La polarización (o las modernas Cruzadas)

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Signos

El ímpetu juvenil impulsa a descubrir verdades que a menudo ese juicio apresurado renuncia a ponderar, a equilibrar, a revisar desde otras ópticas interpretativas cuya relatividad y falta de contundencia concluyente contrasta con la efusividad que el observador inmediatista precisa para sus compromisos ‘históricos’ con la objetividad determinada por él como invencible frente a los declarados, también por él y acaso por un entorno entusiasta similar, como enemigos epistemológicos o defensores de la causa contraria. Se apuesta, entonces, por un maniqueísmo que, en el caso de los menos obstinados, tiende a superarse con el conocimiento y el convencimiento tanto de las transformaciones de la realidad como de los conceptos y los descubrimientos deductivos del Logos que establecen nuevos horizontes para la reflexión crítica del acontecer. Pero a medida que ese acontecer se torna más visual, y más vertiginosa y voluminosa la información en torno suyo, y más y más reducido el tiempo del análisis teórico y con resultados tan raudos y eventuales como los acontecimientos que angostan al mínimo los procesos históricos y de la comunicación humana; al tiempo en que el horizonte vital y sus fronteras están más a la vista, la reflexión intelectual se reduce a núcleos cada vez menos influyentes y se disparan los conflictos y los confrontacionismos militantes y políticos en perímetros más y más integrados o hípervinculados y permeables. La polarización ideológica pierde contenido filosófico y doctrinario, y se torna mero enfrentamiento propagandístico y de consigna puritana y demagoga de absolutismos tan superficiales y falaces como sólo útiles para la complacencia de los convencidos del golpeteo en el matorral. Abruma la fanáticada, la gritería de las tribus, la regresión al activismo simplista de la moralidad contra la corrupción, donde se pierde todo referente sobre los equilibrios éticos y justicieros. Apremian los extremismos y las consignas de las falanges contrarias, donde la defensa de la igualdad, por ejemplo, supone tomar partido; donde la defensa de los derechos generales de la especie humana impone particularizar hasta sus últimas consecuencias el género de los indistintos y el lenguaje que los clasifica como los unos, las otras y los intermedios -y las intermedias- que precisan que se cambien y se precisen los artículos nominativos del idioma; y donde se pierde la noción de si ser progresivo no significa en realidad ser regresivo, y donde si la modernidad no es, más bien, un paso a la barbarie originaria cual el fin de los tiempos de este mundo.

…Tiempos de postrimerías.

Tiempos donde más parecen convenir las nociones del viejo norteño aquel que aseguraba lo innegable: no le iba a equipo deportivo ninguno porque eso era coincidir con tantos perfectos indeseables con los que no podría celebrar sus triunfos ni padecer sus derrotas. Tampoco optaba por partido político ninguno por la misma cosa: menudeaba la revoltura defendiendo lo suyo como lo mejor. No podía ser nacionalista con todo lo despreciable que incluía y que hacía incorregible a la Nación (donde la buena patria de lo amado convivía con la inmundicia simuladora de las falsas causas y sus grupos representativos, donde se nacía por accidente, de donde se era sin necesidad de mérito o de gracia propia, y donde solían imponerse y mandar y apropiarse de todo y defender el gran espíritu nacional los más aberrantes soberanistas y patrioteros). Y ser creyente religioso o seguidor de izquierdas o derechas en guerra por el poder político no quitaba ni lo indecente ni lo pendejo. Habría gobiernos y oficiantes políticos mejores (o más decentes y aptos que otros y a los que valdría la pena elegir, pero no por virtud de sus partidos o sus pertenencias militantes sino porque sus aspiraciones de poder y de ganancia particular serían más compatibles con el beneficio social que la rapacidad que solía identificar a los peores o a los más), del mismo modo que estaba de sobra probado que había más malos que buenos creyentes y ciudadanos, porque si de otro modo fuera y los buenos dirigentes hicieran el destino de sus comunidades de la mano de las grandes y solidarias mayorías conscientes y de buena fe y dueñas de sí mismas, la suerte y el porvenir de la Humanidad serían los del reino de los cielos de la virtud, la felicidad y la justicia, como cualquiera bien podría saber que no lo era, que el improperio y el abuso prosperaban más que nunca entre los personajes del poder, que la prioridad de la política nunca había sido ni sería ni podía ser la salvación humana -porque las excepciones superiores, poderosas e inmortales que tenían que ser, sólo confirmaban la hegemonía absoluta de la perversión y habían servido de meras contenciones establecidas contra las avalanchas, también predestinadas, del mal-, que los credos y las religiones estaban llenos, como el partidismo de toda laya, de multitudes más censurables y condenables que saludables, y que esa condición devenida del principio de los tiempos era la única que explicaba la imposibilidad de impedir los apocalipsis porque los mismos empezaron en el origen mismo de la especie, la que ha nacido, se ha desarrollado y debe perecer porque la única eternidad posible es la de lo desconocido.

Así que si bien los sectarismos, los adoctrinamientos, las facciones, las exclusiones, las profesiones de fe, las oposiciones y las confrontaciones entre bandas y bandos políticos defensores de verdades antagónicas sobre la salvación de todo son propios de la dialéctica de los contrarios que inicia y cierra el ciclo civilizatorio, se puede militar donde se quiera pero acaso sea mejor hacerlo o no en la conciencia lógica de lo que aquel viejo norteño defendía: más que la pertenencia unívoca y el cretinismo de la superioridad de unos y otros según sus prédicas absolutas, vale más el libre y autogestivo y ecléctico y pluralista albedrío. En su caso, decía, vale más el que entiende que la diversidad es infinita; que la Humanidad es y no tiene más remedio que ser imperfecta -o de otro modo no habría de terminar el ciclo que le corresponde- en el ámbito de las leyes inmutables del tiempo y el espacio eternos, y sus verdades posibles y relativas caben hasta en las más disparatadas concepciones de la razón, la que para encontrar caminos o cerrarlos es que existe, y a lo que habría de añadirse: siempre dentro de la matemática predestinada de lo infinito que no podría abstraer el ser humano sino en insignificantes partículas diseñadas para su avance cognitivo, negantrópico y civilizatorio, y por lo que bien podría pensarse (sobre la nebulosa especulativa como único asidero lógico disponible o del Dios nacido de la Nada inconcebible) que de una inteligencia artificial venimos los humanos y una derivación de la misma puede ser la que haga, tras el fin de las ideologías, los humanismos, las espiritualidades y las conciencias del bien y el mal, de las izquierdas y de las derechas y los demenciales supremacismos, el reino bíblico de los humanoides, libres de la estupidez y la moral de los contrarios, y ajenos al carbono, el fentanilo, el huachicol y el crimen organizado.

SM

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