariedad y la incivilidad regresiva del sistema democrático del país-, y el peligro de que la impunidad siga haciendo estragos a partir de un sistema penal -si bien menos corrupto ahora, a partir de una voluntad presidencial intolerante a la perversión de las instituciones- vulnerable a las exigencias normativas del ‘debido proceso’, o a la incompetencia, frente a ellas, de sus autoridades policiales, sus fiscalías y sus tribunales, y vulnerable por tanto, asimismo, a la poderosa industria de las defensorías de los magnates delictivos.
Si Anaya regresa a la lucha por el poder es porque se sabe a salvo de un sistema de Justicia penal que ya lo dejó libre una vez, y de un Ministerio Público que no tiene evidencia sustentable para imputarlo de nueva cuenta. Anaya y sus promotores pueden ser todo lo delincuentes y cínicos que se quiera, pero no bobos. Y porque confían en las debilidades del sistema de Justicia y de la Fiscalía General de la República, es que al tiempo en que Anaya recupera su perfil desafiante de líder opositor, el jefe de su campaña y responsable de sus flancos judiciales, Diego Fernández de Cevallos, eleva también el tono de sus diatribas políticas antipresidenciales. Y en ese ritmo ascendente del reto de Anaya y el salinismo de Fernandez de Cevallos es en el que se degrada, a su vez, el valor judicial de los escándalos mediáticos asociados al proceso de Emilio Lozoya Austin, cuyas declaraciones y denuncias involucran a Ricardo Anaya como culpable de punibles actos de corrupción. Y si Anaya no es procesado, condenado y encarcelado en este caso y en esta gestión presidencial, del mismo modo en que no fue condenado ni encarcelado por los crímenes que se le imputaron en la gestión presidencial precedente, muy poco se podrá esperar de los servicios a la justicia de la actual Fiscalía General de la República y de la institucionalidad en general, vigente ahora, del nuevo Sistema de Justicia Penal, y sí mucho, quizá, de la emergencia política de ese grupo compacto que fue electoralmente vencido y humillado por la mayor y más legítima fuerza popular y representativa de todos los tiempos, pero cuya cúpula real no está integrada por caceroleros ruidosos proclives al fascismo, sino por liderazgos económicos y políticos perversos, poderosos y audaces que tienen armas legales acaso más decisivas -en términos profesionales y de eficacia jurídica- que las del Estado, y cuentan con una figura que, de no ser sometida por la virtud del Estado de Derecho, bien puede crecer sobre las debilidades institucionales y judiciales de ese Estado de Derecho, e incentivar, con inteligencia estratégica -la que no han tenido los manifestantes antipresidenciales y sus liderazgos de poca monta, desde gobernadores de pacotilla hasta empresarios estridentes y ultras como los pastoreados por ‘el diablo’ (Fernández) de Femsa-, un verdadero movimiento opositor, con una verdadera lógica y un verdadero programa de alcance nacional, para el que le sobrarían operadores y voceros mediáticos, propagandísticos e intelectuales.
No intimidará a López Obrador como intimidó a Peña. Pero tampoco se ha intimidado con las acciones punitivas hacendarias y de la FGR. Por el contrario, las ha retado y está en movimiento. Fue y sigue siendo el candidato del salinismo, y el salinismo sigue intocado e impune. Felipe Calderón no es el enemigo; ni lo es el gobernador panista de Chihuahua, Javier Corral, el más aventajado y meritorio de los líderes en activo para abanderar una causa opositora nacional, pero inferior en capacidades de convocatoria popular y de sectores de poder a Anaya, de cuya candidatura presidencial panista fue seguidor (además de que Corral está al dejar la gubernatura, lo que le desactiva el protagonismo y el recurso promocional). Anaya surgió en el enfrentamiento de Gustavo Madero contra el entonces presidente Felipe Calderón por el control del PAN, y fue el verdadero ganador. La traición y el buen cálculo golpista lo hicieron derribar patriarcados y dirigencias partidistas que se advertían sólidas y resistentes, y en tiempo récord se convirtió en un candidato presidencial temido por el presidente en turno del país y con el segundo más alto potencial competitivo para sucederlo. No en balde era el candidato del grupo de Salinas y Fernández de Cevallos. No en balde ha resurgido, impune y sistemático, y seguro de que las causas contra la corrupción tienen más de vocacionales y morales, que de coercitivas y penales. Y él está fraguado en la impunidad. Y si la Justicia penal no lo alcanza, y si la Justicia penal no alcanza a otros como él, entonces la Justicia penal será derrotada, y la justicia, en general, también. Si en esa impunidad Anaya sigue creciendo, la justicia lópezobradorista y la ‘4t’ tendrán problemas. Si la popularidad presidencial no rinde frutos penales ejemplares y ejemplarizantes, la popularidad de la demagogia opositora será una calamidad. Si el sistema penal no fortalece la legitimidad y la democracia, se convierte en el peor enemigo de ambas. Si no procesa a los delincuentes demagogos y opositores, se convertirá a la postre en su aliado y en la mejor de las armas a su merced.
SM