El Bestiario
Todos los países, salvo Bolivia y Cuba, renovarán o reelegirán presidentes, en un contexto de incertidumbre económica y una pesada herencia social producto de la crisis económica generada por la pandemia. Sin haber superado completamente la primera ola de la pandemia y a la espera de observar la magnitud de la segunda, América Latina comienza la década marcada por la incertidumbre. Incertidumbre política, debido al alto número de elecciones (17 presidenciales) del próximo cuatrienio; y económica, por la necesidad de superar el golpe del Covid-19, que sumió a la región en su peor crisis económica, obligándola a cambiar la matriz productiva. Asimismo, también hay una crisis social que dejará unos 30 millones más de pobres. Los países latinoamericanos inician esta nueva década muy debilitados, tanto en el ámbito político-institucional (Manuel Alcántara habla de “democracias fatigadas”) como en el económico, con una recesión prevista en torno al 8%-9% en 2020. A ello se une el agravamiento de desequilibrios y déficit sociales históricos, que lastran aún más una rápida salida de la crisis y dificultan la estabilidad.
La pandemia ha supuesto un shock económico y sistémico sin precedentes, que también ha acelerado problemas estructurales prexistentes: debilidad institucional, ineficiencia de las administraciones públicas para implementar políticas sectoriales y desarrollar una gestión eficaz, y crisis de representatividad que afecta desde hace tiempo a los partidos políticos. Paralelamente se observa el ascenso de personalismos caudillistas (dos ejemplos significativos son Jair Bolsonaro y Nayib Bukele) y una creciente desafección ciudadana expresada en la oleada de protestas de 2019, reaparecida al final de 2020. Todo ello junto a unas frustradas expectativas de mejora socio-económica e intergeneracional. La economía no crece por encima del 5% desde hace una década y la pobreza y la extrema pobreza se incrementan de forma moderada desde 2018 y de manera abrupta en 2020.
En períodos anteriores, aunque de una manera más aparente que real y con muchas matizaciones, América Latina parecía afectada por fenómenos “comunes” para toda la región o transversales. Así, conocimos el “giro a la izquierda” de la primera década del siglo XXI, el “giro a la derecha” de mediados del decenio anterior e incluso el “voto de castigo a los oficialismos” del último trienio electoral (2017/2019). Pero, en el actual contexto de múltiples crisis, la incertidumbre y la heterogeneidad se erigen como notas dominantes del panorama político-electoral, tanto en el corto (2021) como en el medio (2022-2024). Comienza en 2021 un nuevo ciclo electoral de alcance regional como el de 2017-2019. En estos años habrá 17 elecciones presidenciales. A fines de 2024 se renovarán o reelegirán por sufragio universal directo todos los presidentes, salvo Bolivia, que lo hará en 2025 y Cuba. En 2021 habrá 14 comicios diferentes: cinco generales –presidenciales y legislativas– (en Chile, Nicaragua, Ecuador y Perú puede haber además segunda vuelta). Asimismo, tendrán lugar tres elecciones legislativas, cinco municipales/regionales y una, en Chile, para implementar un profundo cambio institucional.
Santiago J. Santamaría Gurtubay
Las elecciones presidenciales latinoamericanas, 2021-2024, serán en Ecuador, Perú, Chile y Honduras (2021); Costa Rica, Colombia y Brasil (2022); Guatemala, Argentina y Paraguay (2023); y México, El Salvador, Panamá, República Dominicana, Uruguay y Venezuela (2024). Esta suma de elecciones permitirá radiografiar el momento institucional, político y socioeconómico de la región. En medio de una profunda crisis económica y social y con el reto de cambiar el modelo productivo, de desarrollo y energético, el entorno político-electoral está marcado por la polarización y la fragmentación. Un “síndrome de casa dividida” en la que la polarización extrema y la fragmentación se erigen como los principales obstáculos para construir un marco de convivencia basado en amplios consensos. Esto reduce el margen de acción de los nuevos gobiernos para impulsar reformas estructurales y garantizar la estabilidad y la gobernabilidad. La alta polarización lleva a las diferentes fuerzas políticas a defender programas incompatibles, que, de hecho, excluyen al adversario. La polarización será una de las principales características de las elecciones de este año, como ya lo fue en Bolivia o EE UU. Una reflexión de Pierre Rossanvallon sobre EE UU es extrapolable a América Latina, allí donde existe una fractura o “grieta” que divide a la ciudadanía en dos bandos: “La franja del electorado de Donald Trump ya no hace sociedad común con los demás. Y esa ha sido la gran novedad…: descubrir un país dividido en dos bandos irreconciliables mientras la esencia misma de la democracia consiste en pensar que existe una base común que permite hablar de esas diferencias, negociar, acordar”.
Los comicios de Ecuador, cuya campaña electoral arrancó el 31 de diciembre pasado, son un ejemplo de fractura polarizante, también de fragmentación, al igual que en Perú. En Ecuador, el eje divisor es correísmo vs anticorreísmo. El correísmo, como le ocurriera al MAS en Bolivia, no puede presentar a su líder (el exmandatario Rafael Correa) como candidato, ya que, tras huir a Bélgica en 2017, en 2020 fue condenado a ocho años de prisión por cohecho. Su apuesta para recuperar poder e influencia ha variado. En un primer momento intentó repetir la experiencia argentina de 2019 y ser vicepresidente como Cristina Fernández. Pero, tras ser condenado, su ejemplo fue Bolivia. Evo Morales tampoco pudo ser candidato, pero el Movimiento al Socialismo (MAS) apoyó a Luis Arce, ex ministro de Evo y la propuesta del expresidente. Así, reconquistó la hegemonía perdida al canalizar el voto de rechazo al gobierno interino (Jeanine Áñez) y a los candidatos que cuestionaban los logros sociales e identitarios de Morales (2006-2019).
