Signos
Por supuesto que la legislación electoral es un desastre en unos cuantos aspectos esenciales, y que es lesiva de algunos derechos inalienables, merced a su muy inconsistente formalismo interpretativo, plagado de ambigüedades, determinismos y contradicciones, al servicio, a menudo, de quienes más influyen en su ejercicio -en un sentido o en otro, según sus particulares adhesiones políticas, gestionadas como pronunciamientos imparciales de la autoridad electoral-. Porque la formulación de sus normas y sus reformas constitucionales ha respondido, antes que nada, a los criterios utilitarios de las mayorías partidistas de las Legislaturas, y sus continuas adecuaciones han derivado de los saldos y las cuentas pendientes de las fuerzas políticas en guerra.
En principio es ya un despropósito la existencia de una institucionalidad electoral permanente y definida como autónoma, cuando son las dirigencias de los partidos, a través de sus grupos parlamentarios, los que se reparten las posiciones centrales en la cúpula de la misma. (Si son los partidos más fuertes los que están detrás de la ‘autonomía’ de la toma de decisiones del Instituto Nacional Electoral y la de sus réplicas locales, ¿por qué mejor no se suprime esa institucionalidad masiva y de existencia y funcionamiento perennes, con una legislativa que se ocupe -tan plural y diverso como es el Congreso y tan nacidas sus representaciones del sufragio directo- de los comicios, en su tiempo y en su espacio, no más: para qué más?)
Y, más allá, entre las disposiciones legales ridículas, las consideraciones intolerantes y las sentencias apocalípticas -más propias del ocio, el protagonismo y la politiquería, que de la neutralidad crítica, como es obvio-, se asoman las cruces de una democrática burocracia carroñera y los relámpagos de una justicia moral contestataria que reclama, contra ellas, el derecho de la verdad de las cosas y un buen ajuste de cuentas contra la dolosa y usurpadora rectitud del constitucionalismo retórico y la proclividad de sus falsos redentores al mayoriteo.
Porque el ‘árbitro electoral’ y su fariseo ‘autonomismo ciudadano’ pueden convertir en propaganda electoral prohibida, mediante una disertación metafórica y una embestida semántica, el ejercicio de un incuestionable y humano derecho a la manifestación libre de las ideas, mientras autorizan un caudal de improperios y aberraciones y falacias proselitistas, financiado con el erario, como el sacro atributo de las organizaciones políticas y de los ciudadanos a profesar, las primeras, y a conocer, los segundos, las propuestas representativas en disputa, gracias a un ‘marco regulatorio’ que, en tales casos, como en tantos otros, es más un marro de picapedrero contra las garantías fundamentales, que el cauce virtuoso que toda ley debiera ser para que se manifestaran y se ejercieran a su anchas, a un costado o a favor o en contra del flujo intestinal que significan las expresiones mediáticas y las escenas abominables de los candidatos y las militancias partidistas en campaña.
El derecho electoral en la patria de los usos y costumbres fácticos, es como el ‘debido proceso’ penal en esa misma patria que exhibe al mundo sus estándares ordinarios e invencibles de disfuncionalidad institucional y consecuente impunidad casi absoluta. Por un quítame estas pajas la autoridad de los comicios, fundada en un criterio absurdo e inapelable de la ley, se carga una candidatura enemiga por más auténtica y popular que sea. Y lo mismo sucede con el ‘debido proceso’: la más pírrica ilegalidad pública contra el peor de los delincuentes puede suponer su exoneración y la eliminación inmediata de todos los cargos en su contra, por punibles que sean y por más que la ilicitud de la autoridad nada tuviese que ver con ellos. El ‘debido proceso’, así, ofende a las víctimas y a las causas propias del Estado de derecho, sobre la retorcida rectitud del ejercicio de la ley. Y porque unos nimios gastos de precampaña no se consignan con la ortodoxia administrativa de la reglamentación observable, una candidatura del rango representativo de la voluntad popular que sea se va igualmente a la pica porque le ley es la ley y al que no le guste que se vaya a contender a otra parte, como si ese fuese el imperio inapelable de las instituciones en la tierra de las tramposas tradiciones fácticas. ¿Por qué no la mesura legislativa y la prudente tolerancia contra flagrancias menores, por ejemplo? ¿Por qué no la sensatez en aras de la justicia indispensable, verdadera?
Apelar a la legalidad absoluta, cuando la ley es un crimen y su ejercicio convencional lo es otro tanto, es abonar a la simulación que reproduce la impunidad y la reincidencia de lo indebido. Sin conciencia moral, la rectitud legal de los juicios es tan cierta como la inexistencia o la inocencia de las inequívocas flagrancias que se juzgan. La ley como instrumento político y al servicio de la inmoralidad, no es, desde luego, la de la justicia, sino la del más fuerte o que más puede. En México la ley siempre ha sido un instrumento de la justicia fáctica, es decir: una alternativa del poder real. Ya tendría que ser la hora de que sirviese a la democracia.
SM