En la última década del siglo pasado, inició un periodo en el que las empresas mexicanas fueron cediendo no sólo sus recursos sino también su importancia a diversas compañías particulares, la mayoría extranjeras, que aprovecharon las ventajas que el Tratado de Libre de Comercio (TLC) les había otorgado. Así, los Gobiernos federales terminaron pagando -y endeudándose- por los servicios que empresas como la Comisión Federal de Electricidad habían proveído décadas antes. El Estado mexicano fue perdiendo poco a poco el control de sus recursos naturales gracias a las facilidades que las subsecuentes administraciones panistas y priistas habían dado a cambio de los correspondientes sobornos. Para detener esta situación, Andrés Manuel presentó una iniciativa de reforma eléctrica que de inmediato encendió los focos rojos de sus adversarios, quienes lo acusaron de reforzar la monopolización estatal del sector, lo que provocaría el aumento de los precios y el retiro de millonarias inversiones. La reforma finalmente fue aprobada, pero los detractores amagan con ir ante la Suprema Corte de Justicia para denunciar “violaciones flagrantes a la Constitución”, así como a todas las instancias posibles de litigio nacionales e internacionales. La reforma eléctrica es una de las iniciativas de mayor significación del presidente, y en ella han encontrado un punto cardinal de convergencia algunos de los intereses nacionales y globales enemigos del actual mandato federal más poderosos, y van a usar los múltiples mecanismos políticos, financieros y jurídicos para destruirla en definitiva o boicotearla el mayor tiempo posible. La Casa Blanca demócrata está, en ese punto, en plan de guerra intervencionista -en términos diplomáticos-, quiere cobrar cuentas pendientes, tiene la prioridad de recuperar el programa medioambiental de Obama y la agenda de París contra el cambio climático, y hará un frente con Canadá para salvar los intereses corporativos mutuos -a través del T-MEC y otras formas de presión- que son muy grandes y que serían dinamizados por el fortalecimiento estatista de la CFE. Desde los tiempos de la nacionalización de la industria petrolera no se advertía tanta beligerancia –aunque ahora los protocolos de la diplomacia la hagan aparecer mucho más atenuada que en los treinta-, y desde entonces no era tan necesaria una iniciativa de defensa de la rectoría del Estado sobre el patrimonio energético nacional, entre otras cosas porque las intenciones de desmantelamiento privatizador de dicho sector prioritario del país -promovidas sobre la propaganda demagoga de la sustentabilidad y la diversificación inversora, antimonopólica y antipopulista-, además de favorecer a los intereses salinistas y empresariales más nocivos y turbios de México, afectan el abasto energético popular y a todo el consumo básico dependiente de su mercado. Andrés Manuel ha enfatizado, desde el inicio de su gestión, que en materia energética el Estado no puede ceder la rectoría y el control de sus industrias, y que la participación privada en ellas no debe ir más allá de la tercera parte del espectro disponible. Porque un Estado de compromiso social debe privilegiar, sobre todo en los sectores económicos estratégicos, los intereses fundamentales de las mayorías y no los del mercado y la renta financiera. Al Estado neoliberal, ha dicho, le importan los ingresos corporativos. Al Estado social -que es el verdadero Estado representativo de los intereses generales- debe convenirle la economía mixta y la regulación pública, y donde, en los sectores fundamentales de interés popular -como el energético, el de la salud, el educativo y el de la seguridad-, deben inhibirse las ganancias para favorecer la equidad y la economía social. Es cierto que la competencia de la oferta y la demanda puede reducir costos. Pero cuando la utilidad empresarial es dominante en los sectores fundamentales de consumo popular, como el de la energía eléctrica, el Estado no está representando las conveniencias de las mayorías de menores recursos.
Javier Ramírez
Durante meses, empresarios y políticos opositores mantuvieron una postura en contra de la reforma eléctrica propuesta por el presidente Andrés Manuel, al asegurar que, de ser aprobada, no sólo los precios al público se incrementarían, sino también provocaría un conflicto con las autoridades estadounidenses, al monopolizar el sector energético.
Finalmente, el pasado 2 de marzo el Senado de la República avaló las modificaciones a la llamada Ley de la Industria Eléctrica, por lo que pasaron al Ejecutivo federal, que se encargará de su publicación en el Diario Oficial de la Federación para su entrada en vigor.
De esta manera se puso fin a una política que desde los tiempos del presidente Carlos Salinas de Gortari priorizaba a las empresas particulares, varias de ellas extranjeras y con las que han hecho negocios los gobernantes del PRI y el PAN, en detrimento no sólo del Estado sino de los consumidores.
De la privatización a la nacionalización, y viceversa
Fue en 1937 cuando el presidente Lázaro Cárdenas emitió una ley sobre la potestad del Estado mexicano sobre la industria eléctrica en el país, pero no fue sino hasta la administración de Manuel Ávila Camacho cuando inició la nacionalización de la misma, debido a que las empresas privadas no querían suministrar el servicio en las comunidades apartadas, debido a la fuerte inversión y las pocas ganancias que les significaban.