Arauz defiende en Ecuador que “más importante” que el retorno de “la persona” es el retorno de las políticas “del Gobierno de Correa
De forma similar, el correísmo busca encauzar el rechazo a la gestión de Lenín Moreno (2017-2021), que ocupó la presidencia como heredero de Correa y acabó rompiendo con él (“traicionándolo” según los correístas) y desmantelando parte de la obra de su gobierno (2007-2017). La Unión por la Esperanza –correísta– lleva como candidato al ex ministro de Correa, Andrés Arauz, que promete regresar a la bonanza de la década pasada, en lugar de continuar con el ajuste actual. Arauz espera repetir la experiencia boliviana. Defiende que “más importante” que el retorno de “la persona” es el retorno de las políticas “del Gobierno de Correa, su gestión, su obra, las transformaciones en materia de educación, salud e infraestructura. La posibilidad de tener una planificación a futuro y que pueda reflejarse en oportunidades para las familias ecuatorianas”. En esa dinámica polarizante, la contracara del correísmo es el anticorreísmo que encarna Guillermo Lasso, del centroderechista Movimiento Creando Oportunidades (CREO), quien busca acabar con el legado anterior: “Estoy preparando un proyecto de ley… urgente… para contener las piedras angulares del correísmo. Derogaré la ley de comunicación; la ley de educación superior, para devolver la libertad a la universidad; las reformas a la ley de tránsito, para terminar con aquellos artículos persecutorios contra los transportistas. Tenemos que lograr la libertad… [derogando las] leyes persecutorias del correísmo”. Lasso, que ha logrado el respaldo de una fuerza histórica del centro-derecha –el Partido Social Cristiano– que lleva gobernando 18 años Guayaquil, se perfila como el más competitivo frente a Arauz y el único capaz de encauzar el voto anticorreísta. Fue candidato en 2013 y en 2017, cuando acabó derrotado en segunda vuelta, (obtuvo un 28% en la primera), por Moreno, entonces candidato correísta.
A la polarización se une la fragmentación, con 16 candidatos a la presidencia que podrían ser 17 si prosperara la de Álvaro Noboa (derecha), pendiente de la aprobación de su candidatura por el Tribunal Contencioso Electoral. Las encuestas apuntan a una segunda vuelta (como en 2017), ya que nadie obtendría más de un tercio de los votos. Lasso encabeza las encuestas: según CEDATOS estaría algo por encima del 26%, seguido por Andrés Arauz, con el 20%. Tercero sería el representante de Pachakutik (el movimiento indígena), Yaku Pérez, con el 13%.
Si la dicotomía fujimorismo frente a antifujimorismo paralizó Perú desde 2016, ahora se observa una marcada fragmentación
La fragmentación no es privativa de Ecuador. Se da también en Perú, que viene de un quinquenio (2016-2021) convulso: cuatro presidentes (Pedro Pablo Kuczynski, Martín Vizcarra, Manuel Merino y Francisco Sagasti), dos renuncias (Kuczynski en 2018 y Merino en 2020), un referéndum para impulsar una reforma institucional (2018), una disolución anticipada del Congreso (2019) que dio paso a nuevas elecciones legislativas (2020). Como apunta Fernando Tuesta Soldevila, el cuarto intento de vacancia en los últimos tres años que acabó con Vizcarra fue “una demostración de la fragilidad de nuestra institución presidencial, pues si de presunciones de corrupción se tratara, muchos presidentes hubieran sido vacados. Sin ir muy lejos, los de este siglo: Alejandro Toledo, Alan García, Ollanta Humala. No ocurrió, porque simple y llanamente los opositores no tenían los votos”. Perú, que ha vivido desde 2000 en medio de recurrentes crisis políticas, avanza un escalón y se sitúa en una crisis institucional. Pero, en esta oportunidad, no podrá evitar que los problemas políticos afecten su imagen ni a su modelo económico, que ha sido triplemente golpeado: la pandemia (en 2020 el PIB decrecerá un 13%), la corrupción (todos los presidentes desde 2001 están detenidos, investigados o huidos e incluso Alan García se suicidó) y la ineficiencia histórica del Estado. En los meses de mayor virulencia de la pandemia, Perú llegó a tener el mayor índice de mortalidad del mundo.
