El (in)debido proceso

Signos


Mientras el sistema de Justicia siga siendo una institucionalidad deficitaria y fallida, el ‘debido proceso’ seguirá siendo un instrumento más al servicio de los delincuentes que de sus víctimas.

La defensa de los victimarios encontrará siempre rutas de escape para ellos en una estructura plagada de ineficiencias, complicidades, corruptelas, burocratismos, abusos de poder y pésimas gestiones en todos los niveles de su procesamiento: policial, ministerial, penitenciario y jurisdiccional. Y así, ese ‘debido proceso’ se convierte en un catálogo de posibilidades de litigios favorables a los peores acusados; en factor esencial de debilidad de un idealismo justiciero plagado, en el mundo real, de rendijas y agujeros legislativos y operativos de todos los tamaños que hacen de la equidad judicial no una utopía, sino una sólida y consistente falacia que, a la luz de todo el mundo, exhibe la instrumentación de la legalidad en exitosa coartada de toda suerte de rufianes y poderosos criminales, y en rotundo fracaso de la ley, las instituciones, la justicia verdadera y el interés público.

Policías corruptos e incompetentes, fiscales y jueces de la misma naturaleza, custodios y administradores carcelarios iguales, y, en general, un sistema judicial a tono con una democracia y un Estado de Derecho fallidos y de niveles africanos, contrastan con el reformismo de papel y las pretensiones demagogas y embusteras de un ‘debido proceso’ imposible y propio de democracias y sociedades ajenas, cuya realidad educativa y cultural es la antípoda de la mexicana.

Y en dicha contradicción, ese ‘debido proceso’ ha sido y sigue y seguirá siendo lo dicho: un arma legal más al servicio de la delincuencia que de la justicia; de ladrones, homicidas, mafiosos y toda suerte de criminales liberados en la víspera o en sentencias ganadas por mínimas faltas procesales, por consignaciones insuficientes o adulteraciones tan nimias que valen, sin embargo -y cual si fueran ultrajes desmedidos contra sus derechos humanos-, para salvar, por ejemplo, de penas capitales, a depredadores monstruosos, cuyos derechos terminan significando más, infinitamente más, que los de todas las víctimas inocentes de sus atrocidades, y por las cuales, imposibilitados de toda redención humana y ‘reinserción social’, merecerían el peor de los martirios y el más doloroso y largo de los finales. 

Y lo mismo se burlan del ‘debido proceso’ raterillos de pacotilla que sicarios mortíferos y asesinos por naturaleza que no fueron atrapados con las manos en la masa (en la bagatela, unos, o en el cadáver descuartizado, otros), que gobernantes y exgobernantes dolosos y de presidencial peligrosidad.

En un sistema tan deficiente en la mayoría de sus instancias y en todos sus niveles, la exigencia de perfeccionamiento absoluto -a la representación social, o el Estado- del ‘debido proceso’, termina convirtiéndolo en el más desigual, injusto e indebido de los procesos. 

Gracias a él, un abogado ladino y sabio puede rendir a todo el poder representativo de la sociedad, es decir: al Estado. Son multitud, los ejemplos cotidianos de injusticia -conocidos y desconocidos- que lo ilustran. Las cárceles mexicanas están saturadas de presos que ya habrían purgado en ellas la mayor de las sentencias que no les han dictado -violando con plena legalidad sus derechos fundamentales- y vacías de delincuentes mayores liberados por una simple ligereza procesal, o procesados por la más inocua de sus flagrancias, como en el caso de algunos de los miles de matones del ‘narco’ con cientos de cadáveres en su historial cada uno, y muchos de ellos de víctimas indefensas y carentes de toda culpa.

El ‘debido proceso’ mexicano ha sido más retórico que servicial, como todos los modelos democráticos y constitucionales importados para regir en realidades donde no encajan y donde, por tanto, no sirven para garantizar el ejercicio de los derechos generales, la seguridad, la paz social y la justicia. 

El ‘debido proceso’ mexicano ha sido un invento de la modernización delictiva de los grupos de poder que han dominado el país en los tiempos de la democracia neoliberal, y que se han recetado, asimismo, la caducidad -pronta, arbitraria y muy conveniente- de vastos y diversos delitos, dentro de un sistema de Justicia cortado a su medida. 

Sin cultura del derecho, un ‘debido proceso” de primer mundo -trasplantado y legislado al vapor y sin responsabilidad reformista ni consideraciones particulares de fondo sobre la sociedad de su rectoría, como la mexicana- hace una justicia contraproducente y de tercera. El ‘debido proceso’, así, se torna veleidoso y enemigo del proceso necesario.

SM

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