El Bestiario
No se entiende la figura del candidato demócrata sin las tragedias que han marcado su vida. Tampoco, sin el especial ecosistema político en el que se forjó. Carece del carisma de Barack Obama, pero celebran su autenticidad. Cumplió el pasado 20 de noviembre 78 años, de perfil moderado en un Partido Demócrata inmerso en un giro a la izquierda, está demostrando que sabe dialogar y empatizar. “Eres un niño guapo y listo como el demonio y vas a superarlo. No dejes que esto te defina. Sé que hay matones en el colegio que se burlan de ti, eso cambiará. Voy a pedir tu teléfono, no espero que contestes tú porque sé lo que te cuesta hablar por teléfono, pero te prometo que lo vas a superar. Te diré las cosas que me ayudaron a mí”. En el vídeo, grabado con un móvil en medio del bullicio, aparece Joe Biden hablándole a un niño algo abrumado. Es febrero de 2020 y, en uno de esos miles de actos de campaña que los aspirantes a la Casa Blanca celebran en el Estado de New Hampshire, el vicepresidente de la era Obama se encuentra con el padre de Brayden Harrington, que le habla de los problemas de tartamudez de su hijo. Biden se agacha, pega su frente a la del chico, le promete que saldrá adelante.
Aquel invierno en New Hampshire no parecía un escenario para la gloria de Joe Biden. El político, de 77 años, competía con una veintena más de aspirantes para convertirse en el candidato demócrata a la presidencia y, aunque entonces aún lideraba los sondeos, transmitía una enorme sensación de fragilidad ante el empuje de otros nombres más nuevos, más rompedores, o más alineados a la izquierda. Era la sensación de fragilidad de una voz quebrada por los años, de un participante débil en los debates, sin electricidad en los mítines y con una carrera política tan larga, de casi 50 años, que, más que hemeroteca, tenía un campo de minas.
Meses después, en agosto, Brayden, de 13 años, es uno de los ponentes en la convención que corona a Biden como candidato demócrata. En un sufrido acto de superación, aun tartamudeando, le habla a medio mundo: “Soy solo un niño normal y, en poco tiempo, Joe Biden me hizo sentir más seguro respecto a algo que me ha molestado toda mi vida. Se preocupó”. Ir a mercados, abrazar a niños y escuchar a las personas mayores parece una parte más del oficio de un candidato en campaña, pero la autenticidad es difícil de enseñar, imposible de estudiar, y el capital político del veterano demócrata estalla en ocasiones como esta. Para hablar a un niño tartamudo, para transmitirle que importa como lo hizo Biden, ayuda haber sido tartamudo.
Santiago J. Santamaría Gurtubay
Joseph Robinette Biden (Scranton, Pensilvania, 1942) se presentó al pueblo estadounidense como el candidato de la empatía para un tiempo de luto. Si las de 2016 fueron las elecciones del desgarro, las de 2020 fueron las de una América ya rota y atravesada por tres crisis simultáneas: la sanitaria, la económica y la social. Dice que quiere curar heridas, dice que quiere salvar “el alma” de la nación. No se entiende su figura sin las tragedias que la han marcado: la muerte de su primera esposa y su hija en un accidente; la pérdida de otro de sus hijos, Beau, por cáncer. Tampoco sin el lugar que le vio crecer, Delaware, un Estado de apenas un millón de habitantes donde la política se hace puerta a puerta. Menos aún se le entiende sin el nervio de la ambición: es la tercera vez que pugna por la presidencia y, a punto de cumplir 78 años, pudo convertirse en el líder estadounidense de mayor edad. El demócrata era, desde varios ángulos, un candidato contracíclico: quintaesencia del establishment tras años de protestas contra el establishment; un varón, blanco y mayor en el momento de la mayor diversidad de la política de Washington; un moderado en pleno giro a la izquierda del Partido Demócrata. Su nombre no generó entusiasmo ni furor mediático en estas primarias, pero logró aglutinar todos los frentes en ellas. Se propuso hacer lo mismo en las elecciones presidenciales ante la figura incendiaria de Donald Trump y lo logró.
El 3 de noviembre culminó una lucha de 30 años, los que han pasado desde la primera vez que intentó conquistar la Casa Blanca. “En un desayuno un sábado por la mañana, a finales de 1978, me miró y me dijo: ¿Tú trabajarías en la Casa Blanca? Biden era joven, atractivo, muy cercano. Y ya pensaba en ello. Lleva pensando en ello desde los años 70”, rememora Sam Waltz, un empresario y periodista que conoce a Biden desde 1975, cuando empezó a cubrir temas de política en el Estado. Joe Biden nació y pasó sus primeros años de vida en Scranton, una ciudad minera de Pensilvania, en el seno de una familia católica y obrera de origen irlandés. Esas raíces son las que está utilizando en la campaña para marcar las diferencias respecto de Donald Trump. Esta es una elección, dice, entre “Scranton y Park Avenue”. Pero, en realidad, Biden se marchó de allí siendo muy niño y creció y se forjó como político en Delaware. Cuando su padre perdió el trabajo en una empresa de material de barcos de guerra, después de la Segunda Guerra Mundial, se mudaron a Wilmington, una ciudad de 70,000 habitantes, donde se recicló como vendedor de coches Chevrolet.
Alto y apuesto, católico y de raíces irlandesas, un nuevo Kennedy
El joven Joe estudió Derecho en la Universidad del Estado y tardó muy poco en entrar en la política local para dar el salto a la nacional. El 7 de noviembre de 1972, a los 29 años, fue elegido senador por Delaware, el quinto más joven en la historia de la Cámara alta. Alto y apuesto, católico y de raíces irlandesas, hubo quien le vio destinado a ser un nuevo Kennedy. Y una tragedia de corte kennediano le sobrevino unas semanas después. El 18 de diciembre, su esposa Neilia, de 30 años, y su hija pequeña, Naomi, de 13 meses, murieron en un accidente de coche. Los dos hijos varones, Beau, de tres, y Hunter, de dos, resultaron heridos de gravedad. Biden estuvo pensando renunciar a su escaño, pero finalmente juró a primeros de enero desde el hospital, junto a la cama de uno de los niños. Durante años tomó el tren por las mañanas desde su ciudad, Wilmington, a una hora y media de Washington, para regresar por las noches y estar con los pequeños. Sería pocos años después cuando empezó a salir con una profesora divorciada, Jill Jacobs, con quien se casaría en 1977 y tendría otra hija, Ashley. Biden siempre dice que los chicos, Beau y Hunter, tienen dos mamás, la que murió y Jill. El entonces senador en septiembre de 1988. Durante años, viajó en tren desde su domicilio en Wilmington a Washington, a una hora y media de su casa. “Su capacidad de ponerse en la piel de la persona con la que está tratando, su sincera empatía, le hacen muy bueno para llegar a acuerdos con los republicanos. Si gana, no habrá habido en el Despacho Oval nadie mejor en ello desde el presidente Lyndon B. Johnson”, explica por correo electrónico Laurence Tribe, un profesor de Derecho de Harvard que durante años asesoró a Biden en materia constitucional. Aquellos fueron los años en los que Biden cimentó su capital político en Washington, cuando demostró su capacidad de tender puentes y también cuando tomó decisiones que no han envejecido bien: sus negociaciones con políticos segregacionistas, su controvertido papel de árbitro en la audiencia por acoso de Anita Hill (que en 1991 acusó al juez Clarence Thomas, negro al igual que ella, de acoso sexual), el impulso a una reforma penal que disparó las tasas de encarcelación (1994) o el apoyo a la guerra de Irak (2003).