Si la dicotomía fujimorismo frente a antifujimorismo paralizó al país desde 2016, ahora se observa una marcada fragmentación, presente en 2020 y que continuará en 2021. En octubre se presentaron más de 30 precandidaturas presidenciales para 22 partidos, confirmando la progresiva y cada vez más acelerada tendencia a la fragmentación en un país que posee, junto a Guatemala, un “no sistema de partidos”. Existe una alta volatilidad, como muestra el recurrente nacimiento y desaparición de partidos, con nula continuidad. Finalmente, han sido 22 las candidaturas presidenciales que se han confirmado, de las cuales, hasta el momento, cuatro han sido excluidas. El problema ha aumentado desde que el APRA (que ganó en 1985 y 2006) entró en decadencia (2011) y perdió a su líder (Alan García). En las legislativas de 2020 los dos partidos más votados, Acción Popular (AP) y Frente Popular Agrícola del Perú (FREPAP) reunieron menos del 20% de los escaños. Mientras en 2006 siete fuerzas se repartieron los escaños y entre 2011 y 2016 fueron seis, en 2020 hubo 10 agrupaciones con diputados. La crisis institucional de noviembre (tres presidentes en una semana) puede tener consecuencias electorales en abril. Ha llevado a la presidencia a Francisco Sagasti, del Partido Morado –centro–, organización que presenta a su líder, Julio Guzmán, como presidenciable. Sin embargo, la gestión de Sagasti supone un arma de doble filo para los morados. Su papel como elemento democratizador y de defensa de los intereses colectivos frente a la primacía de los intereses particulares del Congreso puede rendir frutos y situar a Guzmán con una cierta ventaja. Sagasti, como Valentín Paniagua en 2000-2001, otro presidente interino muy valorado, reúne unas características (intelectual, íntegro, antepone el interés nacional al propio y capaz de actos de humildad, como pedir perdón por la represión) que podrían reforzar las opciones del Partido Morado. Sin embargo, los problemas que afronta Sagasti en la gestión contra la pandemia y la compra de vacunas, así como por la oleada de protestas contra la ley agraria que se han saldado con cuatro muertos y decenas de heridos ha llevado a los morados a distanciarse del gobierno para no ver mermadas sus opciones electorales ante su desgaste.
No se puede descartar que la desafección con una desgastada clase política, acosada por la corrupción, facilite la emergencia de fuerzas populistas, como la ultranacionalista Unión por el Perú de Antauro Humala, o de movimientos que defienden la “mano dura” (Daniel Urresti) o “teóricos outsiders” como el exfutbolista George Forsyth. La última encuesta sitúa a Guzmán como uno de los favoritos para pasar a la segunda vuelta frente a quien encabeza los sondeos desde hace meses, el ex alcalde de La Victoria, Forsyth. Según Ipsos Perú, los mejor posicionados son Forsyth, con un 18% (siete puntos menos que en agosto), y Guzmán, 8%, seguidos por la izquierdista Verónika Mendoza y Keiko Fujimori, ambas con 7%, y Daniel Urresti, 6%. Cualquiera sea el futuro presidente carecerá de margen de acción, sin mayoría en el Parlamento, y deberá lidiar con un Congreso muy fraccionado y una población movilizada y empoderada tras ver como la presión de la calle acabó con un presidente (Merino).
Chile cambiará su modelo institucional poniendo fin a la constitución de 1980, aprobada durante la dictadura de Pinochet
Durante el bienio 2021-2022 Chile acudirá a las urnas en múltiples ocasiones: primera y, seguramente, segunda vuelta de las presidenciales, comicios locales, elección para la Convención Constituyente y plebiscito para aprobar la nueva Constitución. Todo dentro del proceso de reforma constitucional iniciado por un gobierno que desde 2019 ha ido perdiendo margen de maniobra. El presidente Piñera tendrá, debido al calendario electoral, menos herramientas frente al Congreso que, a diferencia que el Ejecutivo, ha cobrado mayor protagonismo. Se decía, y hoy más, que Chile es, de facto, una república parlamentaria más que presidencialista. Habrá que ver qué pasa con la nueva Constitución. Chile afronta un fin de época tanto electoral como institucional. Electoralmente, porque si en 2010 terminó la época de la Concertación (1990-2010), en 2022 finalizará el período de gobiernos alternos Bachelet-Piñera, prolongada desde 2006. El centro-derecha tradicional afronta dos retos. El primero, la emergencia a su derecha del Partido Republicano de José Antonio Kast, que en 2017 sumó el 20%. El segundo, la falta de cohesión dentro de la coalición Chile Vamos. En la Unión Demócrata Independiente (UDI) despuntan como presidenciables Joaquín Lavín, alcalde de Las Condes, y Evelyn Matthei. Lavín encarna un discurso pragmático y heterodoxo frente al mensaje más tradicional de Matthei. Pese a su adscripción partidaria, Lavín se ha proclamado “socialdemócrata” y ha respaldado el “Apruebo” en el plebiscito para cambiar la constitución. Ambos tendrán el hándicap de ser herederos del desgastado gobierno Piñera (cuya aprobación ronda el 13%) y no representar ningún tipo de renovación (Lavín fue candidato presidencial en 1999 y Matthei en 2013).
A la histórica rivalidad entre Renovación Nacional (RN) y la UDI, se une una convivencia más compleja con nuevos socios, de aspiraciones renovadoras, como Evolución Política (Evópoli) y el Partido Regionalista Independiente (PRI), y la emergencia de otros potenciales candidatos, sobre todo en el entorno de RN, como el independiente Sebastián Sichel (expresidente del BancoEstado) y Mario Desbordes (ex ministro de Defensa con Piñera). En las izquierdas también hay una amplia dispersión. La antigua Concertación (ahora Unidad Constituyente) carece de fuertes liderazgos. En 2013 debió apelar a Bachelet para recuperar el gobierno. En esta ocasión, todo indica que contará con ex ministros de la coalición, como Heraldo Muñoz y Francisco Vidal, Álvaro Elizalde o José Miguel Insulza, entre otros que apenas despegan en las encuestas. El bacheletismo –y la propia expresidenta– impulsan a la socialista Paula Narváez, ministra de la Secretaría de Gobierno y jefa de Gabinete de Bachelet (2014-2018). La vieja familia concertacionista ha visto surgir otras alternativas más a su izquierda. Ahí destaca el alcalde de Recoleta, Daniel Jadue, del Partido Comunista, que posee la mayor intención de voto. Jadue atrae a una parte considerable de la nueva izquierda, el Frente Amplio (FA), más inclinado a ir coaligado con los comunistas que a presentarse de forma independiente. Esto ha provocado fuertes tensiones internas.
