Signos
Para el arraigado tradicionalismo político quintanarroense, José Luis Pech es un pobre político.
Político que no hacía fortuna con el poder político -o político pobre- era un pobre político. Tal era la famosa máxima atribuida a uno de los más groseramente enriquecidos gangsters de la cultura del totalitarismo revolucionario, Carlos Hank González (alias el Profe Hank, prócer icónico del priismo clásico y seguidor de las sinvergüenzadas caciquiles de Gonzalo N. Santos, alias el Alazán Tostado, el del árbol de la moral y las moras, entre tantos otros), donde el alineamiento ‘institucional’ e inapelable a las órdenes del patriarca político en turno era tan meritoria condición escalafonaria como licencia ilimitada para el influyentismo impune, el atraco a las arcas públicas y la acumulación patrimonialista sin caducidad generacional.
Acaso no tanto como en el Estado de México, Coahuila o Hidalgo, pero sí -también acá ‘se cuecen habas’-: en Quintana Roo el priismo impuso un modo de ser irrenunciable, y la oposición sólo es el mismo PRI renacido y reciclado en militancias y partidos con otros nombres.
La exalcaldesa de Puerto Morelos y hoy legisladora federal verde, Laura Fernández Piña, por ejemplo, es de escuela y alma tan priistas como el exgobernador preso Beto Borge, de quien fue discípula muy institucional y colaboradora muy servicial.
Y la munícipe verdemorenista cancunense, Mara Lezama, tampoco ‘canta mal las rancheras’: emprende tantos y tan inocultables y monumentales negocios privados con su cargo -como el de la basura que regentea de la mano del Niño Verde, para no ir más lejos, otro engendro parido por el PRI-, cual no lo ha hecho ningún otro alcalde priista o exopriista en la historia del Municipio turístico más importante, sobrepoblado, saqueado, endeudado y deficitario del país. Y, sin tener ningún antecedente público más allá de su pasado empleo como locutora de radio comercial (porque, a la vieja usanza, se hizo al mismo tiempo política y alcaldesa al amparo del compadrazgo entre el dueño de la empresa radiofónica en que trabajaba -padre, a su vez, de otro que quiere ser gobernador sólo por esa gracia- y el actual presidente de la República, cuya popularidad favoreció su elección y su luego muy apretada reelección), Mara Lezama goza ahora la excitante y muy lucrativa experiencia de tan importante responsabilidad política y administrativa sin tener más noción sobre la misma que la propia de la idiosincrasia revolucionaria y tricolor heredada por los aspirantes a la codicia del poder, la que en los nuevos tiempos de la democracia y la modernidad representativa del mandato popular se reparte por todo el ancho espectro de la ‘pluralidad ideológica’ partidista e ‘independiente’.
Por supuesto que el doctor José Luis Pech es un pobre político en ese entorno y en el entendimiento de lo que es el manual de un político local exitoso. Cualquiera puede saberlo y acusarlo de eso.
Es malo con el protagonismo politiquero y la demagogia. Lo descolocan la sumisión y la reverencia a lo que no cree. No encaja bien en las simulaciones protocolarias. No se le conocen piezas oratorias y pronunciamientos metidos con calzador para congraciarse con las zonas militantes que no quiere. Y no precisa ni ejerce el puebleo (o los ‘baños de pueblo’ que algunos candidateables se toman para la foto, según se recomienda) y la venta de imágenes ‘identitarias’ para ganar simpatías electoras, fiel como es a su origen maya y a sus modos de gente de la calle con los que fue y volvió del posgrado parisino hace ya muchos años, y con los que anda siempre por la vida cotidiana sin negar ‘la cruz de su parroquia’ ni tener que exhibirla como objeto propio de la propaganda.
No hay nada eventual ni novedoso en sus posturas, puesto que no es un personaje público inventado apenas, ni con proyectos y discursos enhebrados por asesores y escribanos. Para bien o para mal, se casa y se muere con sus ideas. Para bien o para mal, es el arquitecto de sus propios defectos y virtudes, tropiezos y avanzadas. Pero siempre que ocupa un escenario político o de opinión pública es para defender tesis propias y argumentos de mayor o menor valor, pero siempre con alguna utilidad más allá de sí mismo.
Y sus ideas no son unívocas y monotemáticas, sino más bien plurales y polisectoriales. Se ha movido en la mayoría de los ámbitos de la gestión pública con un liderazgo fundamentado más en iniciativas de programas y proyectos que en activismos panfletarios, aplaudidores y matraqueros. Porque sí: las primeras, más que los segundos, son su fuerte. Porque no se hizo en la logística ni en los correderos del ‘acarreo’ y las convocatorias centaveras de la promoción clientelar, sino en las plataformas del diseño y la programación institucional. Y si bien prefiere -casi hasta la simpleza- la sencillez y la claridad expresiva y pedagógica -académico y maestro curtido en las aulas que también ha sido-, no alterna con la baratija de usar el foro para proferir banalidades y elocuencias vacías.
