Signos
Por Salvador Montenegro
El sistema de salud en México ha sido una de las mayores herencias criminales de los regímenes privatizadores forjados desde el deshumanizado, supremacista y monetarista hegemonismo del “Consenso de Washington” -en los días del derrumbe de la Unión Soviética- impuesto por el entonces presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan (un mecanismo de dominio unilateral e inapelable del mercado, el neoliberalismo, obedecido a cabalidad y con la carga letal suplementaria de la más sólida y sedimentada corrupción de todos los tiempos en México por el también entonces Presidente mexicano, Carlos Salinas de Gortari, y por sus sucesores priistas y panistas, promotores, todos, de la mayor desigualdad y del envilecimiento absoluto del país; de la construcción de una de las oligarquías más salvajemente depredadoras del mundo entero, enriquecida por la malversación del Estado como ninguna otra y culpable, con el Estado cómplice de sus atrocidades, de la destrucción del sistema público nacional de salud en favor de grupos empresariales que lo han industrializado a conveniencia y sin más beneficio y rentabilidad que los de sí mismos y de sus clientelas adineradas, en contra de uno de los tres derechos humanos fundamentales, con el de la seguridad y la escuela, que debe garantizar un régimen democrático y representativo a su población).
Ha sido una constante cruel y condenable haber desmantelado y abandonado a la degradación y a la miseria humana, burocrática y política la asistencia médica y hospitalaria de las grandes mayorías, condenadas, además, a la pobreza material resultante del despojo perpetrado contra los más grandes bienes de propiedad pública, y contra las mayores instituciones sociales derivadas del constitucionalismo revolucionario, ya de por sí atropellado y desmantelado por la corrupción gobernante, sobre todo entre los periodos del populismo estatista extremo y demagogo de Echeverría y López Portillo, y del saqueo empresarial posterior que hizo trizas la propiedad y las garantías del Estado social, agravado con el endeudamiento y las devaluaciones que, como tan bien se sabe, hicieron del empobrecimiento multitudinario y la rapacidad y el cinismo político, el signo más sobresaliente y distintivo de la cultura mexicana.
De modo que si Andrés Manuel cumple su descomunal promesa y realiza la proeza incomparable de levantar de sus escombros el sistema público nacional de salud -ya no para el próximo año, como anuncia, sino para el fin de su mandato presidencial, en el 24; y ya no para convertirlo, como dice, en uno superior, incluso, al de Dinamarca, sino, por lo menos, en uno de los primeros y más serviciales de Latinoamérica: con personal médicos suficiente y competente, con consultas y medicamentos a la medida de la inmediatez de la demanda popular-, será, sin duda, el mejor Presidente de la historia de México o, cuando menos, uno de los tres de ellos.
Porque hoy día, y desde los días aciagos de la primera devaluación en medio siglo, la moneda mexicana refuerza su vitalidad cambiaria frente al dólar, y la dependencia deudora y devastadora de la economía popular es menor que nunca y apenas comparable con la de los días del ‘desarrollo estabilizador’, sólo que en un entorno de riesgos y asedios financieros globales inimaginables en aquel entonces de estabilidad, empleo y crecimiento ejemplares en una América Latina rota y derrotada por las tiranías más sangrientas y las economías más dependientes del feroz colonialismo racista estadounidense.
Uno no es partidario del ideologismo que, en el orden de la política o la religión, no deja de ser, en mayor o menor grado, dogmático, sectario y excluyente. El progresismo, a menudo, es tan categórico y militante como el derechismo menos radical pero de tendencias, al fin y al cabo, clasistas, reduccionistas y facciosas. El librepensamiento, pensamos, laico y desafiliado, es la mejor y más objetiva de las opciones revisoras de la realidad, con todas las subjetividades y relatividades de la óptica personal. Y desde esa atalaya es, queremos creer, desde la que observamos. Y desde ella entendemos que el actual régimen federal, precedido de los más letales para la economía popular, la integridad patrimonial del Estado mexicano, y la ética del ejercicio institucional del poder político y sus investiduras representativas, es el menos corrupto y el más comprometido con las mejores causas del país, junto a los de Juárez y Cárdenas.
Porque entre Echeverría y Peña Nieto se produjeron los mayores horrores públicos de la vida nacional: la de los protagonistas políticos más reprobables y la más impune carne de presidio de la era revolucionaria, y el sector privado más enriquecido, grotesco, inmoral, punible y enemigo del destino de cualquier nación y de pueblo alguno del mundo civilizado.
Y esa historia de atrocidades que ha precedido a Juárez, a Cárdenas y a López Obrador, hace de la austeridad juarista y de las acciones menos contaminadas por el esperpento costumbrista de las tradiciones del saqueo inmemorial y sin castigo ninguno de la vida y los bienes de México desde los tiempos de la Colonia hasta estos tiempos, lo más ejemplar y distintivo de los liderazgos del país que puedan reconocerse y reseñarse, y dimensiona lo señalado aquí (a reserva, claro, de que observaciones más calificadas y documentadas, y del mismo modo más neutrales en lo personal, y politica e ideológicamente más serias, desprejuiciadas e imparciales, puedan contradecirlo y desacreditarlo, con otros nombres, sucesos y contextos que acaso existan como joyas luminosas, y que uno desconozca o no advierta en su ceguera crítica, entre tanto y tan acumulado estercolero, como aquellos diamantes que, decía el poeta, el fulgor que los hace buenos no perderán, “ni un instante, por más que los manche el cieno”).
Pero el caso es que más allá de las buenas cuentas -sobre las finanzas sanas y las perspectivas en torno al potencial flujo de capitales e inversiones directas-, la guerra emprendida contra las presiones desaforadas de la inflación global, las tan bienechoras pensiones del Bienestar, o los legados aeroportuarios, o las vías transoceánicas o ferroviarias, o las reformas e iniciativas por la soberanía y el abasto energéticos (para fortalecer el mercado popular), si Andrés Manuel cumple con su promesa de rescatar el sistema de salud y convertirlo en uno de los más ejemplares y más al alcance de la mano de los pobres, dejaría su mandato presidencial como uno de los tres más virtuosos de la historia de México, pese a los yerros tan señalados -en lo primeros tres años de su Gobierno- en los flancos de la seguridad y contra la violencia -que está intentando corregir ahora, pese a la impunidad que hace del sistema penal del país uno de los peores del orbe- y de la educación, y pese a seguir sin ganar la batalla contra el fastuoso imperio electoral, fraguado con sobrada y perversa sabiduría y en su beneficio por los grupos poderosos del salinismo oligárquico, mediático y privatizador, que bien podrían aprovechar la inevitable ruptura sucesoria que habría de ocurrir en las postrimerías del liderazgo presidencial de la llamada ‘cuarta transformación’, y sumarse a la potencial candidatura antiobradorista del ahora canciller, Marcelo Ebrard, cuya causa, por lo demás, suma aliados y se fortalece más que nunca en regiones estratégicas del norte del país, las menos procuradas por el obradorismo.
SM