Hay ciudades y zonas poblacionales de muy alta emergencia en Cuba.
En las peores horas de la pandemia, se padece una escasez total de medicamentos y de oxígeno, entre otros insumos, para asistir pacientes graves en los hospitales, y espacio para enterrar muertos en los cementerios. (Y en casos extremos, no se dan abasto los incineradores de cadáveres.)
Algunas son versiones de médicos heroicos y sepultureros exhaustos.
No se trata de una crisis ideológica que precise de remedios propagandísticos.
Se trata de que hay gente que se está enfermando y muriendo -como no hay registro de algo similar- por culpas que no son suyas. Y que dicha tragedia en curso no puede esperar por un cambio histórico y una salvación democrática sobre el hundimiento -augurado por grupos enemigos- del régimen político.
Se trata de que algunos de los mejores y más humanos profesionales de la salud en el mundo, como tantos cubanos, reciban los fármacos y los recursos más indispensables que no tienen ahora, para rescatar y no seguir viendo morir a sus pacientes sin poder hacer nada por ellos.
Se trata de eso: de un suministro urgente e incondicional de recursos para la salvación de enfermos, y de que no se profieran sandeces en el entretanto. Y, también, de que no se matice ni se mediatice ni se omita la verdad sobre tan funesta circunstancia.