Nicolás Durán de la Sierra
La visita del presidente López Obrador a la Casa Blanca fue un éxito redondo, y no sólo por la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, meta del viaje, sino también porque la posición soberana de México se vio vigorizada; el mensaje del presidente de los Estados Unidos abona en ese sentido. Tras años de opacidad, nuestra diplomacia brilló de nuevo.
Como es usual en estos encuentros, ningún gesto de los presidentes fue gratuito; todo ademán y hasta la propia vestimenta tiene mensaje y, en el manejo de símbolos, el mandatario mexicano es un maestro. En su corbata, sobre fondo verde que, se dice, significa la esperanza, se alza el “águila juarista”, es decir, el águila republicana de la Guerra de Reforma.
Destacan los homenajes que hiciera a Lincoln y Juárez, quienes si bien mantuvieran nutrida correspondencia, nunca se reunieron; sus afinidades fueron resaltadas por el presidente en la conferencia en la Casa Blanca, donde cerró su discurso con tres vivas a México, es decir, con el remate habitual del grito de independencia. Lo dicho, no hay frases ni gestos gratuitos.
Si al comienzo los presidentes mantuvieron una formal cortesía, hacia el final de la visita, en una cena de gala en la Casa Blanca –vinos del Rin y filete de lubina, para los curiosos- la relación se había relajado, pese los “agravios que aún existen” entre las dos naciones, como enfatizara López Obrador en su no tan suave discurso. Somos sus socios, no sus lacayos, dijo sin decirlo.
Pese a los augurios de los medios opuestos a su gestión, pese a Marko Cortez y su santa indignación porque se puso un cubrebocas al subir al avión, y pese a los deseos de otros sujetos de similar calaña, el viaje del presidente fue muy positivo. Si dialogar con el iracundo Donald Trump es difícil, negociar con él y salir airoso son, sin duda, palabras mayores.