Tanto Jadue como otro referente del FA, Beatriz Sánchez (candidata presidencial en 2017), afrontan la aparición de nuevos liderazgos en un bloque lastrado por fracturas internas. El FA ha visto como varias fuerzas se desprendían del tronco común, como el Partido Humanista con Patricia Jiles. La diputada lleva meses marcado la agenda del gobierno y, sobre todo, del Congreso, con su campaña para realizar un segundo retiro de un 10% de los fondos de pensiones y atender la emergencia económica de la pandemia. Chile cambiará su modelo institucional eligiendo en abril una Convención Constituyente y poniendo fin a la constitución de 1980, aprobada durante la dictadura de Pinochet. La labor constituyente será larga –hasta 2022– y, de momento, sin grandes consensos entre las fuerzas políticas. En el Chile de las tres erres, “resistencia, refundación y reforma”, hay tres grandes tendencias: (1) la que se resiste al cambio (el 22% votó “No Apruebo” en el plebiscito); (2) la que apuesta por la refundación total del modelo (la nueva –FA– y la vieja izquierda –Partido Comunista–); y (3) la del grupo mayoritario (los reformistas), presentes en todo el espectro político, de derecha a izquierda, que también votó “Apruebo”.
Hay dos posibles escenarios. Por un lado, ya que en el heterogéneo grupo reformista tampoco existe consenso (hay muchos “apruebo” dentro del “apruebo”), los sectores reformistas de izquierda podrían buscar apoyos entre los grupos más refundacionales, mientras los reformistas de derecha tenderían a acercarse a los resistentes. Por el otro, si bien existe el riesgo de que nazca una constitución escorada a uno u otro lado, la necesidad de dos tercios para aprobar el nuevo texto lleva a pensar que la histórica tradición pactista chilena tenga más opciones de triunfo que la tendencia reciente hacia la polarización. Sin embargo, hasta que el voto popular no defina la composición de la Convención, nos seguiremos moviendo en el plano de las especulaciones, especialmente en lo referente a la conformación de alianzas. La Convención tiene nueve meses, prorrogables una sola vez otros tres, para redactar la Constitución, cuyo contenido final requerirá una mayoría de dos tercios. Como señala Paulina Astroza, es “una cantidad que algunos consideran demasiado alta, al otorgar a un tercio de los constituyentes el poder de veto. Para otros, esta mayoría presionará por acuerdos entre las fuerzas políticas para no dejar estos temas fuera de la Constitución. Esta exigencia hace pensar que el texto acordado responderá a un consenso alejado de los extremos políticos. Probablemente mantendrá un sistema de libre mercado, complementado con mayor protección social y un modelo más redistributivo (para luchar contra la desigualdad en todas sus dimensiones) que respete la propiedad e iniciativa privadas”. Por ahora todo indica que el bloque de la derecha concurrirá unido a las constituyentes, mientras la izquierda no parece capaz de presentar una lista única pese a las intensas negociaciones de las últimas semanas. El cambio institucional tendrá lugar en plena crisis de gobernabilidad, como evidenciaron las protestas de octubre de 2019, y de liderazgo, como muestra el gobierno de Piñera en su último período (2019-2020). El Ejecutivo no sólo ha visto como se hundía su agenda de reformas, con la que llegó en 2018 al gobierno, sino que también ha comprobado que el Congreso asumía las reformas y marcaba la agenda (por ejemplo, aprobando la retirada del 10% de los fondos de pensiones).
Las elecciones de 2017 y los problemas del recuento de votos desencadenaron una crisis institucional en Honduras aún no superada
En Honduras también habrá unos comicios de fin de época. Se abre un nuevo tiempo, ya que Juan Orlando Hernández (2013-2021), que en 2017 forzó la Constitución para conseguir que las autoridades judiciales y electorales permitieran su reelección, no repetirá en el cargo. Las elecciones de 2017 y los problemas del recuento de votos desencadenaron una crisis institucional aún no superada: la elite política no pudo introducir cambios modernizadores y democratizantes, al frustrarse la reforma de la ley electoral. El país, polarizado desde la caída de Manuel Zelaya en 2009, se fracturó aún más. Pero, antes de las elecciones habrá un proceso de internas, el 14 de marzo, en el que las tres principales fuerzas (el oficialista Partido Nacional, el Liberal y Libertad y Refundación –Libre–) deben escoger sus candidatos. En los liberales destaca la figura del excandidato Luis Zelaya Medrano, en el oficialismo sobresalen el presidente del Congreso, Mauricio Oliva Herrera, y el alcalde capitalino Nasry “Tito” Asfura. En Libre, la ex primera dama Xiomara Castro de Zelaya se perfila como favorita. En el resultado final influirá el fracaso del gobierno en su combate contra la pandemia (con más de 123,000 casos y 3,000 muertos) y en reducir los daños materiales y humanos tras el paso catastrófico de los huracanes Eta e Iota (más de 100 muertos, 3,400,000 millones de afectados y 242 carreteras destruidas en 16 de los 19 departamentos).
