Signos
Por Salvador Montenegro
La democracia mexicana es de eufemismos y se defiende con eufemismos, convenencieros sectarismos y furiosos propagandismos y oposicionismos que poco o nada tienen que ver con la defensa de las libertades y los derechos populares.
El eufemismo y la demagogia ideológicos, políticos y militantes, montados en las guerras de intereses mediáticos, los financiamientos oligárquicos y el espontaneísmo iletrado y confrontado de la opinión pública, no pueden ser baluartes de ninguna democracia que valga y son, más bien, los factores esenciales del fortalecimiento de la cultura, la legalidad y la institucionalidad que legitiman la simulación, la corrupción y la injusticia, en nombre de la defensa de la democracia y de los derechos sociales.
Porque toda norma constitucional y todo organismo de Estado donde se defienden los privilegios desproporcionados de grupos dirigentes avituallados con vastas partidas de recursos públicos en un enorme pueblo de mayorías pobres y muy precaria escolaridad, no pueden ser fortalezas ni de esos pobres ni del interés general, sino exactamente todo lo contrario.
Que exista, por ejemplo, una autoridad electoral eficiente, neutral y representativa de la democracia real, no puede implicar alto desequilibrio presupuestario ni beneficios onerosos de las élites institucionales, sino todo lo contrario: debe suponer austeridad, rectitud y ausencia de protagonismo.
Como en las democracias civilizadas, el arbitraje electoral no tiene por qué depender de una estructura institucional onerosa, perpetua -e inamovible más allá de los comicios y sus deliberaciones y calificaciones- y tan politizada como la mexicana, donde la naturaleza constitucional e institucional es la fuente principal de la contradicción democrática.
La masividad de las imágenes en torno a la existencia originaria o reformada del Instituto Nacional Electoral no advierten sobre sus verdaderos valores: son, sobre todo, activismos que giran y revolotean en torno del tema como bandera y trinchera de confrontación.
La dimensión del perfeccionamiento democrático no puede reducirse a una cuestión de gritos y consignas. El debate intelectual, parlamentario, sectorial y programático es la cuestión.
No es el INE ni sus reformas (tan pertinentes como las de todo sistema antidogmático y de aspiraciones evolutivas y civilizatorias). Es la gritería irracional y trepidante lo que impide la sensatez y la buena marcha de lo conveniente, en favor del avance invencible del caos y de la impunidad.
SM