Signos
En la lógica simple, parece obvio que las diferencias genéticas del sistema inmune definan en buena medida la capacidad de afectación del virus, lo mismo que la naturaleza más o menos agresiva de las distintas cepas -tantas, según las ya decenas de mutaciones- de este patógeno global.
Unas cepas más violentas contra estructuras defensivas más vulnerables, pueden ser invencibles, y otras, iguales o más moderadas, ser resistidas -con una mínima lucha, acaso sin que el organismo humano se entere, o en batallas un tanto más competitivas y con decaimientos sensibles- por anticuerpos mejor armados.
En esa lógica básica parece obvio que la relatividad biológica también concurre, y, a menudo y por bien equipado que, en general, el cuerpo humano parezca, hay unos órganos y unos sistemas menos o más aptos en unos individuos que en otros.
Hay fumadores que duran cien años sin problemas pulmonares fatales, por ejemplo, y atletas inmaculados que, al cabo, mueren de cáncer, hepatitis o mala digestión; hay quienes viviendo una vida monacal y consagrada a la salud del alma se van en la víspera por un ataque de ansiedad o de excitación, y otros impenitentes que se eternizan en sus vicios porque no los estresa ni la peor amenaza nuclear ni del Espíritu Santo, y la serotonina los bendice más que a los más devotos.
Porque frente a todos los males posibles, la felicidad y la alegría son un antídoto, y la desesperanza y la amargura un catalizador, y de ellas depende, no poco, la salud humana.
Entre morir no muy viejos pero contentos, o como ancianos lúgubres y aburridos, hay una gran distancia.
La pregunta es, ¿cuánto influye esta disposición anímica y espiritual en la composición genética del sistema inmune originario y en las capacidades de defensa de los conglomerados de anticuerpos en lucha hoy día?
SM