Sí, es muy técnico y muy pragmático y muy de resultados contantes y sonantes, y poco receptivo y tolerante a las argumentaciones de más de tres variables y tres cuartillas.
Siempre ha vivido en la antípoda del tradicionalismo político y a años luz del círculo vicioso del fetichismo y la idolatría.
A diferencia de todos sus competidores en la brecha hacia la gubernatura, no ha sido el favoritismo ni el amiguismo ni el servilismo ni la complicidad ni el patrocinio de intereses y la compra de beneplácitos lo que lo ha puesto en la ya larga y multidimensional trayectoria de funciones desempeñadas.
Defiende causas y dirigencias con las que mejor se identifica -y donde más a modo puede incorporar sus propuestas y expectativas-, y también posturas de conveniencia personal, faltaría más.
(Los apostolados ideológicos y políticos son purismos líricos de las cavernas monásticas perdidas en el pasado o de la más apedreable impostura de los también merolicos anacrónicos de hoy día.)
Cuando el senador morenista habla, se pronuncia sin palabras de más. Es austero y económico, como bien sabe más de uno que lo conoce; de gasto leve en todos los sentidos y todos los sectores de su actuación.
Y defiende de su líder máximo lo que le consta que bien vale la pena y es suficientemente sustentable defender de manera crítica. Y no se mete en camisa de once varas cuando la defensa supone prédicas falaces que el tradicionalismo priista jamás le pudo enseñar a él, porque nunca estuvo ni está hecho para esos masivos malabares de mentiras a que el institucionalismo militante añejo obligaba, cuando no a predicar a voz en cuello en el estrado, a aplaudir hasta despellejarse en el extravío delirante de las congregaciones de la fe de aquellos días.
En la entidad hay pocos políticos de su generación que no se hayan quemado en esos moldes, ni otros más recientes a los que no hayan alcanzado dichas lecciones de la antigua simulación.
Tal es la puerta del laberinto de casi todos los que aprendieron que el ejercicio de la política era para dejar cuanto antes de ser pobres políticos y fundirse lo más pronto posible en la fragua de la prosperidad delictiva.
De muy pocas voces acreditadas y objetivas como la de Pech podría escuchar Andrés Manuel lo que debiera importarle de la entidad caribe y de la vasta complejidad estructural de sus problemas, y sobre todo de los que tienen que ver con sus crisis fiscales y crediticias, con la pobreza y la corrupción administrativa municipales, con la anarquía poblacional y la inseguridad, con el urgente control financiero y de gasto que se precisa para impedir más fugas y dispendios, y con el verdadero ordenamiento ambiental y el equilibrio sectorial y regional que precisa el verdadero desarrollo del Estado. Si Andrés Manuel quiere orden, austeridad, transparencia y control presupuestario, tiene esa carta para el Estado.
Pech, como se ha dicho, es el único posible candidato a la gubernatura que sabe equivocarse a fondo en muchas cosas pero que sabe, asimismo, hacerse cargo de sus errores. Porque tiene dos defectos políticos fundamentales: no tiene miedo de ‘meter la pata’ y tampoco tiene ‘pelos en la lengua’ para hacerse oír.
Ni está apadrinado por el compadrazgo ni avituallado por los mejores recursos, provisiones y bendiciones de los negocios y pactos oscuros del poder (claro, con todas las relatividades y asegunes que el ejercicio político, y sobre todo a la mexicana, implica).
De manera que el doctor Pech puede ser muy negativo y muy enemigo de los modos más sobresalientes de hacer política en la entidad. ¿Pero lo sería de la entidad si la gobernara?
Sus iniciativas parlamentarias -entre ellas la ley de playas, que las desprivatiza y las gana para sus usuarios y legítimos dueños en un cincuenta por ciento -o en diez metros más- y preserva las dunas costeras mediante la prohibición de construir en ellas, como debió hacerse en Cancún hace tantos años para impedir la desaparición de sus arenas- y la defensa de las mejores iniciativas y reformas presidenciales, como las económicas, las energéticas, las electorales y las judiciales, además de su experiencia en los distintos ámbitos de Gobierno que ha liderado con ética y eficiencia, lo acreditan como el más recomendable de los candidatos posibles del jefe máximo y su partido. (Aunque, claro, todo dependería de que también fuese su preferido, un factor personal tan influyente en el entorno democrático mexicano como el lujo que bien puede darse un liderazgo popular como el suyo, que bien sigue resistiendo todas las objeciones opositoras entre otras cosas porque carecen de valor moral y liderazgos competitivos y con proyectos mejores.)
Pero lo cierto, lo cierto, es que en el modo tradicionalista José Luis Pech es lo que es: un pobre político.
SM