Síntesis, reflexión y belleza se conjugan armónicamente en las composiciones poéticas que integran el cuaderno de Ramón Iván Suárez El viento entre los sauces, conformando una atmósfera lírica que a la vez remite hacia el pretérito (en su tropología) y busca la eternidad mediante temas constantes en el ser humano.
Este libro, publicado por Cuadernos de la Gaceta, en Cancún, se funde a la extensa obra de Ramón, quien ha sabido hurgar en distintas corrientes literarias y poéticas creativas, y ahora acude a estrofas de origen japonés (tankas y haikús) idóneas para retener en ellas imágenes escritas que se aproximan al dibujo.
Aunque en estos versos, ceñidos no por la rima sino por la métrica, emerge una retórica de antiguas inquietudes orientales, el lenguaje no es por ello peyorativamente arcaico, más bien se apuesta por una atemporalidad metafórica y con esas redes se unen emociones y pensamientos profundos en analogía con el pródigo paisaje.
Esta manera de expresar el universo interior y sus referentes externos no es exclusiva de la poesía japonesa. Ha aparecido (con disímiles matices) en casi todas las escuelas artísticas del mundo, de la lírica anónima más añeja a la llamada posmodernidad, pues hombre y naturaleza en matrimonio fluyen desde épocas remotas.
Hierba flotante
en el río que pasa…
Mi corazón
es quien sigue a los pájaros
para morir con ellos
Árboles, pétalos, aves, hojarasca, luceros, piedras, gatos, ranas, arroyos y follajes se vuelven símbolos; y sus despliegues alegóricos para representar lecturas y experiencias del sujeto lírico, unas veces muy reflexivas y otras más cerca de la epidermis, aunque también figuran mucho representaciones del entorno de acentuada plasticidad.
No siempre se involucra el ser –con sus demonios y sus sueños– en esta escritura, a ratos sólo entra su sensibilidad como un paisajista que amoroso recoge el fluir estético que aparece radiante frente a sus ojos y lo traduce aquí en versos que miden cinco y siete sílabas métricas con las cuales se alcanza un sugerente y acendrado ritmo.
La lluvia escribe
ideogramas de luz
sobre la seda.
La naturaleza en su esplendor (con estaciones marcadas) puede sugerir espacios geográficos definibles por el nombramiento de sus componentes –sauces, naranjas, bambúes, abejas, grillos, nieve, olas…–, pero no referencias históricas ni marcos contextuales muy estrechos y en ese estado puro traspasa centurias y fronteras.
Ramón se apodera de estructuras niponas, pero no necesariamente se restringe al canon japonés. Se vale de formas regionalizadas en su raíz para universalizar un discurso que tiende a la comunicación emotiva y el diálogo poético y ligeramente filosófico con metáforas sensoriales, y una serena y misteriosa música.
No digas puente,
si no piensas cruzarlo;
ni sueñes río
cuando no tengas sed.
Di polvo si respiras.
El poeta –además de dibujante, filósofo y músico– en ocasiones se conduce como un niño que a toda costa va en pos del juego. Aquí es engañosamente ingenuo y demuestra que la literatura no es siempre solemne y que en ella cabe un tanto de gracia, donde lúdicas se tornan las conversaciones cuya luz pertenece a la fantasía.
Más figurativos, con discreto humor, estos versos –afines con el público infantil y con adultos que no hayan sido derrotados por el andamiaje absurdo donde se ancla la sociedad– aligeran las tensiones del libro, en el que prevalece como telón de fondo cierto aire dramático. Son los colores alegres que regalan un segmento de miel.
Gallo friolento,
¿quién te dará en el patio
arroz con luna?
Contra las hostilidades del hombre, quien no aprende de los abismos del pasado ni logra dominar sus impulsos salvajes, aunque imperen revoluciones tecnológicas, crece el arte: un arco sensible donde se aboga por el entendimiento y la supremacía de la razón, y afianza una fe casi utópica en el mejoramiento de la especie.
La poesía es parte insoslayable del alma de los pueblos. Beber en ella puede ennoblecer a la humanidad o al menos inspirarle un aliento, escribirla es un acto de valor y una apuesta. Concebir sus versos con profundidades anímicas y elegancia de forma trae signos perdurables, un eco que eterniza y desarma con flores al olvido.
“Ningún camino / a pesar de lo andado / nos pertenece”, sentencia Ramón en un hermoso haikú y es cierto: no nos pertenecen esos caminos como tesoro individual, pero sí como herencia colectiva oriundos de las tradiciones, tradiciones que labran individuos para que las grandes muchedumbres encuentren en ellas un legado.
Este libro es un legado del maestro Suárez Caamal, cuyas líneas fue esculpiendo con sencillez y entrega, y con la hondura que expanden las auténticas manifestaciones del espíritu, es decir, para que lo bello se fije, nos defina y alcance su magnitud; para que no huya la memoria como el viento entre los sauces.
2012