En Nicaragua la duda es si Daniel Ortega concurrirá a la reelección, dado su, al parecer, delicado estado de salud
Las elecciones de 2021 serán una prueba de fuego para uno de los mayores regímenes autoritarios de la región, aunque hay una gran incertidumbre tanto en el oficialismo como en la oposición. En el orteguismo, tras superar la oleada de protestas político-sociales de 2018, la duda es si Daniel Ortega concurrirá a la reelección, dado su, al parecer, delicado estado de salud. En la heterogénea oposición, la incógnita es si participará en los comicios y, si lo hace, unida o no en un solo frente. Pese a sus achaques y contadas salidas, probablemente Ortega repetirá como candidato, en un contexto en el que su entorno familiar (Rosario Murillo, su esposa y vicepresidenta) y político (los grupos orteguistas que controlan el sandinismo) van teniendo un papel más relevante. El dominio del aparato estatal y del entramado legal arroja serias dudas sobre la transparencia de un proceso que no destaca por su equidad. La Coalición Nacional, que aglutina a los principales movimientos civiles y partidos opositores, sostiene que no hay condiciones para celebrar elecciones “libres, justas, transparentes y observadas”. Acusa al régimen de utilizar la fuerza policial para impedir la organización de la oposición, que ha propuesto, como requisito básico para disputar las elecciones, la liberación de todos los presos políticos (el régimen excarceló a más de 1,000 antes de Navidad), el retorno de los “100,000 exiliados” y el respeto de los derechos humanos y las libertades.
Aunque Ortega se comprometió a impulsar reformas liberalizadoras y democratizadoras en 2018, 2019 y 2020, la Asamblea Nacional, de mayoría sandinista, no sólo no las ha acometido, sino que ha aprobado varias leyes que el Centro Nicaragüense de Derechos Humanos (Cenidh) ha calificado de “represivas”. Una da potestad al gobierno a arrestar a cualquier ciudadano cuyos actos u opiniones se consideren una amenaza. Otra introduce la cadena perpetua para “crímenes de odio”. A estas reformas se suma a la Ley de Regulación de los Agentes Extranjeros, conocida como “Ley Putin”, que, para la oposición, criminaliza la financiación recibida por asociaciones, empresas o gobiernos extranjeros. La oposición sufre esta espiral autoritaria junto con problemas internos que obstaculizan su unidad de cara a los comicios. La Alianza Cívica por la Justicia y la Democracia, liderada por el sector empresarial, se separó en octubre de la Coalición Nacional.
Elecciones no presidenciales claves en México, Argentina y El Salvador; López Obrador quiere impulsar cambios políticos e institucionales
En 2021 habrá diversas elecciones legislativas y locales de peso, que pueden condicionar el accionar de algunos ejecutivos. En Argentina, El Salvador y México los comicios legislativos son vistos por los oficialismos como una herramienta para reforzar y relegitimar a unos gobiernos con serias dificultades, como el de Alberto Fernández. El gobierno kirchnerista legisla con la intención de mantener el apoyo de sus bases con iniciativas de corte progresista, de manera de contrarrestar las malas noticias económicas (inflación y abrupta caída del PIB, del -11.5%) y de lucha contra la pandemia (Argentina acumula más de siete meses de medidas de confinamiento sin lograr bajar el número de contagiados). Entre las medidas que intentan reconciliar al kirchnerismo con su base electoral destaca la aprobación por la Cámara de Diputados de un impuesto a las grandes fortunas, impulsado por Máximo Kirchner, hijo de la vicepresidenta y potencial candidato presidencial en 2023, y de una ley del fuego para proteger el ecosistema. En diciembre se aprobó la ley para despenalizar el aborto, pese a la oposición del papa Bergoglio. Estas leyes son una forma de unificar a la familia kirchnerista (la tensiones entre el presidente y su vicepresidenta son constantes y condicionan la agenda gubernamental). Buscan minimizar el repunte de la inflación, el ajuste y la eliminación de los gastos asociados a la lucha contra el Covid-19, que ya han afectado a las pensiones y al apoyo a los sectores más vulnerables.
En México y El Salvador, la victoria en las legislativas supondría para López Obrador y Bukele legitimidad para impulsar cambios políticos e institucionales. López Obrador quiere profundizar la IV Transformación, de la que hasta ahora sólo se han visto esbozos. Prueba de lo mucho que hay en juego es que dos rivales históricos como el PRI y el PAN, que desde 1939 han encarnado maneras divergentes de entender México, han decidido concurrir unidos para evitar la victoria y la consolidación de la hegemonía de López Obrador y su partido Morena. Bukele aspira a conseguir en las legislativas de febrero que su partido Nuevas Ideas, presidido por su primo, obtenga la mayoría parlamentaria, desplazando así a las históricas fuerzas hegemónicas: el derechista Arena y el izquierdista FMLN. Con esa nueva mayoría (hoy lo apoyan sólo 10 diputados, que ni siquiera son de su partido) podría cambiar la estructura constitucional del país.
Algunos comicios locales tienen una gran importancia, como en Bolivia. El MAS tratará de ratificar su victoria de las presidenciales (donde ganó con el 55% de los votos y por más de 25 puntos respecto al segundo), reforzando su poder local, especialmente en las grandes ciudades (las urbes medias y zonas rurales son mayoritariamente masistas), demostrando su capacidad de incrementar su presencia en los tradicionales bastiones opositores, como el departamento de Santa Cruz. Evo Morales aspira a ganar en al menos siete de los nueve departamentos y en 300 de los 339 municipios de Bolivia para “blindar” el gobierno de Luis Arce. Sobre todo, buscará el triunfo en La Paz y en El Alto, su enorme “ciudad satélite”. Además, la elección de candidatos para estos comicios ha mostrado los nuevos límites a los que se enfrenta el liderazgo del expresidente quien ha visto como en algunas localidades las bases de su partido se resistían a ratificar a sus candidatos e incluso conseguían que prosperasen otras figuras ajenas a los designios del anterior mandatario.