“Lo conozco desde hace 40 años y no creo que sus ideas principales hayan cambiado. Las implicaciones de esas ideas sí han evolucionado con el paso del tiempo y los cambios. Tiene una gran mente y siente una gran empatía, así que es natural que su postura hacia algunos temas se haya vuelto más progresista”, afirma el profesor Tribe. “Por ejemplo, siempre creyó que Estados Unidos tenía un problema profundo de discriminación racial y esa idea ahora ha evolucionado hacia una postura más progresista en torno a las prácticas policiales o las políticas de rehabilitación para delitos menores. De igual modo, siempre creyó que la orientación y la identidad de un individuo no debería importar y fue alrededor de una década atrás cuando concluyó que las personas del mismo sexo tenían derecho a casarse”. Lo defendió, de hecho, antes incluso que el propio Obama. Salvo entre los conservadores o trumpistas más radicales como un sector de los cubanoamericanos de Miami, en Florida, es difícil encontrar votantes, ya sean republicanos o demócratas, que no se refieran a él como un buen tipo, un hombre decente, una persona normal: algo de instinto, unos cuantos borrones y grandes dosis de pragmatismo. ¿Quién sobrevive en primera línea de la política de Washington sin esas cosas?
Los “bidenismos”, sus malentendidos o frases fuera de lugar
Si las encuestas no se equivocaban de nuevo, los estadounidenses iban a escoger este pasado 3 de noviembre del 2020 a un político profesional y ortodoxo tras cuatro años subidos a un toro mecánico, a un demócrata de la vieja escuela que suele empezar las frases con un “Folks…” (Amigos) y que, tras recibir una rosa amarilla como obsequio puede hacer comentarios como: “Cuando me he metido en problemas [con su mujer] o cuando realmente quiero decirle cuánto la quiero, lo que le doy es una rosa amarilla. Verdad de la buena. ¡No le voy a decir que me la han dado ustedes, chicos!”. Su primera intentona por la candidatura demócrata a la presidencia, en 1987, acabó de forma bochornosa. En aquellas primarias Biden, entonces senador, solía citar el discurso de un político británico, Neil Kinnock, quien hablaba de su historia familiar como ejemplo de los hijos de los obreros que tardaban generaciones en poder ir a la universidad. Biden solía atribuirle ese fragmento al autor, pero su rival en aquellas primarias, Michael Dukakis, encontró una grabación en la que no lo hacía. Se desató el escándalo. Brotaron otras acusaciones de plagio y Biden se apeó de la carrera electoral. En 2008 volvió a probar suerte, pero se encontró con dos rivales más que difíciles en la carrera demócrata, Barack Obama y Hillary Clinton. Cuando en la primera votación, los caucus de Iowa, sacó menos de un 1% de los votos, suspendió la campaña. Esa retirada temprana le dio suerte: el joven Obama apostó por él como compañero de carrera, ganó y Biden fue vicepresidente de Estados Unidos durante ocho años, una época en la que se dio a conocer en todo el país como un tipo amable, tranquilo y, también, dicho sea de paso, propenso a las meteduras de pata.
A raíz de sus malentendidos o frases fuera de lugar se llegó a crear el coloquial término de “bidenismos”. Fue un bidenismo, por ejemplo, cuando en un acto en la Universidad de Columbia, en 2008, olvidó que un senador estaba postrado en silla de ruedas y le espetó en público: “Venga. Chuck, levántate, deja que te vean”. También, cuando, en 2012, para hablar de la mano dura de Obama respecto a Irán, dijo: “Se los prometo, el presidente tiene un gran palo”. Estaba parafraseando a Theodore Roosevelt, que recomendaba hablar con suavidad pero llevar un buen palo, encima. Pero, claro, sonó así. El bidenismo puede ser un lapsus o también un error garrafal, como cuando hace unos meses, en una entrevista con un famoso locutor de radio negro, dijo que los afroamericanos que apoyan a Donald Trump “no son negros”. El trato cálido también le ha creado algunos problemas. En 2019, cuando estaba a punto de anunciar que se postulaba a las primarias demócratas, dos mujeres le acusaron de incomodarlas en actos públicos con su exceso de efusividad. Muchos vídeos recogen a Biden besando y achuchando a sus interlocutores. El demócrata acabó disculpándose de este modo: “Las normas sociales están cambiando. Lo entiendo, y he escuchado lo que esas mujeres están diciendo”. “Siempre he tratado de conectar con la gente, pero seré más consciente en el futuro a la hora de respetar los espacios personales”, declaró. Una exempleada en el Senado, Tara Reade, le acusó a principios de año de haberla acosado en 1993, extremo que el candidato demócrata negó y que ha sido puesto en tela de juicio en investigaciones periodísticas.
“Mi hijo Hunter tuvo un problema con las drogas y lo superó”
Biden carece de la brillante oratoria de Obama y en los debates, probablemente fruto de su pasada tartamudez, en ocasiones se traba. Es un político que se desenvuelve mejor en las distancias cortas, en el tú a tú, ya sea hablando durante horas con los padres de veteranos de guerra o consolando en televisión a la hija del senador republicano John McCain (fallecido en 2018) cuando su padre fue diagnosticado de cáncer. Su hijo, Beau, veterano de Irak, había muerto de lo mismo en 2015, a los 46 años. Beau era una estrella ascendente del Partido Demócrata, el Biden llamado a sucederle. “Beau Biden, a los 45 años, era Joe Biden. Tenía todo lo mejor de mí, pero sin los errores de programación”, cuenta Biden en unas memorias políticas escritas tras la muerte de primogénito y tituladas ‘Promise me, Dad’ (Prométeme, papá). “Estaba muy seguro de que algún día se presentaría a las presidenciales y, con la ayuda de su hermano, ganaría”. Ese hermano era Hunter Biden, una especie de antítesis atormentada de Beau, expulsado del Ejército por dar positivo en cocaína, con problemas de adicción y una vida sentimental atribulada que incluyó una relación con la viuda de su hermano mayor. Trump lo estuvo usando para atacar al entonces candidato demócrata, tanto por las drogas como por su polémico trabajo para una empresa gasista ucrania, Burisma, que le pagaba un sueldo millonario cuando su padre era vicepresidente de la Administración de Obama. Aunque nunca han trascendido irregularidades o tráfico de influencias, el republicano lo agita como una prueba de corrupción. Biden ha salido siempre en defensa de Hunter, tanto por Ucrania -“nunca hubo nada antiético”, recalcó en el último debate- como por las adicciones: “Mi hijo, como mucha gente que ustedes conocen en sus casas, tuvo un problema con las drogas, lo ha superado y estoy orgulloso de él”, ha dicho.
