
Signos
No hay peor circunstancia que la de un pueblo sin sustancia crítica propia, sin ideas ni ideales de libre concepción, sin más conciencia que la inducida por facciones políticas encontradas, a merced de las disputas por el poder político (donde la confrontación ideológica se ha reducido al mero debate panfletario y descalificador) y donde los triunfalismos pueden radicarse de cualquier lado y sobre controversias tan insostenibles y tan subjetivas como que un proceso electoral ganado con casi un sólo dígito porcentual de sufragios y más de un noventa por ciento de abstencionismo puede celebrarse como un gran éxito atribuible a cualquiera de las partes: se ha probado que México es el país más democrático y su Presidenta la mejor del mundo, en el bando dirigente del Estado, y se ha probado, en el contrario, que los opositores siempre han tenido la razón histórica defendiendo la soberanía judicial de antes y el pueblo se la ha refrendado negándose a votar por una Justicia sectaria que la tiranía en el poder nacional ha querido imponerle para controlar al país de manera represiva y absoluta.
En el discurso del antagonismo visceral todo cabe (y siempre el pueblo decide). Pero el juicio intelectual y el debate ilustrativo de la política perece. Porque no ganó la militancia en el poder ni ganó la opositora ni ganó nadie con la elección judicial. O, bueno, sí: gana el activismo, la querella profesional, la causa de la democracia (o del pueblo como ente abstracto); gana la politiquería y la evidencia de que un pueblo de cuarto año de primaria en el panorama educativo internacional no escala ni en la calidad de su justicia constitucional ni en la de su seguridad ni en la de su economía (más allá de los ingresos del obradorismo del Bienestar, que sostienen, asimismo, los niveles de la popularidad presidencial).
Asumir y pregonar que la limpieza de la corrupción del Poder Judicial y su democratización sólo se reduciría a politizar el proceso de elección de nuevas autoridades y reemplazos en tan vasta estructura republicana mediante el voto popular directo -convencidas las dirigencias dominantes del Estado nacional, con la mayoría de las gubernaturas, Legislaturas, Tribunales locales y Alcaldías bajo el control de su partido y su alianza partidista, de que ese sufragio bastaría para despojar los privilegios de las élites judiciales federales y, al mismo tiempo, tomar de una vez por todas el control del sistema de Justicia porque los electores mayoritarios optarían en las urnas por los candidatos del partido presidencial- ha sido una demostración demoledora de simplismo político y ha evidenciado lo previsible y lo irrevocable.
Primero, ha dejado en claro que el abstencionismo, por ejemplo, no podía sino ser una consecuencia obvia de la ignorancia masiva del electorado popular frente a la complejidad de lo elegible, por más que quisiera elegir lo mismo que los gestores de los programas del Bienestar y lo mismo que Andrés Manuel, su jefe máximo en el retiro y que tanto convocara a ‘su pueblo’, desde la casilla en que él lo hizo, a votar.
Segundo, ha puesto en el aparador que ese abstencionismo sería aprovechado por la propaganda enemiga interpretándolo de dos modos: como una inconformidad social adherida a la protesta opositora contra el propósito oficialista de derribar el único Poder republicano independiente y contrapeso del autoritarismo, y también como una estrategia ideada para que sólo fueran a votar los ‘acarreados’ y los aleccionados, desde los Gobiernos y las dirigencias morenistas en el país, para hacerlo.
Y, tercero, ha provocado poderosas condenas internacionales obvias, en la lógica opositora del gran abstencionismo que favorece la óptica crítica de la desaprobación popular de la reforma judicial y que, por encima de tal desaprobación, el Gobierno mexicano y su partido se imponen, toman el control absoluto del Estado nacional, y desvirtúan la democracia que juraron defender, haciendo de la elección directa de representantes de la Justicia un gran fraude que el pueblo de México, sin embargo, se negó a votar y a suscribir.
Claudia no está perdiendo popularidad pero sí legitimidad. Su causa ganará las posiciones de control del Poder Judicial federal porque los pocos electores, casi todos correligionarios, optarían por las listas de candidaturas del Ejecutivo y el Legislativo federales; los de la oposición se abstendrían, como lo hicieron, y los desconocedores de la situación, la vasta mayoría, más: no tendrían el mínimo interés de optar por algo en las tinieblas. Esa solvencia académica y deductiva de la Presidenta está volando en el remolino de la demagogia y la imposible defensa de la democratización nacional.
La elección judicial está arrojando un saldo peor del que se venía. La criminalidad política gobernante en los Estados está sellando como nunca su avasallamiento sobre los sistemas de Justicia locales (porque también sus listados de candidatos fueron los votados por los tres o cuatro electores llevados a las urnas). Y el discurso presidencialista y las actuaciones de los dos principales dirigentes nacionales de Morena -Andy López Beltrán y Luisa Alcalde- no se advierten más competitivos que los tricolores y panistas, ganadores de combustible con la democratización equívoca de la Justicia. No se les observan atributos, ni programáticos ni organizacionales ni retóricos ni éticos ni deliberativos. ¿Se vio su influencia en los procesos judiciales, o en los políticos simultáneos de Durango y Veracruz? Agregar militancia y adherencias nocivas desde los basureros adversarios sólo seguirá desbarrancando la causa moralizadora del cuatroteísmo y fortaleciendo al crimen organizado.
Y, en fin: sí, había que desmontar la corrupción y los privilegios de todo el sistema de Justicia, en efecto. Se tenía toda la fuerza política y popular para hacerlo. Podía cuidarse bien una elección directa y sólo cupular, primero, y luego promoverse un conocimiento progresivo del electorado acerca de los Poderes judiciales federal y locales a renovar, consolidar las dirigencias judiciales superiores electas y su autonomía, y proseguir, entonces, ya con la participación fundamental de ellas, con la transformación de las estructuras judiciales descendentes, anunciando, al mismo tiempo, reformas alternativas en las Fiscalías, de donde crece la perversión estructural de todo el sistema de Justicia.
Hoy día, tras las elecciones judiciales y sus primeras novedades resultantes, Claudia se enfrasca en una guerra retórica de defensa de su causa y de consignas contra los que deberían de ser sus muy disminuidos voceros políticos enemigos. Y en esa contienda política que debiera ser tan desigual y favorable a quien preside el Estado montada en la causa de la Renovación Nacional, no parece haber diferencias sustantivas.
SM