Las diferentes elecciones de 2021, y las que se sucedan entre 2022 y 2024, estarán condicionadas por la coyuntura económica y social
“América Latina entra en la tercera década del siglo XXI bajo el signo de la incertidumbre política y económica y teniendo que lidiar con una compleja situación social y sanitaria producto de la pandemia. Las diferentes elecciones de 2021, y las que se sucedan entre 2022 y 2024, estarán condicionadas por la coyuntura económica y social. La región dejó 2020 con la mayor caída del PIB de su historia (entre el -8% y el -9%) y aunque 2021 se presenta más halagüeño (incremento del 4%) esa subida apenas compensará tamaña retracción, con una caída muy heterogénea, más pronunciada en algunos países, como Perú (-13%), y más moderada en otros, como Uruguay (-3,5%). Esta situación aumentará la polarización y la fragmentación políticas, alimentada por el malestar ciudadano (desafección con la democracia y desconfianza). La CEPAL calcula que unos 20.8 millones de personas de los estratos bajos no pobres caerían en la pobreza no extrema y 2.5 millones de personas de los estratos medios-bajos quedarían en situación de pobreza. El golpe que recibirá la clase media (la vulnerable cayendo de nuevo en la pobreza y el resto entrando en un período de incertidumbre y pérdida de calidad de vida y expectativas) tendrá consecuencias políticas directas. Por ejemplo, propiciando el regreso de las protestas (adormecidas durante el confinamiento), como en Chile y, sobre todo, en Perú y Guatemala. Contribuirá, igualmente, a incrementar la polarización (kirchnerismo frente a antikirchnerismo y correísmo frente a anticorreísmo) y la fragmentación políticas…”, auguran los investigadores del Real Instituto Elcano de Madrid, España, Carlos Malamud y Rogelio Nuñez.
La mayoría de los países latinoamericanos vive bajo el síndrome de la “casa dividida”. En cada elección se ponen en juego programas (y en Bolivia, cosmovisiones) distintos e, incluso, incompatibles. Este escenario es un caldo de cultivo que incentiva a ciertos movimientos y partidos a la utilización de mensajes populistas, cargados de demagogia, dirigidos a captar los instintos más primarios de una población –en especial la clase media– con expectativas frustradas y un progresivo malestar. Este fenómeno se agrava por la inexistencia de fuertes contrapesos institucionales, Estados débiles y sistemas de partidos desestructurados, sin credibilidad y baja legitimidad que abren paso a outsiders y líderes autoritarios que proponen utopías regresivas o exaltan un sentimiento ultranacionalista basado en la identidad. Los recientes sucesos en Perú y Guatemala son un aviso para navegantes. El fracaso del Estado a la hora de proteger a su población ante la pandemia y sus consecuencias socioeconómicas, asociado a una clase política que actúa de espaldas a los intereses ciudadanos (mirando más por sus privilegios que por el interés general), incentivan las protestas masivas que pueden terminar en estallidos sociales incontrolados y crisis de gobernabilidad.
“Los mexicanos más jóvenes no sabemos lo que es vivir fuera de una crisis, y la oposición parece no entenderlo”, según The New York Times
‘Las lecciones del México de 2020 para 2021’ es el título de una interesante columna periodística de Viri Ríos, analista política mexicana y doctora por la Universidad de Harvard, en The New York Times, hace unos días atrás. “La generación de nuestros padres cree que antes de 2020 los mexicanos más jóvenes no habíamos experimentado una crisis devastadora. Más bien, no hemos vivido sin ella. Reconocerlo debe guiar el voto en 2021. Muchos de los mexicanos que nacieron entre los años sesenta y setenta observan la crisis económica actual y piensan que, hasta ahora, los más jóvenes no sabíamos lo que era vivir una crisis. No es así. Más bien, los mexicanos más jóvenes no sabemos lo que es vivir fuera de una crisis. Y la oposición política actual parece no entenderlo…”. Para las elecciones intermedias que México tendrá en 2021, el plan de los dos principales partidos opositores —el PRI y el PAN, partidos que se han alternado el poder por casi un siglo— es unirse en una gran coalición contra Morena, el movimiento fundado por Andrés Manuel López Obrador que ahora tiene la mayoría en ambas cámaras y controla el Ejecutivo. La oposición estima que no necesita proponer más ideas que sacar a Morena del poder porque México había avanzado mucho económicamente en las últimas décadas y todo se echó a perder cuando Morena tomó control. Así, la plataforma de la oposición es una especie de consenso fantasioso que ofrece regresar al México de 2018. Una promesa insuficiente porque la idea de que antes de Morena todo iba más o menos bien es equivocada.
“La crisis ha marcado la vida completa de mi generación con o sin el partido de López Obrador. Crecimos con la crisis de 1994 y sus repercusiones, y vimos nuestras primeras expectativas laborales colapsar con la de 2008 y 2009. Observamos al peso perder el 11 por ciento de su poder de compra internacional de 2016 a 2019, sin que al evento siquiera se le llamara crisis, y hoy tenemos una crisis fomentada en buena medida por la pandemia global (que hasta el momento se estima que al menos 190,000 pequeñas empresas han cerrado solo en Ciudad de México). El mito de que México ha avanzado de manera continua en el camino de la prosperidad en las últimas décadas se fundamenta en lo que llamo ‘la vara ultrabaja’. Esa vara ultrabaja es la carta de la oposición de cara a 2021. Su postura consiste en comparar a México consigo mismo hace cincuenta años y no con lo que pudo haber sido, lo que lograron otros países, o las fortunas que unos pocos mexicanos hicieron a costa de resto del país. Los países de un nivel similar de ingreso que México, por ejemplo, crecieron en promedio aproximadamente el doble que México en la última década”.