De nuevo, la tragedia personal le acercó a millones de familias. La muerte del mayor, Beau, disuadió a Biden de presentarse a las primarias de 2016, frente a Hillary Clinton y Bernie Sanders. Por una parte, le faltaban fuerzas; por otra, Obama parecía inclinado a respaldar a la exsecretaria de Estado. En tercer lugar, leyó un artículo en prensa que le acusaba de explotar su dolor y le revolvió tanto las tripas que le hizo decidirse a esperar. Hasta ahora. Barack Obama se lanzó a la campaña con el lema de que Biden simboliza, ante todo, la empatía. Ese es, en general, el mensaje más repetido. “La presidencia no cambia cómo eres, revela cómo eres”, dijo el expresidente demócrata hace unos días en Filadelfia, en alusión a quienes esperaban que Trump, una vez llegado al Gobierno, se convirtiera en un dirigente más ortodoxo. “Biden trata a todo el mundo con respeto y es amigo de la gente trabajadora”, recalcó Obama.
El no tener un título de la Ivy League, el arma secreta de Biden
“Biden tiene un arma secreta en su apuesta por la presidencia: es el primer candidato demócrata en 36 años que no tiene un título de la Ivy League (la liga de la universidades de élite estadounidenses)”, ha escrito el profesor Michael J. Sandel, premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales. “Esa es una fortaleza política. Una de las fuentes del atractivo político de Donald Trump ha sido su habilidad para apelar al resentimiento contra las élites meritocráticas”. Desde que comenzó la pandemia, el demócrata redujo al máximo sus salidas e incluso, en la recta final de campaña, optó por actos sin apenas público como medida de prevención ante los contagios por Covid-19. Trump se mofaba de él, le acusaba de estar recluido en su sótano y solía llamarle “Joe el Dormilón”. El republicano también le acusaba de haberse dejado arrastrar por el ala izquierda del Partido Demócrata y disponerse a conducir al país por la senda del socialismo, un término que en Estados Unidos se asocia al comunismo y los regímenes autoritarios.
El apoyo a los sindicatos, la inversión de hasta dos billones de dólares comprometida para combatir el cambio climático o las ayudas para la educación universitaria, entre otras medidas de su agenda, dibujan, al menos sobre el papel, la que podría ser la Administración más progresista de la historia de Estados Unidos. Sin embargo se ha opuesto al ambicioso green new deal (nuevo pacto verde) propuesto por la joven estrella de la izquierda, Alexandria Ocasio-Cortez, o el veterano senador de Vermont, Bernie Sanders. Tampoco ha asumido la sanidad pública universal sin opción de seguros privados. “En el ecosistema del Partido Demócrata, que ha virado en conjunto a la izquierda, Joe Biden sigue entre los moderados. El pasado agosto, al aceptar la nominación demócrata, prometió: ‘Aquí y ahora os doy mi palabra: si me confiáis la presidencia, sacaré lo mejor de nosotros mismos, no lo peor. Seré un aliado de la luz, no de la oscuridad. Es el momento de que nosotros, el pueblo, nos unamos. No os equivoquéis, unidos podemos superar y superaremos esta temporada de oscuridad. Elegiremos la esperanza frente al miedo’. Llevaba 30 años preparando un discurso así”, escribía Amanda Mars, la corresponsal del periódico español EL PAÍS, en Whashington. El martes, 3 de noviembre, era su última oportunidad para el que había soñado pronunciar durante toda su vida, y lo logró, este histórico 20-E, 20 de enero del 2021.
¿De qué hablan cuando se refieren al ‘alma’ de Estados Unidos?
El presidente Joe Biden reveló que al llegar a la Casa Blanca encontró una carta de su predecesor, algo que se ha vuelto una costumbre en el traspaso de poder en Estados Unidos, posiblemente la única tradición que Donald Trump no rompió. Biden no compartió el contenido del mensaje, pero no descartó hacerlo en un futuro: “Debido a que era privado, no hablaré de eso hasta que converse con él. Pero fue generoso”, dijo el presidente los periodistas. En su primera conferencia de prensa, la portavoz presidencial, Jen Psaki, reiteró que la carta fue “generosa y amable” y que solo sería divulgada si así lo consideran Biden y Trump. Me ha llamado la atención la insistente utilización de ambos protagonistas del término ‘alma’ de Estados Unidos. Las elecciones de 2020 se convirtieron en un referéndum sobre el espíritu de la nación. Se ha convertido en el símbolo más claro del estado de ánimo de Estados Unidos y de lo que la gente siente que estaba en juego en noviembre. Todo el mundo, parece, está luchando por ello.
“Esta campaña no se trata solo de ganar votos. Se trata de ganar el corazón y, sí, el alma de Estados Unidos”, dijo Joe Biden en agosto en la Convención Nacional Demócrata, no mucho después de que la frase “batalla por el alma de Estados Unidos” apareciera en la parte superior del sitio web de su campaña, justo al lado de su nombre. En una reacción a eso, un anuncio de la campaña de Trump empalmaba videos de los demócratas invocando “el alma” de Estados Unidos, seguidos de imágenes de enfrentamientos entre manifestantes y policías y las palabras “Salvar el alma de Estados Unidos”, con una petición de enviar un mensaje de texto con la palabra soul (alma) para hacer una contribución a la campaña. El hecho de que la elección se hubiera convertido en un referéndum sobre el alma de la nación, sugiere que en un país cada vez más laico, la votación se ha convertido en un reflejo de la moralidad individual, y que el resultado depende en parte de cuestiones espirituales y filosóficas que trascienden la política: ¿Cuál es exactamente el alma de la nación? ¿Cuál es su estado? ¿Y qué significaría salvarla? Las respuestas van más allá de un eslogan de campaña, más allá de la política y de noviembre, de la identidad y el futuro del propio experimento estadounidense, especialmente ahora, con una pandemia que ha agotado el espíritu del país.
