¿Quién defiende qué y a quién?

Signos

Por Salvador Montenegro

Hay verdades en la vida que ni qué, diría, acaso, el poeta de los heraldos negros.

Por ejemplo…

La autonomía del Instituto Nacional de Acceso a la Información Pública y Datos Personales, el INAI, es sólo un formalismo -urdido entre intereses partidistas y políticos cupulares de mayor presencia legislativa en su momento- y su existencia no sólo no sirve para combatir la corrupción, sino que es un invento constitucional e institucional más, como los sistemas de Transparencia y Anticorrupción, que fue creado por los Gobiernos federales privatizadores de los patrimonios públicos -de Salinas de Gortari a Peña Nieto- para legitimarla, haciendo de la democracia un recurso demagogo de la modernización formal y el continuismo de la perversidad cultural de las élites en el poder.

No sólo nunca ha habido procesados penales de alta delincuencia política o derivada de su ejercicio en el poder público, sino que quienes lo han sido, también han sido amparados y exonerados de toda culpa por esos masivos aparatos burocráticos falsamente autónomos, y cuyas más nocivas dirigencias han emanado de repudiables acuerdos políticos que tanto y de manera tan escandalosa las han -por eso mismo- politizado en favor de los grupos de poder a los que sirven y en contra del interés público al que juran defender.

Tal es la esencia originaria de ese genial contrasentido de supervisión ‘autónoma’ emanado desde unos Poderes soberanos de Estado con sobradas facultades constitucionales representativas del derecho popular para vigilarse y sancionarse entre sí, como ocurre en las democracias civilizadas, donde no se requieren subrogaciones institucionales absurdas -y por tanto mal llamadas autónomas- para vigilar y sancionar a los mismos Poderes representativos que las crean.

Las autonomías institucionales del Estado nacen politizadas desde el interés político que las crea. Y desde esa manipulación propiciatoria y condicionada en función de los acuerdos cupulares que someten y se reparten el nombramiento de sus directivas, el papel de tales autonomías se deroga y se desnaturaliza desde su origen.

El caso del expresidente del muy oneroso Instituto Nacional Electoral, Lorenzo Córdova, es por demás ejemplar. ¿Era un emisario de la diversidad representativa de los ciudadanos del país, o de los grupos políticos y económicos que lo llevaron al supremo poder del órgano legitimador de los vencedores de los comicios federales?

La respuesta es simple: ¿para quién trabaja ahora, como vocero editorial, Lorenzo Córdova, una vez que ha dejado la presidencia del INE? ¿No es el repudiable Roberto Madrazo, icono de las más reprobables miserias políticas del país, uno de los dueños reales de la empresa de comunicación que paga su participación en ella a Córdova Vianello?

¿No es la naturaleza fáctica de esos grupos de poder, como el de la pertenencia de Lorenzo Córdova, la que define la orientación y las decisiones en las autonomías institucionales creadas en las Legislaturas federales y en sus derivaciones estatales?

En un pueblo sin cultura democrática ni constitucional ha sido más bien fácil, para la perversidad política del tipo de la inteligencia salinista y su segmento intelectual, incubadores de tales esperpentos institucionales, crear dichos modelos simuladores de la modernización y el perfeccionamiento democráticos, en suplencia de la evolución cultural que implican los procesos educativos de los pueblos civilizados.

Se ha forjado una estructura de la transparencia como el mayor de los atentados históricos para encubrir la corrupción. Y es tal el engaño ideológico, pagado con tasas presupuestarias del mismo orden astronómico, que no existe una sola consignación criminal de alto perfil en todo el país, producida por el ejercicio ‘autónomo’ de la transparencia y la anticorrupción institucionales.

Y del mismo modo se forjó el imperio de la Justicia soberana en México.

Porque cuando desde la suprema autoridad judicial del país se usa la interpretación constitucional y la valoración de la norma con una intencionalidad política o facciosa o fáctica, se comete un crimen de Estado también de la mayor magnitud, usando de manera dolosa y tergiversando el instrumento de defensa jurídica de los derechos generales de la sociedad y de sus individuos, justamente para atentar contra los mismos, a partir del desconocimiento y la indefensión de las mayorías populares respecto de esos derechos, y de las ambigüedades, abstracciones y tecnicismos de los máximos letrados de la Corte, y los más peligrosos conspiradores y traidores reales y potenciales a la nación.

En tal sentido, los que deben ser los impartidores de la justicia más altos y más objetivos y neutrales del país, se convierten en los jueces y partes menos confiables y más lesivos de la misma.