“Lamentablemente, la vara ultrabaja con la que se ha manejado la política mexicana es profundamente deficiente. Y ha hecho de la mentira una forma de vida. Una que se ha mantenido hasta ahora. Nuestro país ha sido un paraíso de unos pocos y, aunque ha habido progresos generalizados, no ha sido suficiente. Es hora de subir las expectativas. Mientras crecíamos, se nos dijo que logramos ir a la universidad más que nuestros padres, pero se omitió decir que esa educación vale cada vez menos. El salario promedio por hora de los trabajadores con educación universitaria disminuyó cada año de 2006 a 2018. Nos contaron que era un éxito que los trabajadores más jóvenes habían aumentado sus sueldos, pero no nos dijeron que sucede en mucho menor medida de lo que lo solían aumentar los sueldos en generaciones anteriores. Nos dijeron que con la reforma de pensiones aprobada en 1997 más personas tendrían acceso a una pensión. No se nos dijo, sin embargo, que las pensiones no alcanzarían a cubrir ni una tercera parte del sueldo del trabajador. Mi generación no sabe lo que es una pensión, ya ni soñamos con ella. Actualmente, el gobierno federal nos está ofreciendo una pensión nueva que, según esto, será un gran avance porque reduce las semanas de cotización de los trabajadores formales. Pero, otra vez, no nos aclaran que la pensión crea incentivos a deprimir los salarios porque los empresarios son subsidiados solo cuando pagan poco, y no cuando pagan bien”.
“Las mentiras de la no-crisis están por todos lados. Incluso en el combate a la pobreza. Se ha repetido que hay menos pobres que en 1950 pero se obvia dice que en 2018 se registraron más que en 2008. No se advierte tampoco que el gobierno ha puesto métricas de ingreso tan bajas para dejar de ser pobre que al día de hoy, el 12 por ciento de las personas que no son pobres, no pueden alimentarse. Quizá lo más grave es que se nos acostumbró a llamar capitalismo a un capitalismo sin capitalistas, a un modelo donde la llamada liberalización económica desmembró un monopolio de Estado para convertirlo en un oligopolio privado de unos cuantos. Hace un mes terminó 2020 y deberíamos sostener una discusión profunda, y quizás incómoda, sobre el futuro que queremos. La oposición debe estar atenta a esa discusión para no reproducir fantasías. No queremos lo que vimos en 2020 pero tampoco una plataforma que sustente falsamente que la crisis actual es producto exclusivo del gobierno de AMLO. Debemos subir las expectativas de la economía y del país que queremos más allá de lo que hemos tenido por generaciones. Las nuevas generaciones tenemos el deber de derribar los mitos para ver nuestros fracasos. México debe aprender a crecer para todos, no solo para unos cuantos. Para lograrlo las metas deben cambiar. No basta con liberalizar la economía, hay que arrebatarla de la mano de los pocos que la han monopolizado en detrimentos de los consumidores. No basta con aumentar el gasto público si este no logra reducir la pobreza. El gasto debe aumentar y mejorar su calidad si queremos tener resultados. Finalmente, no basta con que ganemos un poco más si aún ganamos tan poco”.
“Si algo nos ha enseñado 2020 es que no importa qué partido esté en el poder, el cambio más importante que México necesita es esencialmente estructural y no solo regresar el tiempo dos años atrás. De cara a las elecciones intermedias de 2021, debemos estar muy atentos a esto, usar el voto a nuestro favor y reconocer, aunque sea doloroso, que la economía mexicana no ha sido una historia de éxito desbordado que nos contaron. Admitirlo permitirá exigir cambios concretos que nos beneficien. Y nos permitirá votar mejor. En 2021 votaré por la plataforma que me ofrezca esto”, recalca al final de su columna Viri Ríos.
Muchos mexicanos creen ser de clase media, la mayoría se equivoca, el malentendido perpetúa políticas que solo benefician a las élites
En México muchos creen ser clase media pero no es así. El 61 por ciento de la población se identifica como tal pero solo el 12 por ciento lo es. La mitad del país vive con un serio malentendido sobre su nivel de ingreso, confusión que comparten ricos y pobres por igual. Es imperativo que el mexicano promedio deje de engañarse a sí mismo sobre su nivel de vida. La realidad es que el 84 por ciento de la población no tiene seguridad laboral o un sueldo que les permita satisfacer las necesidades de su familia, pero lo niega. Negar la realidad impide tener demandas políticas concretas y claras. Como un doctor que debe evaluar primero qué enfermedad tiene su paciente, el mexicano promedio debe poder diagnosticar con veracidad sus carencias o privilegios a fin de saber qué se debe pedir a las autoridades. Es momento de empezar a hacerlo para fortalecer la clase media y reclamar las políticas necesarias para ampliarla.Sin embargo, en México nadie parece ser muy honesto con su propio diagnóstico. Los ricos piensan que son clase media. Aún entre el 1 por ciento más rico del país, dos terceras partes creen ser clase media. El mito de todos-somos-clase-media se repite en todo nivel de ingreso: mexicanos que ganan 120,000 pesos mensuales, por ejemplo, creen que tienen un sueldo “promedio” cuando en realidad ganan más que el 90 por ciento del país.