Policías contra personas negras, que gritan: “No puedo respirar”
“Cuando pienso en el alma de la nación”, dijo Joy Harjo -poeta laureada de Estados Unidos e integrante de la nación Muscogui (o Creek), una nación amerindia ubicada en el sureste de los Estados Unidos-, “pienso en el proceso de convertirse, y en lo que queremos llegar a ser. Ahí es donde se pone difícil, y ahí es donde creo que hemos llegado a un punto muerto en este momento. ¿En qué quiere convertirse la gente?”. Harjo dijo que el alma del país estaba en “un punto crucial”. “Es como si todo se rompiera de una vez”, dijo. “Estamos en un punto de una gran herida, donde todos están parados y mirando dentro de sí mismos y de los demás”. En Carlsbad, California, Marlo Tucker, directora estatal de Concerned Women for America, se ha reunido regularmente con un grupo de más o menos una decena de mujeres para rezar por el futuro del país. El grupo ha trabajado con otras mujeres cristianas conservadoras para registrar votantes. “Realmente se trata de qué es lo que defiendes y qué es lo que no defiendes”, dijo. “Sé que esta es una nación cristiana, los padres fundadores fueron influenciados por los valores bíblicos”, dijo. “La gente está confundida, está influenciada por el sensacionalismo, está enojada, está frustrada. De nuevo están en busca de esperanza en el gobierno, están en busca de líderes que realmente se preocupen por sus problemas”.
Enmarcar una campaña entera explícitamente alrededor de un imperativo moral -con un lenguaje tan arraigado en el cristianismo- ha sido durante décadas una parte tradicional del manual republicano. Pero es un movimiento más inusual para los demócratas, que usualmente atraen a una coalición más diversa en términos religiosos. El alma, y el alma del cuerpo político, es un antiguo concepto filosófico y teológico, una de las formas más profundas en que los humanos han entendido su libertad individual y su vida en común. En el hebreo bíblico las palabras traducidas como alma, néfesh y neshamá, provienen de una raíz que significa “respirar”. La historia del Génesis describe a Dios respirando en las narices del hombre, haciéndolo humano. El significado resuena hasta hoy, en una pandemia que ataca el sistema respiratorio y la violencia policial contra las personas negras, que gritan: “No puedo respirar”. Los poetas homéricos vieron el alma como la cosa que los humanos arriesgan en batalla, o la cosa que distingue la vida de la muerte. Platón escribió de Sócrates explorando la conexión entre el alma y la república en la creación de la virtud de la justicia. Para san Agustín, quien escribió ‘La ciudad de Dios’, la ciudad podía ser juzgada por lo que ama. El alma de la nación es “un tropo muy antiguo que se revive cuando todo tipo de ideas culturales están fluyendo”, dijo Eric Gregory, profesor de religión en la Universidad de Princeton. “Revela algo sobre la actual conversación política, en tiempos de crisis y cambio, una corrupción de la enfermedad”. A menudo hacemos hincapié en los sistemas e instituciones, dijo, pero en la era de Trump ha habido un retorno a los antiguos conceptos sobre el bienestar de la ciudad, donde la política se trata de las relaciones correctas. “En la política antigua, la salud de la sociedad tenía mucho que ver con la virtud del gobernante”, dijo.
Un presidente que dirija con un mínimo de eficiencia y cordura
En Estados Unidos, la cuestión de quién podía definir el alma de la nación fue tensa desde el principio, desde el desplazamiento forzado de las personas nativas hasta la esclavitud de los africanos. Y el estado del alma de la nación ha estado a menudo ligado a la opresión de Estados Unidos sobre el pueblo negro. Abolicionistas como Frederick Douglass lucharon para que un “aborrecimiento invencible de todo el sistema de esclavitud” se “fijara en el alma de la nación”. Lyndon B. Johnson dijo que el país encontró su “alma de honor” en los campos de Gettysburg. Cuando el reverendo Martin Luther King Jr. y otros líderes de los derechos civiles formaron lo que ahora es la Conferencia de Liderazgo Cristiano del Sur en 1957, hicieron su lema fundacional “para salvar el alma de Estados Unidos”. Este pasado pandémico y electoral 2020, el presidente Trump se posicionó como el defensor de un amenazado Estados Unidos cristiano bajo asedio. “En Estados Unidos, no recurrimos al Gobierno para restaurar nuestras almas, ponemos nuestra fe en Dios todopoderoso”, dijo en la Convención Nacional Republicana. Franklin Graham, uno de sus seguidores evangélicos, escribió el año pasado que esta época es “una batalla por el alma de la nación”, ya que el original “marco moral y espiritual, que ha mantenido a nuestra nación unida durante 243 años, se está deshaciendo”.
Para Biden, el alma de la nación se puso al centro de la discusión después de la manifestación mortal de nacionalistas blancos en Charlottesville, Virginia, hace cuatro años. “Tenemos que mostrarle al mundo que Estados Unidos sigue siendo un faro de luz”, escribió en ese momento. Desde el principio, el mensaje de su campaña ha sido de una moralidad más amplia y no de una política o ideología específica. Cuando Biden dice que esta es una batalla por el alma de la nación, no lo usa religiosamente sino como sinónimo de carácter, dijo el historiador presidencial Jon Meacham, quien ha hablado a menudo con Biden sobre el alma. “La gente lo escucha como luz contra oscuridad, servicio contra egoísmo, Trump contra el resto del mundo”, dijo. “Mi impresión es que se trata menos de un plan de diez puntos a la Elizabeth Warren o una revolución a la Bernie Sanders, que de la restauración de una política más familiar y menos agitada”, dijo. Los votantes “solo quieren que alguien dirija la maldita cosa con un mínimo de eficiencia y cordura”. Pero incluso en medio de las elevadas cuestiones del alma, los votantes tienen problemas que quieren resolver, y sistemas que quieren cambiar.
