Signos
Establecer los linderos entre la libertad de expresión como derecho humano inalienable y la manifestación de ideas con fines de propaganda, puede ser una intención tan imposible como absurda.
En Estados Unidos, por ejemplo, se permite al presidente hacer uso de todos los medios y recursos de la Casa Blanca para promoverse electoralmente a la reelección y hacer campaña de manera simultánea en favor de los candidatos de su partido que se postulan en esos comicios, pero se le reduce significativamente, a cambio y de manera compensatoria para la oposición, el techo del financiamiento.
En México, la confección del sistema electoral, en que han participado los partidos y los grupos de poder según les ha ido en las elecciones precedentes -es decir, según las posiciones ganadas o perdidas en ellas-, ha incluido una trama truculenta de reformas convenencieras que, en muchos aspectos, se contradicen unas a otras y terminan en legislaciones que más suponen una urdimbre indescifrable y confusa de galimatías donde a fin de cuentas los conflictos se resuelven en disposiciones tan subjetivas de la autoridad electoral, que la justicia a menudo no complace más que al beneficiario del veredicto.
De modo que si pretender acotar -en ese contexto tan veleidoso y opaco- la manifestación de ideas disfrazadas de proselitismo -encubierto y doloso, claro está-, en realidad puede hacer más daño al ejercicio del derecho esencial de expresión que al dolo propagandístico, lo que debiera proceder en justicia es que se deje en paz el tema y que cada quien diga o haga la propaganda que le dé la gana, mientras no incurra en evidentes ofensas y delitos del todo censurables y punibles.
Pero que hablar o comunicar hechos o ideas favorezca -de manera deliberada o no- una causa electoral y eso deba auscultarse y deliberarse en su intencionalidad y sus especulativos efectos desde un tribunal de la verdad intrínseca, es más bien de retardados, obsesos y ociosos.
SM