Lo mismo sucede entre los más pobres. Considerando que el 61 por ciento de los mexicanos cree ser clase media, incluyendo dos terceras partes de los más ricos, existen al menos 43 millones de mexicanos que viven en condición de pobreza moderada pero que creen que son clase media. No lo son, porque para ser clase media necesitarían ganar 64,000 pesos mensuales para una familia de cuatro integrantes, un nivel salarial que solo gana el 10 por ciento más rico de México. No basta dejar de ser pobre para ser clasemediero. De hecho, hay casi 37 millones de personas que técnicamente no son pobres pero tienen carencias básicas como acceso a la salud, seguridad social o educación. Esto se debe a que la línea de pobreza del gobierno mexicano es demasiado baja. El Coneval (Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social) calcula que con 3.200 pesos mensuales una persona puede satisfacer todas sus necesidades, algo lejano de la realidad en muchas zonas del país. Para ser clase media, de acuerdo con el Índice de Desarrollo Social de Evalúa de Ciudad de México, se necesita tener ingresos suficientes para satisfacer necesidades de educación, salud, servicios sanitarios, drenaje, teléfono, seguridad social, electricidad, combustible, bienes durables básicos y no trabajar más de 48 horas a la semana. En promedio, la clase media en México logra esto ganando en promedio 16,000 pesos por persona.
El gobierno federal no debe enfocarse exclusivamente en eliminar la pobreza sino que debe convertirse en un mediador de una profunda y urgente extensión de la clase media. Es acertado que la agenda de López Obrador sea atemperar la pobreza, pero este es solo el primer paso. La creación de una clase media sólida y amplia debe ser la última meta de su gobierno. Entre los 15 millones de mexicanos que sí son clase media recae una responsabilidad aún más importante: entender que están en peligro de extinción y que seguirán así mientras continúen pensando que deben compartir su agenda política con los más ricos. Los ricos no representan a la clase media. El modelo económico actual no promueve la movilidad social sino el estancamiento. En este momento, los integrantes de la clase media tienen mayor probabilidad de volverse pobres que de ser ricos. Por eso la clase media debe despertar y atinar a crear una agenda económica específica. Y para ello los mexicanos deben enfrentar sus ideas preconcebidas con datos e información. Un mito importante a derrocar es la idea, ampliamente extendida, de que en México los ingresos no suben por falta de educación. En realidad, como ha demostrado el estudio de Nora Lustig, Gerardo Esquivel y Raymundo Campos, que analiza datos de 1989 a 2010, los mexicanos han incrementado de manera significativa su nivel educativo sin que ello aumente sus ingresos. La productividad también ha aumentado. Los salarios no.
De hecho, en México educarse cada vez paga menos y esto es especialmente cierto entre los mexicanos con educación media superior. Parte de la razón por la que la desigualdad disminuyó, en promedio, a principios de este siglo, no fue porque haya aumentado el ingreso de los más educados, sino porque gente con educación que antes encontraba buenos empleos, ahora ya no los tiene. En parte esto se debe a que los accionistas y tenedores de bonos mexicanos se han acostumbrado a quedarse con todo el pastel. Mientras que en Estados Unidos solo se quedan con el 21 por ciento del valor agregado creado por la empresa, en México se quedan con el 71 por ciento. Es momento de eliminar el mito de que el país tiene una extensa y ancha clase media. Eso impide crear una coalición política que cambie una forma de hacer negocios que ha causado que la clase media no crezca. Y que ha concentrado el poder adquisitivo en un puñado de familias. La agenda de esa nueva coalición política de clase media deberá entender, entre otras cosas, que aumentar educación no es suficiente para crear desarrollo. Y que crear empleos formales tampoco. Se debe hablar de promover la recuperación salarial y empujar la reforma del código fiscal para que el 10 por ciento más rico no tenga la misma carga fiscal que los ultraricos. El Estado debe crecer para invertir en servicios públicos de calidad y evitar que la clase media tenga que recurrir al pago de servicios privados, a pesar de pagar impuestos para tener acceso a servicios públicos.
Entre las agendas más críticas debe estar la eliminación de monopolios que ha enriquecido a unos pocos a costa de debilitar al empresario chico y de cobrar precios altos en los productos que ofrecen. Las fortunas hechas al amparo del poder son especialmente tóxicas para la clase media. El Estado debe convertirse en una palanca de desarrollo que apuntale industrias productivas que generen buenos empleos y compitan a través de innovación y calidad. Debe siempre ser claro que generar riqueza para todos es más fácil que generar riqueza para unos cuantos, y posteriormente tener que luchar políticamente para redistribuirla.
Recuerdo un cuento que contaron en una tertulia periodística en Cancún… Un empresario recibe una mañana la noticia de que su hijo no quiere seguir en la Universidad y quiere integrarse al mundo laboral. El joven no quería trabajar en la empresa familiar. Acepta, no obstante, las recomendaciones y gestiones de su padre para encontrar un puesto de trabajo. El empresario enseguida recibe varias ofertas de amigos: hay un puesto en Chetumal de 80,000 pesos mensuales; en Playa del Carmen había otro de más de 100,000; en Isla Mujeres había otro de 40,000…El industrial rechazó todas esas ofertas pues él quería un puesto de trabajo para su hijo de unos 8,000 pesos mensuales para que se acostumbrar a vivir con una cantidad como la que perciben miles de jóvenes, incluso con más preparación académica… Varios de los amigos del padre le tildaron de loco. “Lo que tú pretendes es una locura. Un puesto de trabajo de 8,000 pesos es una misión imposible. Le van a tu hijo el expediente académico, antecedentes penales, chequeo médico, test psicotécnico, mil y una entrevistas previas, referencias de trabajo aunque nunca haya laborado… Los puestos de 40,000 pesos, los de más de 100,000 y los de 80,000 son de designación ‘rápido y furioso’, sin más. México, el trabajo en tiempos de la pandemia y de la IV Transformación.
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