La mayor fractura social desde los magnicidios de 1968 y Vietnam
“El tiempo en política es una sustancia altamente inestable. Siempre va por delante pero solo se entiende mirando atrás. Es algo que saben bien los sociólogos estadounidenses. Desde hace un año, sus sensores han detectado un seísmo únicamente comparable al que en 1968 sacudió al país. Una falla que, según las encuestas, ha dividido a la sociedad norteamericana como nunca en medio siglo y que tiene una causa bien establecida: Donald John Trump (Nueva York, 1946)…”, escribe el periodista español Jan Martínez Ahrens. Retroceder 50 años no es caer en una fecha cualquiera. 1968 fue el año en que Estados Unidos perdió la inocencia. Robert Kennedy y Martin Luther King fueron asesinados. Richard Nixon ganó las elecciones. Las protestas civiles sacudieron el país. Y en Vietnam, la ofensiva del Tet y la matanza de My Lai, hicieron sentirse bárbaros a muchos americanos de buena fe. Fue una fecha para la memoria, como ha sido en muchos sentidos el mandato de Trump. “Al igual que en 1968, vivimos un choque entre dos formas de ver el mundo: emergen profundas contradicciones y hay un esfuerzo por redefinir y desmantelar instituciones”, explica Victor Davis Hanson, historiador en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. En cuatro años, sin necesidad de guerras ni magnicidios, se han roto todos los moldes; el presidente de Estados Unidos ha insultado y amenazado, mentido y despreciado. Ante los ojos estupefactos del planeta, ha convertido la Casa Blanca en un show en sesión continua. El resultado ha sido enfermizo. La fractura social ha alcanzado niveles que no se registraban desde Vietnam. Su valoración es la más baja de un presidente a estas alturas de mandato. El desprestigio de las instituciones, ese proyectil que él tanto utilizó en campaña, se ha abismado y su propia administración es vista como disfuncional por el 70% de los ciudadanos. “Ha roto con el papel simbólico de la presidencia. Trump no trata de estar por encima de la refriega ni le importa aparecer como justo. Tampoco le preocupa la imagen de EE UU en el mundo. Sus normas se reducen al poder y la humillación del enemigo”, afirma Andrew Lakoff, profesor de Sociología de la Universidad California Sur.
El daño es ciclópeo y en otro país de contrapesos más débiles habría desencadenado una crisis institucional. Pero lejos de cualquier temor, Trump sobrevivió y ya soñaba con la reelección. ¿Cómo es posible? Los expertos indican que el presidente vivía seguro bajo la bandera del patriotismo y la xenofobia. Desde los albores de su campaña supo destilar los miedos de la población blanca rural para obtener un combustible de alto octanaje. Fracturando al electorado, se ha quedado con ese 40% de los votantes registrados que le es fiel, que odia la globalización y teme al inmigrante. A ellos dirige sus mensajes y por ellos sacude diariamente al mundo con sus invectivas. “Ese núcleo duro le adora como en un culto religioso. Creen en lo que diga y apoyan lo que haga”, indica el profesor Larry J. Sabato, director del Centro para la Política de la Universidad de Virginia. En la polémica, Trump se sabe fuerte. La altisonancia le eleva y distingue. La palabra es un arma en sus manos. Se pudo ver el mismo día de su investidura, cuando después de jurar sobre la aterciopelada biblia de Abraham Lincoln entonó un enfurecido canto nacionalista y dio por inaugurada la era de América Primero. Fue la apoteosis del aislacionismo. La doctrina de la que Estados Unidos nunca ha escapado del todo y que ha determinado la política exterior de Trump.
El presidente que humilló al ex presidente de México, amigo de AMLO
El presidente de EE UU negó la mano a la canciller alemana, Angela Merkel, y humilló al ex presidente mexicano, Enrique Peña Nieto, despreció a Europa, revertió el acuerdo de libre comercio del Pacífico (TPP), puso en la cuerda floja el Tratado de Libre Comercio con América del Norte, abandonó el pacto contra el cambio climático… Todos estos movimientos los ha dado con la vista puesta en el ombligo. Aunque en muchas ocasiones, como en el caso de Irán, haya ido menos lejos de lo prometido y en la trastienda se haya mostrado más prudente que en su cuenta de Twitter, sus mensajes le han presentado ante su núcleo duro como el campeón que cumple sus promesas y antepone los intereses americanos a los extranjeros. A esta imagen flamígera ha ayudado otro factor que también asomó en su investidura. Tras la toma de posesión, aseguró contra toda evidencia que había sido la más multitudinaria de la historia. Ante las imágenes de la ceremonia de Obama que le desmentían sin atisbo de duda, sus asesores rebuscaron en la chistera y respondieron con la teoría de los “hechos alternativos”. Había nacido la realidad paralela de Trump. Un universo donde no importa el contraste empírico sino el efecto ante el votante. A esa criatura escénica, que algunos días roza el delirio, Trump pronto incorporó el bombardeo a los medios críticos (The New York Times, The Washington Post, CNN…) a los que calificó de “enemigos del pueblo”. La estrategia, marcada por su antiguo consejero áulico Steve Bannon, pasaba por considerarles un brazo opositor y, por tanto, una fuente de información sesgada. “Ya no cuentan la verdad, no hablan para la gente sino a favor de intereses ajenos”, clamó el presidente.
Construido el enemigo permanente, creada la realidad paralela, Trump dispuso de un escudo contra los embistes de su mayor pesadilla: la trama rusa. Las investigaciones para determinar si su equipo electoral se coordinó con Rusia en la campaña de intoxicación contra Hillary Clinton se volvieron un escándalo perpetuo. Trump quiso liquidar el caso forzando, a través de Departamento de Justicia, la salida del director del FBI. La maniobra devino un desastre mayor. En un juego de contrapoderes típicamente estadounidense, su propia Administración acabó nombrando un fiscal especial para hacerse cargo del caso y despejar cualquier sombra de sospecha. Desde entonces, el cerco no ha dejado de estrecharse. Ya hay cuatro imputados, entre ellos el exconsejero de Seguridad Nacional Michael Flynn y el antiguo asesor de campaña Paul Manafort. Hostigado, Trump respondió quemando puentes. Se declaró víctima de una “caza de brujas” y no dudó en acusar de parcialidad al fiscal especial, Robert Mueller. La beligerancia presidencial y sus exabruptos constantes a los investigadores ofrecieron al mundo uno de sus rasgos más pavorosos: la inestabilidad. Colérico, desmesurado, atronador, Trump pulverizó cualquier precedente. Lo inimaginable se ha hecho realidad y ni siquiera la seguridad nuclear se ha librado de este festival. Mientras el aparato militar y diplomático estadounidense se enfrascaba en un complejo pulso para frenar la carrera armamentística norcoreana, el presidente no ha dejado de jugar al matón de patio. Ha llamado “gordo, bajo y hombre cohete” al no menos megalómano líder supremo, Kim Jong-un; se ha jactado de tener un “botón más grande y poderoso” e incluso ha amenazado con devastar Corea del Norte. Esta inflamación verbal crónica ha extremado la disputa sobre su estado mental. Unas dudas que él ha tratado de despejar aumentando sus apariciones públicas y sometiéndose a un test cognitivo.
