Agustín Labrada
El poeta Waldo Leyva Portal recuerda al joven Francisco López Sacha sobre una mesa, ejecutando (a modo de guitarra eléctrica) una vieja escoba mientras cantaba en inglés una pieza de rock, y bailaba al ritmo de su propia melodía, en un tiempo muy aciago, cuando la música de origen anglosajón estuvo filosamente prohibida en Cuba.
Mucha agua ha corrido bajo los puentes desde esos días en que ambos estudiaban en la Universidad de Oriente, y mucho rock –en un principio contra viento y marea y luego con las libertades tardías ganadas con sangre, sudor y lágrimas– ha oído y bailado Francisco López Sacha antes de escribir su libro Prisionero del rock and roll.
En este volumen, genéricamente híbrido, Sacha funde el ensayo y la crónica (en sus diversas rutas) y se centra en la historia, las características y los personajes del rock hasta lograr una obra perdurable, donde testimonia esa época sediciosa de la cultura universal, desde sus raíces y fusiones hasta su esplendor y su huida hacia otros caminos.
Como lectores asistimos aquí a un conjunto de treinta capítulos, donde se reflexiona y se describe uno de los géneros musicales más impactantes, que revolucionó el quehacer melódico y textual, y también el baile, el pensamiento y la postura de los jóvenes ante sus escenarios y circunstancias, con trasfondos de campos de batalla.
López Sacha recurre a su vocación pedagógica y a su dominio del ensayo para verter erudición y opiniones en torno al rock, a veces de un modo crítico y a veces con un enfoque didáctico, y esto se alía con el aire confesional en primera persona, inherente a la crónica, y el empleo de algunos recursos estilísticos, propios del arte narrativo.
No se trata de un estudio académico, pues la prosa fluye cargada de esas emociones que realzan a la narración testimonial, desde la anécdota, desde el recuerdo y el espíritu, y con ella se abordan las etapas del rock en su periodo de mayor auge como género y también como estandarte de una generación que quiso transmutar su universo.
Igualmente, se valoran en estas páginas, con argumentos sólidos y poco divulgados, aportes de la música cubana al rock desde géneros, en apariencia distantes, como el bolero, el son y el chachachá; y cómo el rock fue satanizado por ciertas autoridades que lo juzgaron como diversionismo ideológico y reprimieron su difusión.
La epopeya y las semillas del rock, y sus principales protagonistas –en el canto, la composición melódica, la escritura de canciones y la ejecución musical– conforman este regreso al pasado, lleno de poesía y nostalgia, y también de saberes musicológicos, que nuestro autor dosifica, con transparencia, para que sean entendidos por sus lectores.
Paisajes, nombres de urbes, ríos, títulos de programas radiofónicos, fragmentos de entrevistas, películas… circundan este tópico, donde se dibujan vínculos abarcados desde un prisma profundo, entre Benny Moré y Elvis Presley, entre John Lennon y Michael Jackson, entre la música gringa y la música cubana, y la raíz de África.
Llama la atención el capítulo dedicado al rock cubano, donde se destacan la originalidad y los aportes de compositores y músicos isleños al género, que no asumen desde prácticas imitativas, sino desde la alianza melódica y la incorporación de instrumentos y sonoridades presentes en Síntesis, Irakere, Van Van, Silvio Rodríguez…
Numerosos son los grupos que se estudian, reseñan y mencionan como Los Beatles, Rolling Stones, Led Zepellin, The Hollies, Who, Pink Floyd, Deep Purple…; o cantantes y músicos como John Lennon, Elton John, Chuck Berry, Erick Clapton, Jimi Hendricks en ciudades de Europa y Estados Unidos, y en el imaginario eterno.
Algunos textos tienen un carácter panorámico, cargados de una impresionante información; en otros, los análisis recaen en canciones específicas, en discos singulares, en modos únicos de cantar, en la filmografía y en la historia del género, en figuras realmente conmovedoras como Billy Preston, John Lennon, Fats Domino o Bob Dylan.
¿En qué entorno Sacha hace sus primeros descubrimientos sobre el rock y se deslumbra? En albergues de estudiantes, en su pueblo natal urdido en la insularidad, en noches de campamento agrícola, en la periferia de la periferia, aún sin conocer entonces a fondo la lengua inglesa, en años en el que rock estuvo proscrito, bajo la oscuridad.
Desde esa oscuridad, emerge Sacha como un melómano a prueba de huracanes y asume emocionado sus dos pasiones: la literatura y el rock, y aunque no se convirtió ni en músico ni en cantante (aunque canta y baila a la menor provocación), sus cuentos, crónicas, ensayos y novelas se entretejen con un ritmo contagiosamente rockero.
El autor recodifica la atmósfera de un tiempo reprimido, rescata desde el futuro o cuenta por segunda vez, transgrediendo la historia oficial, los traumas que arrastra la prohibición artística mediante un relato que no se ajusta a la ficción, con el cual se horada sobre territorios dolorosos, y una fuga casi utópica que se traduce en música.
Esta exploración en el pasado abarca también la tecnología arcaica y así vemos aparecer tocadiscos checos, radios soviéticos, discos de acetato, sonidos mono estéreos… que tan valiosos fueron entonces, así como la información ganada en revistas y libros de contrabando, conferencias soterradas, programas radiofónicos de ultramar…
Hay en este libro un especial énfasis hacia el fenómeno de Los Beatles y sus héroes, sus grandes aportes musicales y su hondo impacto generacional, el poder creativo y la rebeldía que caracterizaron a estos artistas, la evolución estética visible en cada disco, sus anécdotas sublimes y el sello vanguardista con que tatuaron el siglo xx.
Sacha también se detiene en rockeros que no son ingleses ni norteamericanos como Paul Anka de Canadá, Françoise Hardy de Francia, Carlos Santana de México; recrea y analiza la “Invasión británica”; y rememora sin haberlo vivido el “Verano de amor” y la mística –con perfumes, sonidos y colores– que pueblan el ámbito del rock.
En su diálogo con musicólogos y músicos, en su investigación a lo largo de décadas, en su desafío de beberse todo el rock a su alcance y depurar sus aguas más cristalinas, el maestro, a veces a ritmo de beat y en otros párrafos casi en la sinfonía, nos teje y nos devela un viaje mágico y misterioso, que siempre nos deslumbra.
En ese viaje se va revelando aquello que fue y la leyenda de lo que pudo ser, desde mensajes lanzados al mar (oriundos de otras costas) que se leyeron después con otros ojos, como se lee un tesoro escindido de la escena profana, eternizado en su resplandor, invencible ante el paso del tiempo. Se anula la hojarasca, afloran los rubíes.
Una pasión acariciada desde la adolescencia se va erigiendo entre hojas llenas de especulaciones y sabiduría como los performances espontáneos del propio autor, donde lo he visto cantar para públicos invisibles, sobre unos acantilados en Isla Mujeres, en la noche habanera del malecón sin luces o al salir de un McDonald’s en Guadalajara.
Al final de su viaje, así se recuerda Sacha en su adolescencia: “Quería ser un Beatle, no lo niego, o al menos un Rolling Stone. Y no me importaba que Los Beatles ya existieran y se llamaran George, Paul, Ringo, y hubieran compuesto esas canciones que también eran mías, porque yo era un Beatle, un Beatle, y eran ellos y yo.”