
Signos
- La Presidenta no ha generado un discurso y una personalidad y un liderazgo propios, autogestivos, soberanos y de superior influencia en su partido y en las dirigencias políticas que debieran tener por referente de autoridad moral e ideológica la suya.
 
Salvo en los protocolos y formalidades discursivas, cada representante de las estructuras de elección de su partido funciona sin líneas representativas de conducta, según sus conveniencias particulares, sin institucionalidad ninguna, y sin mayor respeto por la dignidad presidencial definida por una postura y una moral de izquierda que se entendería doctrinaria y militante.
Es decir: no ha impuesto un código de conducta político, ideológico y moral de dimensiones presidenciales que se respete y se refleje de manera identitaria en las gobernanzas y representaciones populares inferiores a las de la superior del Estado republicano y del partido.
- No ha podido deshacerse de las influencias perniciosas y de las herencias indeseables de su tutor y predecesor que siguen contaminando su liderazgo -y las versiones del mismo en la opinión pública crítica y en la opositora- con toda suerte de observaciones y categorizaciones de subordinación y de defensa de encargos e imposiciones que lastran su imagen y la asocian a una falta de autoestima y de criterio propio -por más que ella defienda una línea de continuidad y de respeto a los principios obradoristas originarios- para suplir los legados inevitables y propios de toda sucesión y todo legado atribuible a una voluntad personal del poder predecesor, y no ha podido, entonces, suplir esas encomiendas impuestas con la de liderazgos de su propia cuadra y cuyos valores, asimismo, de nueva generación, identifiquen la renovación de la soberanía presidencial e ideológica emergente para la evolución reformadora de la causa nacional que se representa y se defiende.
 - Y en lugar de reprender conductas, iniciativas y usos del poder de la investidura por demás probados en tanto indebidos y atentatorios de toda ética y toda licitud y constitucionalidad e interés público, es decir visible y objetivamente delictivos, no sólo los tolera sino que asume la responsabilidad absurda y condenable de defenderlos y justificarlos y legitimarlos, en un proceder que sólo incrementa las nociones de invulnerabilidad, de impunidad y suficiencia de esos rufianes escudados en la fuerza popular de la apariencia moral de la Regeneración Nacional que se asumen como fortalezas, a su vez, de ese partido y de sus estructuras de Estado y de influencia social, y que abonan a la idea general y presidencial de dependencia de la fuerza de ese partido respecto de la propia de ellos y de su comunidad delictiva; un sentido de poder de sobra permisivo y ultrajante, que induce aprobaciones tan lesivas como la de la maquiavélica y siniestra instrumentación política de la reforma judicial -de por sí mayoriteada y amañada e improvisada desde la popularidad obradorista ‘democratizadora’ del Poder Judicial- para convertir los sistemas estatales de Justicia en aparatos constitucionalizados y amoldados a los particulares negocios de poder de sus grupos políticos, lo que apenas provoca muy discretas desaprobaciones jurídicas del Gobierno federal, pero no la descalificación y la censura ejemplares y sonoras y condenatorias capaces de sentar un poderoso precedente de influencia y liderazgo de la suprema jerarquía del Estado Nacional.
 
Porque se violenta sin recato y a la vista del mundo entero el mandato constitucional de la Federación y sólo se espera que el bullicio de la protesta escampe -lo que en un pueblo incivil ocurre pronto, como se apagan todos los atentados políticos nacionales que son apenas espectáculos de la inmediatez que van y vienen, como los circos pueblerinos- para que el desmedido atropello de los representantes populares contra las leyes que deben representar y defender se convierta en la cotidiana normalidad de ese envilecido Estado de derecho.
Y 4. Con los sistemas de Justicia a su merced y la venia presidencial que inmuniza el ejercicio depredador de sus gestiones y negocios amañados y amarrados bajo la discrecionalidad de su investidura, los gobernantes y sus grupos delictivos locales tienen la vía libre para garantizar el éxito de las bandas hegemónicas del crimen organizado.
La Presidenta deja hacer, justificando su tolerancia en el respeto a la soberanía de los Poderes republicanos que jura defender.
No hace sentir que investiga a los más notorios personajes de la delincuencia política, gobernantes o autoridades asociadas al hampa más peligrosa y lesiva del país, y que está enterada de sus turbiedades, y que su fuerza policial y de Inteligencia civil y militar y fiscal está pendiente de ellos para contener sus excesos.
Va una legua atrás de lo que tan bien solían hacer los priista de los tiempos del viejo reino totalitario tricolor: hacer saber y sentir a los dueños sectoriales o regionales del poder que eran vigilados desde las alturas, y que no podían hacer nada fuera de los límites del control superior de la institucionalidad en sus respectivas jerarquías.
La Presidenta no quiere asustar a nadie. Cree que, en su falta de autoridad, la integridad del legado obradorista hegemónico depende de las dirigencias políticas también legadas por su predecesor. Y no se sabe con la fuerza propia necesaria para someterlos o relevarlos.
El circulo de la decadencia de la regeneración moral de la ‘cuarta transformación’ se cierra en la derogación progresiva del liderazgo presidencial.
Sheinbaum requiere cortar cabezas de la alta delincuencia política, empezando por la de la comarca partidista propia, aunque sea con cargo a las exigencias de Trump.
Porque no hay modo de que el poder del crimen organizado ceda atacando o amedrentando sólo a sus empresarios, sicarios y representantes institucionales de niveles secundarios, inferiores y poco significativos en el escenario general de la corrupción, la violencia y la inseguridad.
El problema está en el respeto que no le tienen los jefes políticos mayores; los Gobernadores y sus autoridades subordinadas en las Legislaturas, los Tribunales, y las insalubres cavernas de las Fiscalías y los guetos policiales.
El problema es que ella puede decir misa sobre la virtud de su causa regeneradora de la moral pública en el país. En las jefaturas parlamentarias federales de mayoría, en los Estados y las autoridades políticas y jurisdiccionales locales nadie le hace caso a sus prédicas de militancia humilde y redentora de la vida nacional.
SM