Prescindió del ideólogo del miedo, Steve Bannon, en su gabinete
Equilibrado o no, la agitación permanente en la que vive ha oscurecido su mandato. Sus éxitos, fuera de su esfera de influencia, han quedado rápidamente diluidos. En un tiempo de bonanza económica, con Wall Street tocando máximos históricos y la cifra más baja de desempleo desde 2001, hay quien se pregunta qué habría ocurrido si Trump no escribiese en Twitter. ¿Cómo sería su mandato?¿Cómo se entenderían la entrada del conservador Neil Gorsuch al Tribunal Supremo o la reforma fiscal, con su recorte de 1,5 billones de dólares en 10 años y sus repatriaciones masivas de capital? El propio Trump parece haber sido consciente de esta interferencia y, sin dejar de hacer ruido, ha iniciado un cambio estratégico. Desde la humillante derrota ante el Obamacare, donde no logró ni el apoyo mayoritario de su partido, el presidente se ha ido acercando al establishment que tanto decía odiar. En este camino ha prescindido del ideólogo del miedo, Steve Bannon, y forjó alianzas con los líderes republicanos en las Cámaras. Bannon ha sido ahora indultado por Trump. Su amigo Steve robó más de un millón de dólares de las ‘donaciones’ recibidas para construir el muro con México.
“Ha sido una capitulación del Partido Republicano ante el trumpismo”, añade el sociólogo Lakoff. Instintivo como pocos, Trump advirtió el peligro que le acechaba en las elecciones legislativas de 2018 y no se quedó quieto. Avanzó, negoció y abrazó a los dueños del pantano. Cambió el paso, pero no dejó de ser Trump ni de cavar la zanja. Día a día, incontenible y furioso, mantuvo la estrategia de la tensión y ahondado la sima que divide como nunca desde 1968 a los estadounidenses. Ese abismo es, de momento, su principal legado.
Rechazó la noción de tierra de emigrantes de Ronald Reagan
El muro. El veto migratorio. Los “países de mierda”. La deportación de ‘dreamers’. La expulsión de salvadoreños, hondureños, guatemaltecos, nicaragüenses y haitianos. El rechazo a los refugiados. La reducción a la mitad de las green cards… Donald Trump ha construido su presidencia con un continuo ataque a la inmigración. A diferencia de su admirado Ronald Reagan, ha dado la espalda a la noción de Estados Unidos como tierra de emigrantes y ha puesto en marcha una singular clausura del sueño americano. El proyecto de nación ha llegado a su fin y es hora de cerrar las fronteras. La apertura ya no es necesaria. América ya no está en construcción. Sino que ha cristalizado en una forma que hay que aprestarse a defender. Es la doctrina de América Primero. De una América que él, blanco, multimillonario y enamorado de su propia genética, considera la mejor del mundo. La Ley Dream, acrónimo del inglés ‘Development, Relief and Education for Alien Minors Act’ (Ley de fomento para el progreso, alivio y educación para menores extranjeros), también llamada Dream Act o Acta del Sueño, es un proyecto legislativo bipartidista, que se debatió en el congreso estadounidense, junto a la Reforma migratoria, que daría un camino hacia la ciudadanía estadounidense a estudiantes indocumentados que hubiesen llegado a Estados Unidos siendo menores de edad. El proyecto legislativo fue presentado en septiembre de 2006… Tarjeta de residencia permanente en Estados Unidos, conocida popularmente como Tarjeta Verde, Green Card, es un documento de identidad para residentes permanentes en los Estados Unidos que no posean la nacionalidad estadounidense. Los poseedores de esta tarjeta tienen derecho a residir y trabajar en el país…
‘Dreamers’ (Soñadores) es una película dramática de 2003 dirigida por Bernardo Bertolucci. El guión fue escrito por Gilbert Adair, y está basado en su novela ‘The Holy Innocents’. Durante el Mayo francés, una juventud mayoritariamente formada por estudiantes universitarios, insatisfecha con la sociedad, planteaba cambios sociales y políticos que desembocaron durante un mes en enfrentamientos muy duros con las instituciones políticas del momento. Ambientada en los sucesos de Mayo de 1968 en París. Matthew es un joven estadounidense que vive en la capital de Francia como estudiante de intercambio, allí conoce a Isabelle y Theo, dos hermanos que asisten con frecuencia a la cinemateca de París y a quienes ha visto pero solo llega a entablar comunicación con ellos cuando en la cinemateca se realiza una manifestación relacionada con el Mayo francés. Matthew es invitado a dejar su hotel y vivir con los hermanos, cuyos padres han dejado solos en casa por unos días. Allí descubre que los hermanos nacieron siameses y que tienen una extraña relación fraternal de dependencia. Matthew comparte su afición por el cine con los hermanos y juntos juegan a recrear algunas escenas de películas clásicas de cine, mientras debaten ideas políticas, culturales y sociales, mostrando sus diferencias de opinión y sus contradicciones. En medio de los juegos Isabelle y Matthew terminan envueltos en una relación amorosa obstaculizada por los extraños lazos fraternales de los hermanos. Finalmente Matthew termina involucrándose en una manifestación de protesta con violentos enfrentamientos con la policía, donde acabará por darse cuenta de que los ideales políticos y el comportamiento psicológico de los hermanos terminará su relación con Isabelle que decide seguir a su hermano, por lo que Matthew toma la decisión de marcharse…
Una estrategia política cabe en un tuit, por eso ama Twitter
Donald Trump es directo. Entra en cualquier discusión sin preámbulos. Corto y duro. Las presentaciones le aburren. Odia los informes largos. Nada de circunloquios. Todo tiene que ser rápidamente metabolizado. Una estrategia política cabe en un tuit, un acuerdo en una conversación. No hay nada que no pueda ser reducido, compactado, exhibido. Por eso ama Twitter. Y aún más la televisión. Frente a la pantalla pasa, según las reconstrucciones más rigurosas, un mínimo de cuatro horas diarias. Le gusta especialmente la extraplana que hizo instalar en el comedor, y cada mañana lo primero que ve es el conservador Fox and Friends. A partir de ahí empieza a escudriñar, no ya lo que ocurre en el mundo sino lo que el mundo piensa de él. Y si algo no le gusta, brama. Y cuando brama, a nadie se le escapa. Su gabinete, sus generales, sus adversarios, el orbe entero lo descubre al instante. Es ya una liturgia. De lunes a viernes, a eso de las seis de la mañana, a veces con un big mac en la mano y una coca-cola light esperando, Donald Trump lanza su metralla en Twitter. Lo hace, según los medios estadounidenses, desde la cama, en pijama y casi siempre solo. La intimidad es algo sagrado para él. No comparte habitación con su esposa Melania y desde que llegó al 1600 de Pennsylvania Avenue exigió, en contra del servicio de seguridad, colocar una cerradura en su puerta. Ahí dentro, con la televisión encendida y el móvil en la mano, el antiguo rey de la telerrealidad se crece.