Sería hasta 1949 cuando Miguel Alemán decretaría la creación de la Comisión Federal de Electricidad (CFE), como un organismo público descentralizado con personalidad jurídica y patrimonio propios, con la finalidad de llevar energía a todo el país.
En 1960 el presidente Adolfo López Mateos decidió nacionalizar la totalidad de la industria eléctrica en el país, comprando a varias empresas; una de ellas fue The Mexican Light and Power Co., que contaba con 19 plantas que daban luz al Distrito Federal y a cinco Estados circunvecinos. Esta se convertiría en la llamada Luz y Fuerza del Centro.
El Gobierno de Carlos Salinas de Gortari abrió en 1992 la posibilidad de que empresas privadas generaran electricidad, ya sea para consumo propio o para venderla al Gobierno o al extranjero.
Durante más de tres décadas, Luz y Fuerza del Centro se mantuvo independiente de la CFE, pero ya arrastraba una fuerte deuda debido al deficiente cobro a grandes usuarios, como bancos, universidades y ayuntamientos. En 2003, el presidente Vicente Fox inició un plan para liquidar a los trabajadores, pero debido a cuestiones políticas no se concretó sino hasta el 10 de octubre de 2009, cuando Felipe Calderón decretó su extinción y liquidación. Los empresarios aplaudieron la decisión, mientras que el PRI y el PRD acusaron al PAN de dar un golpe al sector laboral y sindical del país, para restar un competidor al entonces naciente negocio del ‘triple play’, mismo que empezaba a ser dominado por empresas como Televisa.
La debacle de la CFE
Con la CFE cubriendo ya todos los rincones del país, los fallos en el servicio se hicieron cada vez mayores, con constantes apagones, por lo que el Estado tuvo que incrementar la compra de energía a las empresas particulares. Sin el Gobierno mexicano invirtiendo en las plantas de la CFE, estas se fueron quedando rezagadas o de plano obsoletas.
Ante este panorama, el presidente Enrique Peña Nieto vio la oportunidad perfecta para promover, como parte del llamado “Pacto por México”, una reforma energética para incrementar aún más la participación de las empresas privadas en el sector eléctrico mexicano. Además, dijo Peña en complicidad con sus nuevos aliados en el PAN y el PRD, con las nuevas empresas habría no sólo mejores tarifas para sus más de 45 millones de clientes, sino que se generarían en su sexenio medio millón de empleos, y al menos dos millones y medio más para el 2015. Nada de eso ocurrió.
De acuerdo con una nota de El Economista, el año pasado la CFE ya era la segunda empresa mexicana con mayor deuda emitida en el mercado local corporativo, con un monto en circulación de 95 mil 218 millones de pesos, sólo por debajo de Petróleos Mexicanos (Pemex).
Reforma, para fortalecer la industria
Para solucionar este problema provocado por los Gobiernos neoliberales, Andrés Manuel propuso modificar la Ley de la Industria Eléctrica para dar prioridad a la CFE sobre las empresas privadas en el despacho de las centrales eléctricas; privilegiar las plantas hidroeléctricas, seguida de la planta nuclear y las centrales geotérmicas y termoeléctricas, dejando por último las plantas eólicas y solares de empresas particulares y las centrales eléctricas de ciclo combinado de propiedad privada.
Asimismo, se revisarán, y en su caso invalidarían, los permisos de autoabastecimiento de energía eléctrica obtenidos mediante actos constitutivos de fraude. Plantea también eliminar la obligación que tiene la CFE de comprar por subastas de cobertura eléctrica energía a privados que ofertan energía más barata, “a fin de evitar una imposición normativa”.
La propuesta fue defendida tanto en la Cámara de Diputados como en la de Senadores por los legisladores del Morena y sus aliados, quienes aseguraron que estos cambios a la industria asegurarán el suministro eléctrico y elevará la rentabilidad de los proyectos de generación, para garantizar la calidad y la seguridad del servicio eléctrico nacional.
Mientras tanto, los opositores en el PAN, el PRI, y el PRD, principalmente, acusaron que la propuesta hará la energía no sólo más cara, sino también aumentará la contaminación al no dar prioridad a las energías limpias. A estos argumentos también se unieron las cámaras empresariales.
La reforma también causó polémica en los Estados Unidos, donde la Cámara de Comercio advirtió que representaba un incumplimiento del Tratado México-Estados Unidos-Canada (T-MEC), que prohíbe a los Gobiernos favorecer a las empresas estatales.
Sin embargo, el presidente Andrés Manuel reiteró que es prioridad de su Gobierno retomar el control del Estado sobre el sector eléctrico del país, para evitar que las compañías particulares, mexicanas o extranjeras, se queden con el mercado de los energéticos.