Y, asimismo, la cúpula dirigente del Poder republicano que fuera el más envilecido y sometido a los más sucios intereses y a la más abyecta corrupción del Ejecutivo Federal y de las jefaturas políticas mayores y sus grupos oligárquicos hasta los días presidenciales de Enrique Peña Nieto, hoy defiende, como nunca jamás y como conquistas democráticas del pueblo de México, los baluartes de una soberanía intocable que es, sobre todo, una trinchera de guerra política contra la actual jefatura del Estado nacional, del mismo lado en que lo ha hecho y lo hace ahora sin ninguna máscara y con el mayor descaro, el referido exconsejero presidente del INE, Lorenzo Córdova, sumándose a su causa en nombre de los mismos privilegios privados -ganancias y patrimonios obtenidos del presupuesto público y apenas comparables con los más altos y privilegiados funcionarios de los países más ricos del orbe- con que fueron bendecidos por sus anteriores jefes presidenciales de facto, en nombre de la defensa de la democracia y del derecho de las grandes mayorías.

Y por eso mismo no podría sino entenderse por qué el sistema penal mexicano es el proveedor de una impunidad y una injusticia de las más altas en el mundo entero, y por qué los mayores criminales de la política y del ‘narco’ viven tan a sus anchas y tan al margen de la Justicia mexicana.

No puede ser sino lógico y normal, que las razones de los ministros de la Suprema Corte, defensores de la constitucionalidad de la Guardia Nacional dentro del aparato militar -como mejor recurso policial de ese modo contra las manadas gatilleras del narcoterror-, sean una reducida minoría frente a las de los partidarios de los grupos políticos opositores al Presidente de la República y comandante supremo de las Fuerzas Armadas; grupos políticos que en el reciente ayer fortificaron con toda clase de privilegios a los mandamases en turno de la Corte y sus dominios para tenerlos a su merced y para combatir, como hacen fielmente hoy, a los adversarios que los desplazaron del control absoluto de la nación, y para lo cual apelan a toda suerte de convenientes interpretaciones sobre lo constitucional y lo inconstitucional ahora en torno al caso de la Guardia Nacional.

Antes, en los días del Presidente panista Felipe Calderón, esos grupos y sus ministros aliados de la Corte justificarían que hasta el último de los militares abandonara los cuarteles para matar sicarios en sus guaridas o en cualquier lugar de la vía pública donde los encontraran. Hoy, la Guardia Nacional, formada con efectivos castrenses, no debe pertenecer a las Fuerzas Armadas sino sólo a la administración de Gobierno de orden civil, y el grueso de la tropa, con sus cientos de miles de soldados, debe permanecer aislada en sus cuarteles hasta que sean tiempos de guerra con algún poder enemigo extranjero que haga peligrar desde fuera la integridad nacional, aunque sea la industria de la violencia interna la que destruya la paz social y los derechos esenciales de los ciudadanos, porque las instituciones de seguridad y el sistema de Justicia son incompetentes y en gran medida cómplices de los criminales debido a su inveterada corrupción y a sus probados y consistentes saldos de impunidad.

Sí, por supuesto: nada más deseable y democrático que el orden regido por la civilidad. Pero si la civilidad ha sido avasallada por la corrupción y la genética incultura, ¿por qué no avituallarla con los recursos militares más aptos para cubrir funciones civiles necesarias, cuando se ha probado la eficacia y la disciplina militar en ellas, del mismo modo que su respeto y subordinación ejemplares a las decisiones superiores de su mandato civil, y cuando tampoco existe en México registro de amenaza alguna de suplantación del orden constitucional por un Estado de excepción?

Cuando la criminalidad arrolla y el fuero neutral de la Justicia se politiza y se pervierte, hasta el delito se convierte en un instrumento de pelea y la demagogia constitucionalista en un arma a su servicio. La defensa de la ley, así, es la del bando de la delincuencia y la injusticia.

Porque, además de todo y a consecuencia del vasto legado de corrupción y oprobios del autoritarismo -el revolucionario liberal y el privatizador neoliberal-, el actual liderazgo presidencial es el más legítimo y popular de todos los tiempos, y no es casual que sus enemigos fundamentales sean personajes como Lorenzo Córdova y la mayoría de los ministros de la Suprema Corte, emanados de las reformas democráticas salinistas y sus derivadas, cuyo entramado institucional por desmontar es uno de los objetivos primarios, y acaso imposibles, de López Obrador, a quien la oligarquía beneficiaria del poder mediático y financiero de la privatización del país acusa, por eso, de autoritario, dictador y militarizador del país.

De modo que ¿quién defiende qué y a quién?

Esa, es la cuestión… 

SM

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