Signos
No es cosa de segregarse sino de sumar. No es cosa de género sino del derecho de todos. No se trata de justicia para los más vulnerables sino de que la Justicia -con sus relatividades mejores- funcione y ya.
La seguridad es la cuestión. Si las instituciones y los Gobiernos no cumplen, lo padecerán, sobre todo, en efecto, los más indefensos, pero será un mal que se hará crónico, convencional. El mal de todos será el del desinterés y la insensibilidad, o el del retorno, desde la democracia estancada y la incivilidad progresiva, a la ley de la selva y al dominio cavernario del más cruel y mejor armado. El mal de todos, atenidos a los criterios de la simplificación y la trivialidad, del sectarismo y las parcializaciones del derecho, es el de la violencia que se impone donde se fragmentan las causas que deben ser comunes, y se repliegan las fuerzas de la solidaridad humana, los reclamos sociales, y las instituciones que deben representar y defender el interés plural de las comunidades.
Si una mujer es víctima de la sevicia de unos representantes de la seguridad de todos, tiene que ser lo mismo que si un niño muere por la misma causa: la de la perversión institucional, que debe sumar a una totalidad en su contra y por su erradicación, y donde no puede concebirse como justo, sino como adversario, el clamor propagandista de las filiaciones excluyentes y el ideologismo militante.
Sin unidad contra la degradación del Estado democrático, la jungla es el destino del todo y sus facciones recalcitrantes. El protagonismo y las congregaciones fanáticas de todos los géneros y los más diversos intereses, serán factores de ruptura y alimento y fuente de poder de un salvajismo criminal más libre y despiadado que nunca, y a su vez tan atomizado y confrontado en sus trincheras como el más perfecto y apocalíptico enemigo de la vida civilizada.
La violencia padecida no es contra un tipo de ser específico y condenado de manera selectiva, ni procede de unos y otros seres distintivos con nombres y apellidos. La violencia es un paisaje de putrefacción y de sangre que advierte de la deshumanización y la desnaturalización representativa de las instituciones al servicio del interés general. Es la decadencia de la vida pública; la oportunidad de la democracia en el camino del retroceso, el primitivismo y la desintegración.
Se han convertido las urbes -las ciudades prodigadas por la inteligencia evolutiva- en aldeas masivas y rupestres para el hacinamiento tribal y sin ley. Se han convertido los recursos del sufragio y los mandatos populares en meros prodigios para lucrar. Y en esos territorios y con esos ejemplos, el poder de las jaurías es invencible. Se han ido acumulando los rezagos de la ilegitimidad, la irresponsabilidad y la voracidad del poder, estimulados por la indolencia, la ignorancia, la permisividad ciudadana y la incultura del sufragio. Y las debilidades del mandato popular son la medida de las fortalezas criminales.
¿Pero se debe vivir como rehén de la barbarie, o de las miserias de la institucionalidad que no pueden sino garantizar una convivencia ultrajada por la zozobra y las noticias fatales?
El representante presidencial en Quintana Roo, Arturo Abreu, dice que no es para tanto; que la percepción general de la inseguridad es mucho mayor que la verdad histórica de la inseguridad, aunque, ni modo, es cierto, lo admite oficialmente: el mercado de las drogas y el dinamismo de la industria del narcoterror que lo controla en las ciudades turísticas del Caribe mexicano, son ya la decoración inevitable del entorno y a la que debe tolerar y habituarse la población, porque la inseguridad es cultura, y en ella hay que saber adaptarse o morir. De modo que, en su termómetro presidencial, la violencia no es tanta, y lo que debe hacerse es asumir y resistir la que hay, porque los Gobiernos no pueden hacer más.
¿Es así? ¿Es destino? ¿Hay que resignarse? ¿No hay que rebelarse, ejercer la protesta crítica, promover la unidad contestataria, y ejercer la autoridad ciudadana y los instrumentos democráticos y representativos, para llamar a cuentas a los responsables oficiales que han jurado defender nuestros derechos? ¿No?…
Porque no existe una política y un sistema integral y coordinado de seguridad de los aparatos armados y de Inteligencia nacionales y locales, o son un rotundo fracaso. Y no hay, tampoco, políticas y mecanismos de control de las variables del crecimiento urbano y el ordenamiento poblacional asociadas a la proliferación del crimen, o son, asimismo, un caso perdido.
¿Y no es la hora ya de que la comunidad política y de opinión pública se manifiesten con una agenda determinada; con seriedad, constancia y concreción para poner las cosas en su sitio?; ¿de dejar a un lado las omisiones, los protagonismos eventuales, los activismos dogmáticos, y las condenaciones y satanizaciones tan a la mano de la politiquería? ¿No es en esta hora de crisis homicidas y de alta inseguridad y debilidad institucional que deben aparecer los pronunciamientos ejemplares de los liderazgos políticos y los candidatos a todos los puestos de elección? ¿No es esta la mejor de las horas para discernir sobre los verdaderos retos y los principales afanes que debe consignar la lucha por el poder?
Crece el muladar de hechos sangrientos y el festival asociado de notas sólo con los datos de esos sucesos. Pero no hay fuentes, referencias y valores críticos influyentes que dimensionen las causas, los significados y las consecuencias de esa vasta calamidad homicida en las inmediaciones del litoral turístico más importante del país.
¿No hay, al respecto, más noticias que las de la sangre? ¿No hay elementos de contexto, de posibilidades alternativas, de solución? ¿Y habrá que aguantar esos caudales delictivos, y la impotencia institucional que los provee, porque esa tiene que ser la ordinaria realidad del Estado, como afirma Abreu, el representante presidencial?
Y no, por supuesto que no: el problema no es de género. El problema es estructural: es de ingobernabilidad, de incompetencia absoluta frente a la anarquía y el delito. Y las movilizaciones son importantes, pero sobre ellas debe crecer y hacerse ordinario -él sí- el debate de fondo y la exigencia del fin del libertinaje criminal y la renuncia de quienes, en el poder político, la asumen y la prescriben como algo inexorable y sin posibilidades de redención.
Porque las cosas pasan, los tiroteos y los cadáveres son el paisaje de la vida corriente, y apenas alguna noticia eventual evoluciona por su excepcionalidad y se hace escándalo mediático y… ya: hasta ahí, la sordidez sigue y la plaga sangrienta ni siquiera es tema de conversación. Ciertos hechos aislados y sus implicaciones políticas, hacen la tertulia del momento. Y luego del pasajero y morboso frenesí mediático, a lo de siempre, que el mundo sigue andando y así nos tocó vivir, cual la cómoda filosofía del buen señor Abreu…
SM