Puede ser una amenaza al juez que ha paralizado su veto migratorio, un ataque a los medios críticos, una acusación de espionaje a Barack Obama, un insulto sangrante a la presentadora Mika Brzezinski, otro a un jugador negro de fútbol americano, un indulto al sheriff racista Joe Arpaio, una invectiva al alcalde musulmán de Londres en pleno atentado terrorista… El presidente dispara tuits como si estuviera en una caseta de feria. Incansable, ha apretado el gatillo más de 2.300 veces. Los fake news (bulos), Corea del Norte, Rusia, Hillary Clinton y México ocupan los primeros lugares. Son sus obsesiones y también un fresco que le retrata con nitidez.
Con sus 74 años y 3,500 millones de dólares, sigue salvaje y suelto
Trump, ante todo, se fía de sí mismo. Poco importa que jamás haya ocupado cargo político alguno. Si ponen en duda su equilibrio mental o su solvencia, responde que es “un genio”. Si le afean su edad, fulmina a su interlocutor, como hizo con el líder norcoreano Kim Jong-un, llamándole “gordo y bajo”. Es un mecanismo previsible. No duda, no calla, no transige. Y cuando percibe una amenaza, embiste. “Si alguien te ataca, le atacas de vuelta diez veces. Así, al menos, te sientes a gusto”, proclamaba cuando impartía clases sobre cómo triunfar en los negocios. Es posible que este juego feroz le deparase éxitos en su época de tiburón inmobiliario. Pero desde que el 20 de enero de 2017 cruzó el umbral de la Casa Blanca, hace temblar al mundo. “Su autoestima supone un riesgo. Cuando se siente agraviado, reacciona impulsivamente, construyendo una historia autojustificativa que no depende de los hechos y que siempre se dirige a culpar a otros”, ha escrito Tony Schwartz, el hombre que fue su sombra durante más de un año y que coescribió ‘The art of the deal’ (El arte del trato), el bestseller autobiográfico de Trump. Esta tendencia se ha agudizado. Quienes creyeron que su investidura le iba a domesticar, se equivocaron. A sus 74 años -cumplió años el pasado 14 de junio-, con cinco hijos, nueve nietos, 500 empresas y una fortuna superior a los 3.500 millones de dólares, Trump sigue salvaje y suelto.
“Es peligrosamente inestable para alguien que tiene la responsabilidad nuclear. No soporta la crítica ordinaria y muchas de sus respuestas tienden a mostrar un comportamiento violento”, explica Bandy X. Lee, profesora de la Escuela de Medicina de Yale, quien levantó una enorme polvareda en EE UU al pedir con otros 27 psiquiatras que se le practique de forma urgente un examen mental. Se trata de un solicitud que, pese a ser minoritaria y carecer del apoyo de la Asociación Americana de Psiquiatría, ha llevado a un grupo de parlamentarios, todos demócratas menos uno, a citarse con la profesora Lee. Detrás de la reunión estaba el afán de golpear de la oposición, pero también la perplejidad que genera la conducta del presidente. Educado por un padre implacable, Trump vive en continúa tensión. A diferencia de su hermano mayor, que murió alcoholizado a los 42 años, él resistió. “Me metieron en los negocios muy joven; mi padre me intimidaba como a todo el mundo, pero permanecí a su lado y me granjeé su respeto. Nuestra relación era de casi empresarial”, escribió en ‘The art of the deal’.
Está en guerra con el mundo y únicamente ve un camino: dominar
Forjado en la dureza, la existencia se tornó para él puro combate. Un esquema binario donde solo cabe ganar o perder. “Está en guerra con el mundo y únicamente ve un camino: dominar. Trump se dota de sentido en la conquista”, ha señalado Schwartz. El resultado de esta actitud es que, lejos de adoptar la pose olímpica de ciertos presidentes tras ganar las elecciones, el multimillonario sigue en campaña. No hay día en que no mime a los suyos y desprecie a los contrarios. A los mexicanos, a los demócratas, a los republicanos tibios. Para todos ellos tiene la vara presta. En su mandato, como ha revelado una encuesta de The Washington Post, la polarización social ha alcanzado el nivel que tuvo en la guerra de Vietnam. Esa fractura constituye, de momento, su principal legado y la sima por la que previsiblemente emergerá su némesis.
Otro efecto es interno. La Casa Blanca, según las reconstrucciones periodísticas, se ha vuelto una olla a presión. Hombre criado en la búsqueda de la rentabilidad inmediata, devora a sus colaboradores. Les grita en las reuniones y aquellos que presentan tara, los elimina. El consejero de Seguridad Nacional, Michael Flynn; el jefe de gabinete, Reince Priebus; el portavoz, Sean Spicer; el director de Comunicaciones, Anthony Scaramucci; el estratega jefe, Steve Bannon, sucumbieron en su primer vertiginoso año. Y otros tan poderosos como el fiscal general, Jeff Sessions, y el secretario de Estado, Rex Tillerson, bailaron en la cuerda floja siendo despreciados públicamente por el presidente. Bajo su égida, solo están a salvo un puñado de generales (Trump siente pasión por los entorchados), su hija mayor, Ivanka, y su yerno, Jared Kushner. El resto sabe que en cualquier momento puede caer. Y el motivo puede ser inconfesable. Al diplomático John Bolton, según el polémico libro ‘Fuego y Furia’ del periodista Michael Wolff, lo rechazó en su día para el puesto de consejero de Seguridad porque le desagradaba su bigote, y a sus colaboradores más próximos les despreciaba abiertamente: de Priebus odiaba que fuera tan bajo, de Spicer y Bannon su forma de vestir, de la consejera Kellyanne Conway sus “constantes lloriqueos” y del propio Kushner su empalagosa adulación. “Más tarde o más temprano, todo el que está con Trump acabará viendo un lado suyo que le hará preguntarse por qué escogió trabajar con él”, han escrito en el jugoso ‘Deja a Trump ser Trump’ dos antiguos (y despedidos) asesores de campaña, Corey Lewandowski y David Bossie.
Exhibe sus entrañas al público como nadie lo ha hecho antes
Con estas características, la pregunta se vuelve obvia. ¿Cómo pudo ganar las elecciones y conectar con casi 63 millones de votantes? Sus defensores enarbolan su transparencia. Dicen que Trump no oculta su humanidad y que es sincero en sus manifestaciones. Odia y ama. Grita y aplaude. No pretende, según esta visión, una imagen edulcorada, sino que exhibe sus entrañas al público como nadie lo ha hecho antes. Eso entusiasma a sus votantes más radicales. Y repele a sus detractores. “No ha cambiado apenas respecto a la campaña. Es divisivo y su único objetivo es mantener a su base”, asegura el presidente del Comité Nacional Demócrata, Tom Pérez. En contra de la gran tradición presidencial americana, Trump ha abandonado la meta de gobernar para todos. Triunfó como un marginal y sigue actuando, al menos en superficie, como tal. Esa heterodoxia le ayuda ante su núcleo duro, que no le ve como el monstruo que dibujan los medios progresistas. Por el contrario, la sobreexcitación de cierta izquierda irrita a muchos conservadores. “La mayoría de la gente que le detesta no conoce a nadie que trabaje con él ni que le apoye. Obtiene su información de otros que detestan a Trump, lo cual es la fórmula perfecta para la clausura epistémica”, ha escrito el analista conservador David Brooks.
