Signos
De acuerdo: lo de menos es si la ley y las instituciones son justas y necesarias, y si la gente las entiende y comparte los veredictos de quienes las representan.
Pongamos eso: que lo de menos es si las legislaciones y reformas electorales tienen sentido o no, ni si son producto de intereses políticos y de conveniencias de los controles legislativos y los grupos de poder que las procrearon.
Dejemos de lado que una codiciosa aspirante a alcaldesa -como Yensunni Martínez, hoy candidata del Partido Morena al Ayuntamiento de Othón P. Blanco, al que pertenece Chetumal, la capital de Quintana Roo- demanda a su enemigo -el empresario de pompas fúnebres, Luis Gamero, designado candidato del mismo partido-, por “violencia política de género”, y el tribunal electoral le da la razón y le otorga la candidatura que le quita al acusado.
Y no importen otros detalles menores, que a nadie parecen importar y por lo que parecen ser menores, como lo que en realidad entraña la violencia política en una contienda política; como dónde la propaganda deja de serlo y se convierte en ataque censurable y punible; o por qué una agresión verbal o moral o simbólica puede calificarse y castigarse como machista y política en una guerra partidista interna y electoral, y una en sentido contrario -o de una mujer a un hombre- no pasa de ser un insulto irrelevante y una ofensa -y cuando mucho una infamante ilegalidad sin más- que no se atiende con la misma lógica constitucional (lo que identifica, con meridiana claridad, el absurdo y la simulación que implica la defensa militante de la equidad de los derechos políticos y humanos, desde la perspectiva de la preeminencia y la exclusión, y no de la verdadera igualdad de todos los seres del género humano).
Olvidémonos entonces de que, conforme a la ley vigente, la autoridad electoral pueda estimar la flagrancia de Gamero contra Martínez como un gran atentado -político y machista, o de machismo político, por aberrante que pueda parecer el cargo imputado– que amerita la negación de su candidatura
Y olvidémonos, asimismo, de que esa autoridad electoral, apegada a la legislación regulatoria, no estime del mismo modo, y como la trampa y la dolosa emboscada que en realidad ha sido, la tal demanda contra el ahora excandidato morenista a alcalde del Municipio chetumaleño -acusado de “violencia política de género”- montada justamente para arrebatarle la nominación de su partido y acaso la Presidencia Municipal en disputa, con el argumento falaz y la celada veraz que significa la victimización que ha legitimado, como causa justa -si bien en apenas una primera instancia, aunque decisiva para que la demandante sea ahora candidata y posible munícipe-, el tribunal electoral.
Dejemos de lado esas minucias, y que la astuta treta de la ahora candidata municipal ha sido, por supuesto, más perversa, sucia y condenable, que el delito de machismo político asestado al ahora excandidato Gamero para robarle la postulación (más allá o más acá de que el funerario defenestrado la mereciera o no, y fuese o no de la misma especie de su ladina enterradora).
Pasemos por alto, pues, todo eso.
(Y, si se quiere, tampoco nos fijemos en algo que, acaso, sí sea más importante: el hecho, por ejemplo, de que lo que sucede con el Morena en Chetumal, donde la voracidad y la iletrada impostura de sus liderazgos lo está rompiendo en pedazos, ocurre en gran parte del país; una peste, en la consideración de algunos -aunque cada vez más numerosos y más desencantados, entre quienes han identificado a ese partido como la gran alternativa democrática-, que se esparce sin remedio y está enfermando de muerte a la causa de la ‘regeneración nacional’, como si a su dirigencia no le bastara la contaminación radiactiva y autodestructiva de la unión simbiótica con la turbiedad de los negocios de poder del Niño Verde; un mal que cunde, y que en Quintana Roo -Estado insignia de los criminales éxitos del ‘verdeecologismo’- y en buena parte del país está vaciando de contenido el discurso presidencial contra la corrupción, aunque en la aún nutrida galería fanática siga sonando con fuerza el clamor de los fieles empeñados en asegurar que el milagro de la popularidad del jefe máximo seguirá obrando el prodigio electoral de que, peores o no que sus opositores, los candidatos de su partido -y ahora también los del arca de su alianza con el Verde- seguirán siendo tocados por la gracia del Santísimo, son los mejores y más auténticos del mundo, y ganarán de calle la gran mayoría de los veintidós mil cargos de elección que habrán de decidirse en los comicios venideros.)
Muy bien: apartémonos de las menudencias temáticas del tiempo en curso y centrémonos en lo importante…
Votar o no votar. Esa, es la cuestión.
Aunque sólo fuera por la estruendosa y vociferante promesa de una nueva era frente a la degradación del eterno autoritarismo revolucionario -envilecido por la corrupción populista y neoliberal, y crucificado por sus contradicciones y su desfondada y enlodada reputación-, la emergencia de la alternancia presidencial panista y de la diversidad representativa, hace más de veinte años, alzó, con Fox, el furor de un nuevo orden democrático, y, al cabo, lo sabido y padecido: la pluralidad sólo era la del reparto del saqueo nacional en un nuevo espectro multipartidista y de oportunismo pragmático y desideologizado, con una demagogia nueva e institucionalizada de transparencia y anticorrupción, y con sofisticados y complejos mecanismos inaugurales para la legitimación constitucionalizada del fraude electoral y de los nuevos representantes del estatus quo, cuyo saldo fue el de la fatuidad y el libertinaje públicos, la ingobernabilidad, el dispendio inédito, la anarquía, la pulverización más óptima del Estado de Derecho, y el estallido irremediable y generalizado del crimen, la suprema crueldad del narcoterror, y la guerra de todos contra todos por los miserables despojos del país.
El fervor electoral de la alternancia derivó muy pronto hacia la nueva desilusión. La democracia era simulada, fallida, violenta y enemiga de la nación. El autoritarismo de la ‘Revolución institucionalizada’, en su monopólica e inapelable verticalidad, por lo menos garantizaba la paz social. El pluralismo democrático era el caos institucional, la corrupción multiplicada y legitimada, y la impunidad al servicio del hampa sangrienta.
Y las urnas volvieron a llenarse de esperanzas con la victoria de la bandera de la regeneración nacional –del Morena- y de una verdadera y esperada y nueva transformación histórica –la 4T-.
Y en eso llegaron los panistas, los priistas y los perredistas emigrados de las cavernas a treparse en el tren del futuro de la revolución moral. Y en el colmo del descarrilamiento anunciado se apoderó el Niño Verde de la locomotora del morenismo y allí va, bajando la cuesta de las ilusiones de tantos, como en el Caribe mexicano, como en Cancún y Puerto Morelos y Playa del Carmen y Chetumal, para no ir más lejos.
Y así, sólo mirando el futuro nacional en el espejo de los sepultureros del verdemorenismo quintanarroense, el camino más al alcance de la mano es el de la historia, el del regreso al pasado, el de lo mismo o de lo peor de siempre.
Hay esa posibilidad democrática. Pero acaso la mejor de todas sea la del confinamiento sanitario y electoral. La de no salir de casa ese domingo de las elecciones más concurridas de candidatos y mediocridades y naderías simuladas de vocaciones de representación popular. Total, se aplicará la ridícula y estúpida Ley Seca.
SM