Signos
Son desesperantes los cauces de opinión pública que toman los hechos más escandalosos de la realidad social y política del Estado.
Es escalofriante el nivel de frivolidad con que se asumen los casos de la violencia y la tragedia cuya masividad sepulta a las autoridades responsables sin que el trauma, de dimensiones estructurales, se asuma y se enfrente en su peso y su valor históricos.
Siempre lo hemos dicho: las perversiones acumuladas en el Caribe mexicano, desde que se convirtió en Eldorado turístico (la corrupción inversora, la marginalidad y el precarismo, el ecocidio y la contaminación, la ruina urbana y social, la violencia y la inseguridad, entre otras atrocidades de un crecimiento lo mismo tan desaforado que tan admitido como una suerte inexorable e indisociable del progreso), han consolidado un complejo conflictivo que, en lugar de topar -alguna vez que hubiese sido, por milagrosa y excepcional que fuera- con liderazgos políticos capaces de confrontarlo con ideas e iniciativas a la medida de sus siniestras magnitudes, sólo incrementa sus peligros en la ininterrumpida continuidad de dirigencias y representaciones políticas peores, día con día más mediocres y voraces, e imposibilitadas por naturaleza para ejercer la mínima encomienda pública, ya no para enfrentarse a esos dilemas desorbitados y acumulados durante décadas por la inercia de la incompetencia, la corrupción y la arbitrariedad de los grupos de poder, al grado de que, hoy día y más allá de todas las alternancias democráticas y pluralistas en los órdenes federal y locales, se padecen los peores ejemplos y los más reprobables saldos del quehacer de gobernar, de administrar y de ejercer los mandatos populares emanados de las urnas. Porque nunca como ahora son peores la violencia, la inseguridad, la ruina fiscal y la calidad institucional.
No hay un solo flanco de autenticidad y de sentido común. La piltrafa de la simulación cunde por todas partes. Los compromisos con las ‘mejores causas’ dependen de los dividendos coyunturales de sus protagonistas. Y los tiempos electorales y otras motivaciones de particular conveniencia ‘ideológica’ van perfilando manifestaciones, pronunciamientos y cometidos formales de la propaganda. Y así, entre los fervores del feminismo, el antivandalismo, la protesta antipolicial y antirrepresiva, el grito nativista y la politiquería vindicativa de cualquier otra cosa, va quedando en claro que lo que menos importa es entender y remediar el factor propiciatorio de los peores hechos, y que, al cabo, esos hechos, como los nombres circunstanciales de algunas de las víctimas inocentes de la indiscriminada brutalidad, van siendo no más que banderas de papel y olvido que se tiran a la vera de la protesta militante del caso. Y entonces hoy será un caso y un nombre, y mañana un tumulto de impunidad anónima cada vez más y más grande.
Ahora, por ejemplo, se alzan las voces contra lo que llaman feminicidios, cuando desde hace muchos años los descuartizamientos y los cadáveres putrefactos son el paisaje cotidiano en las ciudades consumidas por la droga y dominadas por los carniceros del ‘narco’, que matan a todas horas -sin discriminación de sexo ni de edad- por los dividendos de ese mercado incontenible –conectado con el de la extorsión- contra el que nunca ha habido el mínimo atenuante.
Ahora se defiende la causa de las mujeres, cuando hace muchos años que Quintana Roo –merced, en buena medida, a la ruina moral y al abandono institucional que privan en los hacinamientos precaristas, y a la caudalosa arribazón de desechos humanos mezclados entre los contingentes de inmigrantes- disputa los campeonatos nacionales del horror asociado a la violencia sexual, y por las cárceles y centros de reclusión para menores pasan (y sólo pasan, entran y salen, porque la ley mexicana es muy benigna con los peores victimarios) más depredadores -de niños, mujeres y víctimas de todas las edades- que presos acusados de robo y otros delitos, y cuando en los archivos de fiscalías y tribunales -clasificados como feminicidios o no, da igual el nombre de los atropellos donde la institucionalidad no sirve para hacer justicia de ninguna especie ni de ningún género, y es ella el principal factor de todo lo contrario- se pudren bajo el polvo los casos incontables de víctimas atacadas por depravados cuya impunidad motiva el contagio del crimen y la reincidencia (y hace de la “reinserción social” no más que un eufemismo para el escarnio), y donde la violencia sexual y sus patologías asociadas se desbordan sin que jamás le hayan quitado el sueño a nadie más que a los sobrevivientes que las han sufrido en carne propia.
El suicidio, por otra parte, es un “hecho social” (como lo definía Emile Durkheim, o producido en su consistencia comunitaria por la inexistencia de la solidaridad y el fracaso complementario de las instituciones -familia, escuela, religión, Estado…-) en el que también destaca, en el país y en el mundo, Quintana Roo –con la esencial contribución de Cancún y sus números de espanto, seguidos de otros, en Playa del Carmen y Chetumal, cada día más significativos y espeluznantes-, por la desmesurada multiplicación de los casos; por el silencio, el desinterés, la insensibilidad y la inhumanidad gubernamental y general que impiden asumir el fenómeno y contenerlo. La entidad es un conglomerado típico de las condiciones referidas por el pensador y sociólogo francés en torno del suicidio como hecho social: inexistencia de comunidad –como unidad o ‘tejido social’ de resistencia y autodefensa- y del factor institucional que, en su ausencia -como ocurre en sociedades modernas pero individualistas y refractarias a la fraternidad- pudiera sustituirlo como alternativa.
Todo se trivializa y las fuerzas de la descomposición abrevan en la demagogia, la incompetencia y el caos. La ingobernabilidad y el oportunismo avasallan, abrazados de una opinión pública de tercero de primaria y abastecida por el escándalo mediático y la falta de conciencia, compromiso y sentido crítico. Todo es anecdótico y coyuntural. El ruido social, editorial y político va saltando de un suceso a otro sin detenerse a observar la fuente primaria del barullo, donde, bajo la galería de las máscaras de la condena y el repudio de las buenas conciencias, la tragedia estructural evoluciona hasta lo irremediable y las luces que pudieran vislumbrarla y contenerla se apagan en el estercolero de las militancias falaces y el desenfado real, espiritual, de todos.
Que la alcaldesa cancunense nade en la corrupción, se olvida, al cabo, con una manifestación feminista contra el feminicidio que es usada por agitadores para hacer su propio espectáculo y que, a su vez, se convierte en el de una fuerza pública que irrumpe a tiros en él, y de ahí a más vandalismo sin contenciones de autoridad, y a ‘movimientos’ de vividores que también se ceban en el libertinaje, y a mensajes y comunicados triviales y sin contenido de gobernantes que no gobiernan, en un territorio sin ley que parece no importarle a nadie -nativos y no nativos-, y donde la única verdad visible es la de la impostura, pólvora que es de la infamia, la injusticia y la barbarie.
SM