Ante los suyos, el presidente es básicamente un tipo simpático y resolutivo. Una imagen que él intenta redondear enseñando de vez en cuando su corazón. Lo hace, por ejemplo, cuando está con niños, momentos en los que se presenta como un abuelo juguetón, o al rememorar a su hermano muerto. Pero lo que realmente enloquece a su base es cuando da la cara. Trump tiene a gala no rehuir las entrevistas ni a los periodistas críticos. Le excita el pulso público. Puede reunirse con una decena de congresistas demócratas decididos a hincarle el diente y, sin previo aviso, ordenar que se emita en directo el encuentro para que todo el país lo siga. Incluso cuando se estudió en la Casa Blanca que el fiscal especial de la trama rusa le pudiese llamar, manifestó su deseo de declarar en público y no por escrito. Showman consumado, en las cámaras busca posiblemente la absolución. Y en numerosas ocasiones, la logra. Pero el ruido nunca le abandona. Tampoco el tiburón que lleva dentro. Vive en permanente competencia consigo. Inmune al escándalo, ganar es lo único que importa. Si Wall Street registra un día histórico, tiene que decirle a los cuatro vientos que es mérito suyo; si el paro baja, también.
Un buen filete con patatas o un big mac y batido de chocolate
En ese sentido, la derrota le espanta más que la mentira. Y prefiere cualquier polémica antes que admitir un fracaso. Tanto es así que cuando los candidatos a los que ha respaldado pierden, borra los tuits de apoyo. De igual modo, sigue sin aceptar que Hillary Clinton obtuviera más votos en los comicios y todavía lo atribuye a un imposible fraude electoral. La historia volvió a repetirse, esta vez, con el su sucesor Joe Biden En constante ebullición, a lo largo de un año, según The Washington Post, ha contado más de 2,000 falsedades o medias verdades. Un festival de irrealidad ante el que una parte de la población ha dado su brazo a torcer. “Es increíble cómo el público se ha acomodado a lo que hace, resulta lo más llamativo de la presidencia”, comenta Julian E. Zelizer, profesor de Historia y Asuntos Públicos de la Universidad de Princeton.
En cualquier momento, además, Trump puede entrar en erupción. La incertidumbre es el signo de su presidencia. Nunca se sabe qué paso va a dar ni qué colmillo enseñará. Un día puede participar en un sentido homenaje a las minorías raciales y al otro llamar “países de mierda” a Haití, El Salvador y las naciones africanas más pobres. “Y no va a cambiar. Es un hombre de 74 años que se ha pasado la vida engañando a la gente. Lo único que cabe es que se vuelva más errático”, afirma el biógrafo y Premio Pulitzer David Cay Johnston. En la intimidad tampoco mejora. Son conocidas sus broncas a colaboradores y hasta el servicio de limpieza teme sus manías. Germófobo reprimido, no permite que toquen sus objetos de tocador ni sus mandos de televisión ni su cepillo de dientes, y él mismo abre su cama y decide cuándo se retiran las sábanas. “Y si mi camisa está en el suelo es porque quiero que esté en el suelo”, llegó a decir a los empleados de la Casa Blanca. La residencia oficial no le convence. Ha pasado un tercio de su mandato en mansiones privadas, ya sea la fastuosa Mar-a-Lago (Florida), su club de golf en Nueva Jersey o un complejo hotelero suyo en Virginia. Y cuando le toca quedarse en Washington, rehúye de la vida social y, a diferencia de Obama, casi nunca sale a comer. En la Casa Blanca, su menú predilecto oscila entre un buen filete con patatas o un big mac y batido de chocolate. Algo rápido y sin demasiadas complicaciones. En general, le molestan las comidas largas; odia perder tiempo en ellas. El tiempo es oro y él es su orfebre. Quizá por eso ha reducido su horario de trabajo en la Casa Blanca. Mientras George Bush hijo entraba al amanecer y Obama después de las nueve, él ha decidido llegar a las once de la mañana. “A veces parece que sigue actuando como si no gobernase y estuviera en un escenario de televisión”, apunta el comentarista Walter Shapiro. Su jornada se la organiza su jefe de gabinete, el general John Kelly. Un marine reconocido por su patriotismo, que ha logrado ordenar su caótico entorno. En continuo contacto con Kelly y sin dejar de beber Coca-Cola light (12 al día), el presidente lidia con informes, reuniones y declaraciones.
Sobre sus capacidades no hay acuerdo. En ‘Fuego y Furia’ se le dibuja como un “niño grande”, ignorante y con tan poca concentración que cuando un asesor quiso explicarle la Constitución no pasó de la cuarta enmienda. Otros testimonios hablan de alguien que más bien exige brevedad y argumentos nítidos. Recuerdan que en primavera, cuando había decidido abandonar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, su secretario de Agricultura logró convencerle de no dar el paso mediante un mapa que mostraba las áreas que le habían votado mayoritariamente y que sufrirían por la decisión. “A los granjeros no les podemos hacer esto”, concluyó el presidente. Terminada la jornada oficial, la cena suele celebrarse a las siete de la tarde con invitados escrutados por Kelly. Aunque el menú puede ser amplio, el filete con patatas siempre está a disposición. Después, llegan las horas más inciertas. Hasta la medianoche se mantiene activo. Siempre quedan llamadas, reuniones, conversaciones, pero poco a poco los altos funcionarios imperiales se van retirando y el mandatario se queda solo. Las pantallas encendidas, los tuits cada vez más seguidos. El mundo gira y Trump se clava ante la televisión. A ver su propio show.
¿Donald Trump será juzgado por su fallido ‘golpe de estado’ del 6 de enero? ¿Se le pasará la factura de los ingentes costes habidos durante la toma de posesión de Joe Biden, obligando con sus consignas incendiarias a la movilización de 25.000 miembros de la Guardia Nacional para evitar otro asalto en Washington? ¿Cómo ‘volverá’ el derrotado magnate inmobiliario a la Casa Blanca de donde fue obligado a salir? ¿De qué hablaban Trump y nuestro presidente de México, López Obrador? ¿Por qué se reían Donald y Andrés Manuel, AMLO? Marcelo Ebrard, el Secretario de Relaciones Exteriores, testigo de la sorprendente ‘cohabitación’, carcajea… Quizás, ante Joe Biden, tendrán que retornar a la ‘realpolitik’, nada fácil, históricamente, entre Estados Unidos y México.
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